Sé que hay mucha gente que dice que disfruta mucho viajando, preparando el viaje por su cuenta mucho tiempo antes, pasando de las agencias de viajes y subiendose de sopetón a una de esas aeronaves que los lleva a paises extraños en los que no les importa adentrarse sin conocer a nadie, perderse en ciudades inmensas donde quizá ni siquiera han reservado previamente una habitación en un hotel barato o en selvas muy tupidas donde no los mata la fiebre o en desiertos donde consiguen orientarse y no morirse de sed. Yo sé que siempre ha habido viajeros así y que quizá sea la forma más pura de viajar, la más aventurera, sin contaminarse por las imágenes turísticas, sin ir en autobuses de un sitio a otro para hacer la foto más convencional sin casi mirar la realidad, sin ir como rebaños detras de guías que agitan una banderita en la punta de un paraguas. Pero quizá esa actitud tiene una edad o hay que valer, estar hecho de una cierta pasta, haberlo aprendido de pequeño. Y reconozco que a mi me gustan los viajes más tranquilos, confortables, donde además pueda tener tiempo de leer sobre el propio viaje para situarme sobre lo que pasó allí donde estoy ahora, conversar con los que han escrito libros después de perderse por el mundo y han sabido hacerlo bien, creando otro tipo de viaje que es capaz de dar mucha más intensidad al viaje real, conectarlo con muchas otras cosas, ayudar a disfrutarlo más. O incluso a sentirse viajando sin levantarse del sillón por sitios a los que nunca se hubiera pensado en ir. Gente como Javier Reverte un cierto tipo de aventurero que sabía viajar para escribir: “Cuando viajas literariamente —escribe Reverte— recorres tres veces, al menos, el camino: al idearlo, al pisarlo y al escribir de regreso. Sin duda es la forma más rentable de viajar.”
Nunca he estado en Africa pero tengo la sensación de que he viajado allí desde que leí “Vagabundo en Africa“, un libro que me prestó hace muchos años un buen amigo, y que conectaba, de alguna manera, con uno que me animó a leer mi padre de pequeño, “Cazador blanco“de Jhon Hunter. Recuerdo que estaba deseando dejarlo todo para ponerme a leerlo, que tenía la sensación de que acompañaba al autor en el barco que lo llevaba rio Congo arriba, siguiendo la estela de Conrad, como si conversara con él y me fuera contando personalmente las vicisitudes que iba viviendo y la historia terrible de ese pedazo de continente, teniendo la sensación de compartir sus riesgos y sus deseos mientras se acercaba, poco a poco, a Kisangani, el “corazón de las tinieblas”. Al final sentía que me había hecho amigo suyo para siempre, con esa vinculación que solo se consigue con los libros donde, a veces, tenemos la sensación de conocer a otros mejor que a los que nos rodean todos los días.
Leí “Corazón de Ulises” viajando por Turquía cuando ya había estado en Grecia a principios de los 90, muy bien rodeado de buenos amigos y de profesores de griego que lo sabían todo de mitología y de lineal B y además lo contaban elocuentemente por el micrófono del autobús, que transitaba por paisajes muy devastados y carreteras tortuosas, hasta llegar a ciudades de nombres legendarios pero que en la realidad eran pequeñas y pobres, donde no parecía quedar nada del esplendor que un día tuvieron, que había que resucitar ante nosotros con palabras para que pudieramos darnos cuenta de lo que allí pudo haber sucedido. En la Capadocia, un día un poco aburrido, leyendo a Javier Reverte, volví a recrear aquel viaje que parecía estar contenido en el libro, esperando a cualquier lector que fuera a viajar a Grecia o que no pudiera hacerlo, dispuesto a devolver la dimensión cultural a los viejos nombres , a recordar al viajero que, por ejemplo Tebas, la pequeña ciudad en la que se encuentra en ese momento, fue la cuna de Hesiodo, de Epaminondas, de Píndaro, del mito de Edipo y el de Hércules, la que terminó destruyendo Alejandro Magno en el 335 aC. salvando solo la casa del poeta. Cosas que gusta saber o recordar allí, si se viaja a un lugar como Grecia y que me vino bien en Turquía que también está incluida, en parte, en el libro. Esa estupenda literatura de divulgación que es esencial para introducirse en cosas más profundas o disfrutar más del presente.
Hijo de periodista, Javier Martinez Reverte (se quitó el primer apellido para diferenciarse de su hermano Jorge Martinez Reverte) pertenecía a esa vieja escuela de periodistas de raza que fueron capaces de hacer muchas cosas en su vida y en su profesión, desde llegar a ser subdirector de un diario como “Pueblo”, a ser corresponsal, columnista, enviado especial o reportero de televisión (“En portada”). Leo, asombrado, los muchos libros que ha escrito en su vida imaginando el trabajo y la pasión que han tenido que existir detrás de ellos. Espero que, como Ulises, haya sido feliz como los que hacen un bello viaje. Él, además. ha sabido convertirlos en estupendos libros que muchos viajeros, de muchas formas, podremos seguir disfrutando.