Cronica sentimental de Delibes

“Miguel Delibes lía su cigarrillo, su picadura, su tabaco negro, en hojitas de una fábrica de papel de fumar que hay en Valladolid, y, mientras hace el pito, ve pasar la vida, los hombres, las gentes, las cosas, los libros, con socarronería de paleto intelectual, de escritor de provincias. Miguel Delibes, un castellano universal, lleva una boina castellana por tapadera. Y debajo de la boina, un español pluriempleado, un escritor de primera, un fumador de negro. Un amigo.”

Francisco Umbral. “Miguel Delibes”

Trato de recordar como era yo entonces, con 16 años quizá, en aquella Casa de la Cultura que había en los jardines del Prado donde sacaba prestados los libros de Miguel Delibes que comencé a leer uno detrás de otro a lo largo de un par de años, a veces en los sillones de mimbre del patio acristalado del Casino cercano, tan decadente, con olor a café y a tabaco frío o en los bancos verdes que miraban a la Catedral o en los jardines del Cementerio, lo que no era mal lugar para leer alguno de ellos. Supongo que llegue a él por las clases de literatura del colegio donde creo recordar que leímos fragmentos del El camino” que me suscitó una pegajosa nostalgia que era consciente que no me convenía y donde también descubrí la posibilidad de contar historias, de trabajar un estilo, de jugar con las descripciones, con las reiteraciones (aquello de “Daniel el mochuelo”) y los calificativos que me comenzaban a parecer tan importantes porque creaban sensaciones inmediatas algunas imprevistas, que definian y daban vida a las situacioens y a los personajes.  La conexión de las emociones de ese chico con las que yo ya incubaba antes de irme a Madrid, con la ambivalencia desasosegante de querer irse y quedarse, con la tentación de lo conocido donde era evidente que me asfixiaba más que un poco y el miedo a lo desconocido donde temía fracasar pero que, a la vez, me atraía desesperadamente. Me doy cuenta, ahora al releerlo, que lo había olvidado en su mayor parte pero que también recordaba frases casi de memoria y, sobre todo, la música del lenguaje, la primera conciencia de lo que se podía hacer con las palabras, de la aventura y las posibilidades de la escritura que era capaz de crear mundos enteros.

Con Francisco Umbral

“La sombra del ciprés es alargada” en el patio de la abuela en verano, las tardes interminables bañadas por la melancolía que desprendía esa novela tan depresiva que sin embargo me afirmaba en algo, me abría la posibilidad de escribir sobre sensaciones desagradables y convertirlas en literatura, lo que era similar a encontrar la forma de utilizar un carburante para salir de donde estaba, para buscar otras dimensiones de mi mismo o para relacionarme de otra forma con la realidad. Convertir todo en literatura era una manera de tenerlo todo en las manos, de malearlo, de abrir paso a un futuro que tuviera que ver con la acción, con llegar a algún sitio, con acceder a eso que luego Umbral llamó lo mondaine y que a mi ya me encantaba. La experiencia de que todo podía ser soportable y también más intenso si se convertía en palabras, si se ligaba a ese mundo de los escritores que comenzó a parecerme fascinante, libre y complejo, desde el que podían vivirse muchas vidas a la vez y siempre con cierta intensidad, como si pudiera iluminarse la realidad o existiera la posibilidad de comprenderla, de encontrarle causalidad y un sentido que quizá ni siquiera tenía.

Y ya seguí, no sé muy bien en qué orden. Quizá la siguiente fue “Mi idolatrado hijo Sissi” la historia de un niño mimado (que luego en el cine interpretó Miguel Bosé) por un padre con posibles que solo pretendía que “fuera feliz”, dandole todos los caprichos, sin frustrarlo hasta convertirlo en un tarambana que anticipaba con lucidez a los chicos desnortados que, años más tarde, produjo cierto tipo de educación que llega hasta nuestros días. Y luego los diarios. El de un cazador, que me interesó sobre todo por las posibilidades de anotar día día las sensaciones, incluso los hechos aparentemente nimios que, sin embargo, con el tiempo se convierten en oro porque rescatan el tiempo, lo que podría haberse perdido para siempre. El de un emigrante, que me cargó mucho y me resultó derrotista y lejano, quizá porque en aquella época no quería contemplar el fracaso. Creo que fue entonces cuando comencé a escribir mi primer diario y a darme cuenta de lo que olvidamos pasado el tiempo y del valor que tienen las descripciones externas, lo que ocurre alrededor más que las elucubraciones mentales que muchas veces son las que más se reflejan porque siempre escribimos más cuando estamos tristes, cuando tendemos más a mirar hacia adentro, cuando lo interesante casi siempre suele estar fuera.

