“De igual manera que se afirma (y lo menos para esta ocasión es la propiedad de la frase que utilizo tan sólo como una metáfora) que toda la metafísica occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre los conceptos de finalidad según Aristóteles y según Spinoza, así creo yo que toda la novela occidental oscila entre dos ideas límites: el Quijote y otro cualquiera que no me atrevo a precisar porque no sé cuál es. A veces he pensado que el extremo opuesto es Le temps retrouvé y en ocasiones me inclino a creer que está en Absalón, Absalón, pero como nunca llego a ninguna clase de certeza prefiero dejar el tema sin establecer y así seguir bombeando el agua del pozo de esa duda”.
Juan Benet Onda y corpúsculo en el Quijote, 1979
Algo parecido en ese movimiento pendular y oscilatorio, podría decirse de la literatura española en su conjunto, desplegada desde finales del siglo XIX hasta ayer mismo: un movimiento de contraposición de corrientes y de antagonismo de protagonistas. Y así a los miembros de la Generación del 98 le suceden –en el movimiento oscilatorio– los ubicados en la Generación de 1913; de igual forma que, años más tarde, a los conocidos como integrantes de la Generación del 27 les dotan de continuidad los conocidos como Generación de la Guerra Civil; a los ubicables en la Generación o Grupo de los 50 le darían la réplica los Novísimos de los primeros setenta. Un movimiento pendular que, ampliando el foco, daría para las emergencias alternativas de Los de la berza versus Los Venecianos, o los de la Escuela de Madrid contrapuesta a los de la Escuela de Barcelona; también los Social realistas acometidos por los acólitos del Boom latinoamericano. Péndulos y oscilaciones, como ha ocurrido recientemente con la publicación de un bloque de cuentos inéditos, escritos a cuatro manos entre 1948 y 1951, entre otros dos extremos posibles de las secuencia literarias, como fueran Juan Benet y Luís Martín Santos con El amanecer podrido (2020).
Viene todo ello a cuento del recuerdo y del recuento de Miguel Delibes (Valladolid 1920-Valladolid, 2010) en su aversión abierta a cualquier ubicación generacional (“Voy a omitir el vocablo generación porque, antes que de generaciones se trata de grupos que, en algunas ocasiones, incluso conviven con el tiempo”). Como justifica, sobradamente, ese rechazo en su trabajo España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela (2004). Lo más parecido a una poética personal delibeana, en alguien poco dado a reflexionar –o, a publicar en todo caso– sobre las vicisitudes de la creación propia y las creaciones ajenas. La primera parte del trabajo es una captura verificada de algunos creadores –donde destaca en sobremanera el protagonismo debido de Camilo José Cela, que refleja la omnipresencia celiana en todos esos años– de ese tramo temporal y la segunda parte del mismo, la componen cuatro conferencias significativas que versan sobre cuestiones complementarias como La creación literaria, El novelista y sus personajes, Novela de posguerra 1940-2000 y una coda final que denomina Confidencias.
Y este carácter clasificatorio y por ende pendular de la literatura le lleva a Miguel Delibes a cuestionar la pertenencia a su grupo generacional de origen. “La pertenencia al grupo de la inmediata posguerra se diría que venía determinada por dos razones: haber nacido a la literatura alrededor del medio siglo y muy poco antes que ‘los niños de la guerra’, que entonces estaban haciendo sus primeras armas. O sea, la edad contaba, pero no había un criterio uniforme para aplicarla. En este aspecto se operaba con cierta frivolidad y si a mí un bautista madrugador me había encasillado en el grupo de la inmediata posguerra junto a Cela, otro hacía lo mismo con Carmen Laforet, un año aún más joven que yo, dándose pues la paradoja de que tanto Carmen como yo nos aproximábamos más en edad a los mayorcitos de la generación del 50 que a los más jóvenes de la nuestra. O sea, algunos de los bautizados como de la ‘inmediata posguerra’ éramos exactamente ‘niños del guerra’, pues tanto Carmen como yo éramos en aquellos años tan adolescentes como la mitad de los del 50. Esto y el carácter de los componentes explican que yo me sintiera más próximo al equipo de ‘los niños’ que a los algo más graves varones de la promoción de la ‘inmediata posguerra’”. Baste recorrer el itinerario seguido por Delibes, para entender su pretensión de proximidad antes a Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa o Juan Goytisolo que, a los Gironella, Luis Romero, Tomás Salvador o Castillo Puche, en un intento de elusión de anaqueles compartimentados.
