El diseñador –para algunos solo diseñador de moda– Pierre Cardin, nacido Pietro Costante (San Biagio di Callalta, 1922- Neuilly sur Seine, 2020) resume sobre sus espaldas el trayecto verificado por el universo de la Haute Couture camino de convertirse en otras variantes del vestuario de masas, dando paso de la Couture d`auter a las grandes líneas industriales del vestuario moderno, en una suerte de popularización del buen gusto.
Ese desplazamiento de lo selectivo y minoritario a lo colectivo y democrático va a coincidir con un doble movimiento social y cultural. El de la pérdida del poder francés en el territorio de la Moda –dando paso a otros agentes, que van desde los italianos con Armani, Prada y Versace, hasta los angloamericanos, con Ford y Ralph Lauren, por no hablar de los japoneses finales– en primer lugar, y el de la sistematización de estudios y análisis sobre el vestido y la moda, en el descubrimiento de un nuevo continente de saberes prescindibles. Saberes prescindibles y sofisticados que inaugura Roland Barthes –con el trabajo El sistema de la moda, como prueba de su obsesión por el universo de los signos– y que prolongan otros semiólogos y sociólogos, como Umberto Eco, Pierre Koening y Gillo Dorfles.
Además de ello, coinciden esos movimientos en el mundo de la moda, con otro desplazamiento no menos significativo y algo anterior pero profundamente sintomático, como fuera el verificado en las Artes Plásticas. Artes Plásticas, que van a dar pie al desplazamiento de la capitalidad cultural de Occidente tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Y que queda representado en el salto de París –como centro del arte del siglo XX y de todas las Vanguardias– a la ciudad de New York, como nueva capital cultural e imperial. Hecho narrado por Serge Gibault en su trabajo minucioso, De cómo Nueva York robó la idea del arte moderno (Chicago 1983, edición española 1990). Obra que cuenta además con un perturbador subtitulo en la edición inglesa –no así en la española– de Expresionismo abstracto, libertad y guerra fría. Baste recordar que el primer capítulo de la obra se denomina New York 1935-1941: la desmarxización[sic] de la intelligentsia, para dar cuenta de todo lo narrado por otro trabajo, que habría que leer en paralelo con el de Gibault. Me refiero a La Rive gauche. Intelectuales y política en Paris 1935-1950, de Hebert Lottman. Todo ello para situar las coordenadas del impulso francés del segundo momento –como Segundo Imperio– de Haute Couture, más allá de los primeros momentos de Chanel, Dior o Balenciaga.
Así, en 1945 Pierre Cardín se instala en París, justo en el inicio del declive del arte francés frente a la vertiente neoyorquina, tras sus estudios incompletos de Arquitectura y sus contactos con Jeanne Paquin, a la que deja por Elsa Schiaparelli. Más tarde, en 1947, se desenvuelve con Dior, donde según cuenta aprendió lo que era la elegancia. Después trató de trabajar con Balenciaga, donde pese a su currículum formidable, no fue admitido. Todo lo cual le llevó a fundar de forma definitiva, su propia firma en 1950, iniciándose en la alta costura tres años después.
Cardin se hizo conocido en la década de los 50, junto a otros modistos renovadores como André Courrèges y Paco Rabanne. Donde además de su empeño en su estilo vanguardista –reforzado tras su viaje a Japón en 1959, como Barthes antes de escribir El Imperio de los signos– con predilección por las formas y los motivos geométricos, jugó con la extensión masiva de la moda de mano del creciente Estado del bienestar, con la propuesta rompedora del prêt-à-porter. De esos años procede su relación con Hiroko Matsumoto, una modelo japonesa que durante un tiempo fue su musa y su orientadora. Entre otras mujeres que le inspiraron y fueron fieles al diseñador se puede contar a Brigitte Bardot, Lauren Bacall o Jeanne Moureau, actriz con la que mantuvo una relación sentimental durante cuatro años.
En 1959 fue expulsado –casi en un juicio sumarísimo que atentaba al viejo Sanedrín de la Moda– de la Chambre Syndicale de la Haute Couture, por lanzar una colección de secuela popular, como un prêt-à-porter para la cadena de grandes almacenes francesa Printemps. Algo inadmisible para comisión reguladora del viejo Sanedrín, que determinaba qué casas de moda merecen tal título de Alta costura, término protegido por la ley francesa como pare del Patrimonio Nacional. Volvería a la carga, con otros conceptos novedosos como el de Burbuja – la silueta se redondea de forma exagerada en torno a las caderas, estableciendo un nuevo referente sexual concentrado–, el cuello Mao –camisas proletarizadas, procedentes de China con las que llegó a vestir a los Beatles– y, sobre todo, el llamado Unisex: prenda sin atributo genérico y utilizable por la mujer y por el hombre. No tardó mucho en volver a ser admitido. Sin embargo, decidió abandonar la organización por voluntad propia en 1966 e iniciar otros vuelos.