Luego “Las ratas” que me pareció magistralmente escrita aunque reflejaba un mundo que ya no me interesaba nada y “La hoja roja” tan triste de nuevo con ese escepticismo a cualquier progreso incluso el de un hijo que consigue otra vida pero que, desde su nueva posición, siempre resulta un traidor a su mundo original, al de sus padres, siempre supuesto como más auténtico.  Y “El principe destronado” que me aburrió mucho y Cinco horas con Mario”  que rebela de forma muy convincente la tensión entre el convencionalismo clasista y el idealismo igualitario, que ya se iba abriendo paso, en el seno de un matrimonio provinciano y que probablemente desvela la esencia de las ideas del autor, los perfiles de su humanismo y del mundo que detestaba. Por fin “La parábola del náufrago” donde me pareció que levantaba un poco los pies del suelo aunque conectaba, de alguna manera, con mi tránsito de entonces de una cara a otra de la moneda de lo que todavía no sabía que era una misma religión. 

Y ahí paré porque “Los santos inocentes” solo la ví en el cine. Curiosamente a través de Delibes había conocido a Umbral del que lo primero que leí fue “Si hubiéramos sabido que el amor era esto” y a continuación “El Giocondo”,  “Las ninfas” y “La noche que llegué al café Gijón” que fueron como una pasarela para orientarme en Madrid, para conocer a más escritores cuando ya en el colegio mayor tenía otras muchas fuentes para hacerlo. Poco a poco Delibes, su mundo rural y provinciano, se me fue quedando muy atrás, detrás de esa frontera de COU que linda con un ámbito al que ya no sientes pertenecer, al que tampoco quieres pertenecer. Como Umbral prefería la ciudad, el bullicio de los coches, los museos, los cafés, la libertad y las posibilidades de relación que una ciudad procura mucho más que el campo que puedo disfrutar un rato pero que siempre termina poniéndome melancólico, como si no tuviera nada que hacer allí. 

Con Josep Pla

Sin embargo siempre he tenido la sensación de que Delibes pertenecía a mi vida, lo he visto por ahí a través de los años con simpatía, estando seguro de que siempre ha sido una buena persona, un castellano cabal,  uno de esos cristianos con sensibilidad social y mente abierta que ayudaron a que este país evolucionara, que impulsaron a muchos que no eran como ellos y les dieron aire y les ayudaron a cumplir sus sueños. Lo que él hizo desde “El Norte de Castilla“, creo que con un talante benigno y transversal que le permitía relacionarse con gente muy distinta sin levantar demasiadas ampollas, pudiendo ser director de un periódico del Movimiento en una ciudad como Valladolid y a la vez un escritor que conectaba con muchas de las reivindicaciones que ya comenzaban a hacerse desde la oposición intelectual y política a ese régimen. Esa conexión probablemente con un fondo religioso a través de la llamada entonces “doctrina social de la Iglesia” y también de una personalidad muy consciente del fatalismo del “valle de lágrimas” y, quizá por eso, desconfiado del progreso y de las nuevas formas de producción en las sociedades capitalistas, de sus formas de vida, que le parecían deshumanizadas y que, probablemente, estaban muy alejadas de su estética vital, la de un hombre que alguna vez dijo que había nacido en un tiempo que no era el suyo.

 Aunque, no hay que olvidarlo, ahora que se mira la vida de los escritores con las pretensiones puritanas de lo políticamente correcto, lo recordamos aquí sobre todo por su faceta de escritor y no cabe duda de que lo fue de verdad, a tiempo completo, con conciencia de serlo y con un estilo propio, con un lenguaje limpio y riquísimo capaz de reflejar con finos matices un mundo que amaba (y, por contraposición, otro que temía) que creía en peligro de desaparecer. Aunque su apariencia un tanto desaliñada y timida podía dar la sensación de que era alguien no demasiado ilustrado o inseguro de su condición de escritor o de su situación en el universo literario, basta leerlo para darse cuenta de que esto no era así en absoluto. En la recopilación de ensayos que se publicó en 2004, pero que fueron escritos mucho antes, (“1936-1950: muerte y resurrección de la novela”) se descubre a un escritor con ideas literarias bastante claras, tan seguro de sí mismo que se ve capaz de valorar de forma equilibrada a muchos de sus contemporáneos y su propio papel en el mundo literario de aquellos años. Es ilustrativa el perfil que hace de Cela, como da la sensación de no tenerle miedo, a pesar de su bravuconería, y, sobre todo, por eso mismo, como es capaz de vislumbrar al hombre que hay bajo esa fachada y también valorar sus cualidades como escritor, lo que realmente aporta o solo aparenta, lo que se puede esperar él.