En la tercera de las piezas citadas antes – Novela de posguerra 1940-2000– Delibes establece una divisoria cronológica y estilística aproximada para establecer cinco bloques o áreas diferentes entre los novelistas de posguerra, que denomina como Postguerra, Objetivistas, Realismo Social, Experimentalismo y Vanguardia y Cosmopolitismo. Ello, claro está, con todas las matizaciones posibles que queramos, ya que: “Dentro de estos cinco grupos no cabe toda la novela española de posguerra. Existen no pocos cultivadores que no podrían ser encasillados en ninguno de ellos sin forzar las cosas”. Incluso las otras posibilidades de mixtura y de mestizaje en el transcurso y desarrollo de la obra propia: movilidad estilística y formal frente a la pretensión de estatismo. Un estatismo que se ha adherido a Miguel Delibes, como equivalente de sus visiones del mundo rural que se desvanece y que transmite un aire de decadencia y de quietismo agrario. Baste recordar por otra parte, que el discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, en 1975 para ocupar el sillón ‘e minúscula’, versó sobre El sentido del progreso en mi obra, que sería publicado finalmente con el nombre Un mundo que agoniza.
Como si las preocupaciones que planteó en su lectura Delibes ante el pleno de la Real Academia Española de la Lengua fueran más sociales que literarias, como ha capturado, por cierto, Rafael Narbona en su trabajo La sombra de Miguel Delibes es alargada (Revista de libros, 16 junio de 2020). En otra muestra del desdén sostenido por al autor ante cenáculos, grupos y generaciones, que aguardaron otras palabras diferentes, más literarias que sociales. Olvidando lo afirmado por César Alonso de los Ríos, en su libro de entrevistas Soy un hombre de fidelidades. Conversaciones con Miguel Delibes 1971), al fijar que hay tres escritores que cuentan con un territorio propio: Josep Plá, Álvaro Cunqueiro y Miguel Delibes. Territorio que se percibe al adentrarnos en su lectura y que marcha de forma ineludible con sus visiones y percepciones. Incluso, y en un esfuerzo interpretativo posterior, habría que indagar en lo ya desplegado por Delibes en Viejas historias de Castilla La Vieja (1964) y posteriormente con Castilla, lo castellano y los castellanos (1979). Pero junto a la advertencia de castellanía provinciana delibeana, hay que anotar las otras preocupaciones viajeras –y no menores– como resultan los otros trabajos significativas, como Un novelista descubre América (1956), Europa: parada y fonda (1963), USA y yo (1966), La primavera de Praga (1968) y Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos (1982). Todo lo cual, no sólo lo conectaría con otro provinciano viajero, como Plá, sino que serviría para romper los esquemas clasificatorios habituales la obsesión por ubicar a Delibes en un coto cerrado de castellanía.
Y de ello, de esas preocupaciones clasificatorias, llega a afirmar el propio Miguel Delibes como un ejercicio autorreflexivo: “Ahora bien, dentro del esquema de grupos que anteriormente hemos presentado, ¿en cuál de ellos incluiría mi obra? A esto debo responder que ninguna incitación me ha sido ajena y si yo, por la fecha de publicación de mi primer libro –1948– pertenezco cronológicamente al primer grupo, por mi edad, mi creciente preocupación por la forma novelesca, evidente a partir de mi tercera novela El camino, no dudo en adscribirme al segundo; por mi inquietud social, aún tratada desde la ‘individualidades irrepetibles’ como dice Buckley, es decir mediante personalidades concretas puedo encontrar acomodo en el tercero, y finalmente por mi afán de explorar nuevos horizontes, mis atentados deliberados contra la gramática –la transcripción literal de los signos de puntuación o el uso y abuso de la onomatopeya– y en resumen, mis pretensiones vanguardistas en Parábola del naufrago, en el cuarto y en el quinto. Es decir, que yo estoy, como Dios, en todas partes”. Y ello supone reconocer, de hecho, los distintos perfiles de la obra de Miguel Delibes, de los cuentos y relatos, a las novelas, los textos viajeros y al corpus de escritos cinegéticos y costumbristas.