Un lustro después inauguró en París el Espace Cardin, donde exhibía su ropa y la hacía dialogar con otras disciplinas artísticas –en una pretensión de Gessamtkunstwerk desfasada–, como el diseño, el teatro, del que siempre fue un gran apasionado y el cine. Uno de sus primeros trabajos fue, junto a Jean Cocteau y Christian Berard, con quienes diseñó máscaras y trajes para La Bella y la Bestia de 1946. Junto a ello, su vocación totalizadora de la Moda y del Diseño, como muestra su relación con los complementos, y obsesionado por estilizar los objetos cotidianos más allá del Fashion. De aquí nace su relación con American Motors (AMC), para dar el toque Cardin a 4.152 coches. Siendo uno de los primeros automóviles que permitía personalizar los asientos quitando los forros, idea del ya famoso diseñador de moda. Igualmente realizó su toque Cardin con Atlantic Aviation, para los quien realizó los diseños interiores y exteriores de diferentes aviones. Su feroz apetito por la experimentación y la estetización de la vida cotidiana le llevó a organizar sus desfiles como Fiestas Galantes o como gigantescas Paradas Espectaculares. Llegando a organizar eventos sofisticados en la Plaza Roja de Moscú (¡…!), en la Gran Muralla china y en el desierto de Gobi. No es de extrañar que a sus 52 años fuese el primer diseñador en ocupar la portada de la revista Time y que tenga su propia estrella en el Paseo de la fama de Los Ángeles. Por más que las recientes notas de la revista Vogue en su despedida, dejen claro su valor de referencia en ese año de 1974: “Poco había de moda sin embargo en aquella cubierta. Quizá porque, en realidad, a finales de 1974 Pierre Cardin apenas contaba ya para la creación indumentaria. A partir del año siguiente se hablaría más de sus colecciones de mobiliario/diseño industrial y esculturas domésticas que, de sus prendas, estudios geométricos con el círculo como punto de partida, demasiado rígidas para vestir el hedonismo disco, demasiado pop para el gusto de las hornadas irritantes del punk en un momento, además, en el que la ironía retro estaba reservada al dandismo teddy de los cincuenta. El revival mod aún tardaría en llegar y, cuando lo hizo, lo último que le interesaba al creador era abundar en su pasado, por muy glorioso que hubiera sido. ‘Mi destino es el mañana’, había proclamado en 1966. El problema es que, a principios de los ochenta, aquel mañana ya era ayer” … “En realidad, nunca hubo futuro en la moda para Pierre Cardin más allá del preciso instante futurista que supo interpretar. El suyo es el caso del creador que, después de dar respuesta a las inquietudes indumentarias de un momento dado (la locura de la carrera espacial en los sesenta), no fue capaz de superarlas, trascenderlas. Es más, si se piensa fríamente, su alcance es breve, reducido a una concepción del mundo, de la sociedad, con fecha de caducidad. Cuando, de visita en las instalaciones de la Nasa, un vigilante de seguridad tuvo la deferencia –soborno de 50 dólares mediante– de dejarle vestir el traje de astronauta con el que Buzz Aldrin pisó la Luna, cerró su ciclo. Era 1971, y la humanidad ya orbitaba en el espacio no precisamente vestida por él. Incluso el cine había preferido a otro modisto (el británico Hardy Amies) para ataviarla en la referencial ‘2001: una odisea del espacio’, un par de años atrás”.
Por ello sus profecías incumplidas como las afirmaciones de que: “En 2069, caminaremos sobre la Luna o Marte con mis conjuntos ‘Cosmocorps’. Las mujeres lucirán sombreros campana de plexiglás y vestidos tubulares. Los hombres llevarán pantalones elípticos y túnicas cinéticas”. Sus predicciones no fueron más allá del otoño/invierno de 1967. No le faltaba razón al despiadado Pierre Bergé cuando, en plena disputa por la autoría del naciente ‘prêt-à-porter’ con su protegido Yves Saint Laurent, dijo aquello de “El suyo es un nombre que no recordaremos dentro de un año”. Bueno, sí que lo sería, pero por razones ajenas al estricto ejercicio de la creación. En sus vitrinas lucen tres dedales de oro de la Alta Costura Francesa hechos por Cartier, el Oscar de la Moda que recibió en 1985, la Gran Orden del Mérito por la República Italiana en 1988, además de ser oficial de la Legión de Honor francesa y tener un puesto en la Academia Francesa de Bellas Artes como el diseñador de más alto rango de la nación.