Su enraizamiento con un paisaje y una forma de vida constituyó también una fuerza y un refugio que concretó en Sedano donde iban a visitarlo muchos amigos también para para relajarse, para hablar con él y gozar de la hospitalidad y simpatía de Ángeles de Castro, su mujer, que fue un gran complemento vital para él y que murió joven como cumpliendo esa profecía oscura de su primer libro. Esther Tusquets (“Confesiones de una editora poco mentirosa“) habla así de él en aquellos años:

“Delibes se preocupaba entonces y se sigue preocupando cuarenta años después por los demás, es un amigo de lealtad inquebrantable y posee esa cualidad hoy tan devaluada —tal vez por el abuso que se ha hecho de la palabra— que llamamos solidaridad. Podríamos decir que Delibes es un hombre bueno, pero precisando que eso no significa que sea un hombre inocente, ni fácil, ni que haya tenido jamás una imagen amable del mundo y de la gente. Ni siquiera en su religiosidad me parece Delibes complaciente. Y creo que Ángeles, su mujer, ejercía, entre otras importantes funciones, la de suavizar y mediatizar su contacto con la realidad.”

“Entre Miguel, Ángeles y yo se había establecido de inmediato una buena relación. Eran, como ya he dicho, buena gente, eran cariñosos, eran simpáticos, eran hospitalarios. El pesimismo de él, su irreparable nostalgia, su desacuerdo con la época en que le había correspondido vivir («Cada día estoy más convencido de haber nacido fuera de tiempo —me escribiría en una carta—. Yo debí ser mi bisabuelo o algo por el estilo. De este retraso yo no tengo la culpa, pero sufro las consecuencias. En mi anhelo de evadirme de mi tiempo, me refugio en la zarzuela y cosas por el estilo…»), sus temores y sus obsesiones, quedaban compensados por la vitalidad, el buen humor, el sentido común de Ángeles. Parecía una de esas mujeres que, si el mundo por accidente se parara, sería capaz de ponerlo de nuevo en marcha (que la muerte la parara prematuramente a ella, tan necesaria para los suyos, fue un contrasentido, un despropósito).”

Y también ofrece así su casa a su amigo Paco Umbral (“Miguel Delibes”) en una de esas cartas que se escribían semanalmente durante años:

“Valladolid, 26-IV-66.
Mi querido Paco: Tu carta vino de cama a cama. Yo también he pinchado. Llevo tres días en cama con una especie de lumbago alto (más de pulmones que de riñones) que me tiene imposibilitado. Creo que pasará pronto. Lo tuyo no me sorprende. No quiero hacer de madre regañona, pero creo que te lo había advertido. Decididamente no se puede abusar del bruto. Un día el bruto se para y entonces nos damos cuenta de que nuestras fuerzas son limitadas. Pero, bueno, ahora el caso es que descanses. Se me ocurre que tal vez te sentase bien cambiar de ambiente, irte al campo. Para ello te brindo mi cabaña de Sedano. Allí hay aire, sol, truchas, ternera y una inmensa paz. También encontrarás gente buena, de ésa en la que creía Rousseau, esto es, no corrompida por la civilización, A la casita inicial, agregamos una cabaña con dos literas cuando nacieron los dos últimos niños. Tiene una pequeña cocina, una buena mesa, libros y un aseo. Podríamos bajar unas butacas de la otra casa y allí estaríais los dos relativamente cómodos. Si aceptas, podríais venir en tren hasta Valladolid y yo mismo, con mi mujer, os llevaría y acomodaría. Pensadlo. Hasta el verano no me hacéis la menor extorsión. Y para los fines de semana disponemos de la otra casa. Esto quiere decir que os visitaríamos de vez en cuando para que mantuvieseis el contacto con la civilización (?).No tendríais que llevar otra cosa que ropa de cama. Ya me dirás.”

Miguel Delibes que nació solo un año antes que mi padre pero a quien siempre percibí más jóven y que ahora aparece de nuevo, quizá como una oportunidad de releerlo desde otro momento vital, como una forma de reconciliación con aquel mundo del que huía, que luego conocí tan de cerca y en el que siempre me he sentido bastante ajeno, pero que también me pertenece y contiene un cierto tipo de refugio en el que sosegarse y coger impulso o simplemente reflexionar sobre la complejidad y el azar de la existencia humana incluso en tiempos que ahora tratan de simplificarse demasiado pero donde también habitaron gentes como él que colaboraron de forma bastante benigna e inteligente a construir un pais más libre y habitable.