Esta es la pretensión central de la referencia de Miguel Delibes, simplificado al extremo de la confusión interesada, cuando Jordi Gracia y Domingo Ródenas en el séptimo tomo de la Historia de la Literatura española, Derrota y restitución de la modernidad 1939-2010 (2011) –de título equivalente al aportado por Miguel Delibes en 2004, como Muerte y resurrección, ahora con Gracia y Ródenas Derrota y restitución– fijando el modelo narrativo delibeano como La Castilla narrada o también la propuesta de definirlo como ‘escritor castellano’. Incluso haciéndose eco de la maldad ambigua de “el cazador que escribe” o “el escritor que caza”. Y todo ello es cierto, admitámoslo. Tanto su interés por Castilla la Vieja (la ya citada Viejas historias de Castilla la Vieja,1964) como por el universo de la caza menor (La caza de la perdiz roja,1963, o El libro de la caza menor,1966) dan cuenta de esas constantes de alguien que desde Valladolid ha oteado el universo mundo sin perder los anillos de la urbanidad. Cuando lo normal habría sido caer en el casticismo cuellicorto y poco alborotado. Circunstancias que posibilitan por ello, una ubicación forzada y forzosa en ese entorno existencial, tanto del carácter provincial y provinciano de Delibes, como del apego a las temáticas rurales y naturalistas, y que han obrado la simplificación crítica mencionada antes. Simplificación refutada por el propio Miguel Delibes en otra de las conferencias comentadas antes, cuando señala en la conferencia El novelista y sus personajes estas vicisitudes: “Este hilo nos lleva, sin quererlo al debatido tema de la universalidad del escritor o, quizá sería mejor decir, la de la universalidad de su obra. En multitud de ocasiones he dicho que para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer Paris ni haber leído el Quijote, entre otras razones porque Cervantes escribió el Quijote antes de haberlo leído. Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro es la misión del novelista”.
Lo que si parece claro es que la visión –y nunca mejor traída a expresión de la visión– resultante de la obra de Miguel Delibes lo coloca en una situación de avanzada moral en problemas sociales y culturales, que hoy vemos como normales, pero que no lo eran prácticamente en su momento. Como ya mencionamos antes al referirnos al discurso de ingreso en la Real Academia en 1975. No sólo la trayectoria descrita antes por el mismo Delibes, entre La sombra del ciprés es alargada de 1947, Las guerras de nuestros antepasados (1975) a El hereje (1998), componen un recorrido difícilmente encasillable en la etiqueta escueta y breve de “escritor castellano”. Y, en segundo lugar, ese carácter visual de las historias de Delibes, que han permitido las ilustraciones gráficas de Massat en libros La caza de la perdiz roja (1963), o las múltiples adaptaciones cinematográficas de su obra dan cuenta de ello. Desde Las ratas (1962) –que Giménez Rico lleva al cine en 1997 a Cinco horas con Mario (1966) –resuelta en 1981 por Josefina Molina; desde la lectura visual del El disputado voto del señor Cayo (1978) por parte de Giménez Rico en 1986 –lectura y película como anticipo de la España vacía predicada por Sergio del Molino en 2016–, al decadentismo social y agrario de Los santos inocentes (1981) –que Mario Camus acierta a adaptar en 1984–, componen los rastros de ese compromiso con las palabras y con las imágenes.