La creación literaria

Miguel Delibes “1936-1950: muerte y resurreccion de la novela”

“Al examinar, aunque sea someramente, fenómeno tan delicado como el de la facultad creadora del hombre, debo empezar diciendo que desconfío del artista cuya vocación se decide exclusivamente por estímulos exteriores, es decir, aquel artista que irrumpe por deseo de recrear el mundo circundante, por lo que en éste encuentra de sugestivo o pintoresco. Los alicientes del mundo exterior pueden, creo yo, activar una disposición, rara vez determinarla. Si el hombre que se siente fecundado por la realidad externa no portara dentro de sí un repetidor, nunca podría devolvernos un eco de esa realidad. Quiero decir, que el artista -y, concretamente, el novelista- actúa en virtud de un movimiento de dentro afuera, con lo que su obra viene a representar algo así como la salida de humos con que alivia la combustión interior. El arte subyace en los fríos objetos externos, pero para apresarlo, como en el caso del arpa del poeta, se requiere una chispa que los rescate de su inerte pasividad y los ilumine y proyecte. De aquí se deduce, primero, que la obra de arte es el resultado de la conmoción que produce en una determinada sensibilidad la vida en torno y, segundo, que la obra de arte, como los metales, difícilmente puede trabajarse en frío. De lo antedicho se infiere que abordar un objetivo artístico como hobby, como pasatiempo, resulta inconcebible, o, mejor dicho, tal posición ante el arte podrá representar una higiénica terapia, todo lo saludable que se quiera para la psicología de su autor, pero irrelevante desde un punto de vista artístico. La creación es un esfuerzo que ocupa al artista mientras éste no se sienta definitivamente parido, esto es, en tanto el escritor no vea su libro en los escaparates y el pintor su cuadro en la sala de exposiciones.

Recuerdo que un amigo mío, comerciante en tejidos, sonreía con malicia cada vez que me oía decir que trabajaba en otra novela. El hecho de escribir novelas o de pintar cuadros no significaba para él trabajo alguno sino, más bien, lo contrario, una evasión del trabajo, pura frivolidad. Para este hombre, trabajar suponía andar afanado en las estanterías, medir piezas, recibir encargos, lidiar con el cliente suspicaz y receloso. Sin demérito para ninguna profesión, el artista, el novelista, no puede sino sentir envidia de aquellos profesionales que echan la trampa a las siete para no volver a acordarse de su oficio hasta la mañana siguiente.

Precisamente la tortura -o tal vez, la dicha- del artista, del novelista, estriba en la imposibilidad de echar la llave ni de día ni de noche; en su actitud de permanente vigilia. El novelista cuando pasea, cuando come, cuando duerme (?) resuelve mentalmente escenas, verifica situaciones, perfila personajes… En mi caso puedo asegurar que no pocos problemas planteados ante las cuartillas se me han desvelado, de pronto, durante el reposo, lo que equivale a decir que el creador nunca desconecta totalmente su cerebro, de tal forma que su sueño no es la inconsciencia plena sino una fecunda duermevela durante la cual su cabeza prosigue maquinalmente buscando soluciones. Pero lo desalentador del caso es que estas soluciones rara vez lo son del todo, son soluciones provisionales, constantemente sujetas a revisión. Los problemas en arte admiten infinidad de planteamientos y de ahí que el creador nunca pueda estar seguro de haber acertado, siempre ha de admitir la posibilidad de hallar otra solución distinta, más congruente y lógica. Esto es tanto como decir que su tarea nunca concluye, que incluso cuando pone en su manuscrito la palabra fin y lo envía al editor, ya hay otra novela en puertas, planteándole nuevas incógnitas, acuciándole 

El artista auténtico trabaja, lo quiera o no, en cadena, sin pausa, hasta tal punto que cuando decide hacer un alto y conceder una ventilación a su cerebro, el esfuerzo para desechar las ideas que mecánicamente le asaltan resulta más extenuativo que el trabajo habitual, en cierto modo sistematizado, y ya, forzoso es reconocerlo, un tanto automático. El fuego interior del artista, como el de los altos hornos, no puede apagarse sin daño. Llegamos así a la conclusión de que el arte -la novela- exige una entrega incondicional, absoluta, ilimitada. Pero ¿basta esta entrega absoluta, sin condiciones, para que el creador surja, para que el novelista se manifieste? Rotundamente no. El arte no es una simple cuestión de voluntad. El pez, en términos metafóricos, está en el río, y el hombre, en la orilla, dispone de todos los artilugios adecuados para su captura, pero precisará de un sexto sentido, una sensibilidad especial, para hacer de estos instrumentos el uso pertinente y alcanzar de esta manera los resultados apetecidos. Cualquier hombre puede llegarse a la margen del río pero únicamente algunos afortunados lograrán hacerse con el pez. El resto imitarán sus movimientos, remedarán sus ademanes, emplearán análogos ardides, pero el pez, ineluctablemente, se les escurrirá. Les falta ese sexto sentido para ordenar con un criterio de eficacia los elementos que ordinariamente se brindan a la generalidad de los mortales. Estos hombres son incapaces de captar nada, no aciertan a reflejar nada, siquiera sus oportunidades, e incluso la disposición personal, sean pertinentes. Su esfuerzo, empero, resultará estéril porque no son artistas; les falta, digámoslo así para entendernos, sensibilidad creadora.”

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