¡Y John Lennon ascendió a los cielos! (mientras Chapman sigue chupando cárcel)

I hope I die before I get old.

My generation, The Who

A day in the life, un majara típicamente americano le pego cuatro tiros por la espalda a John Lennon, un genio de la canción popular y de la invectiva ingeniosa que andaba últimamente algo confundido respecto de sí mismo. Porque lo cierto es que Lennon era el que empezaba las peleas a la salida de sus actuaciones mercenarias -esas que dieron a The Beatles el temple y aguante que luego tanto necesitaron- en Hamburgo, el tipo que pegaba a sus novias, el que realizaba declaraciones incómodas (se fumó unos petas en el lujoso cuarto de baño del palacio de Buckingham poco antes de recibir el título de Sir), el que se quitó de la heroína haciéndose atar a una silla durante varios días -escuchen ustedes la canción Cold Turkey, que en inglés significa “pasar el mono”-, y el que finalmente terminó por creerse la reencarnación de Mahatma Gandhi. Pero se comprende, imaginaos que os levantáis una mañana y descubrís que en vez de un golfillo perdedor de Liverpool sois el primer, o segundo, o a la par, hombre más adorado de la Tierra. A mí me da algo. Yo creo que John no pudo asimilar todo eso cabalmente hasta 1973, cuando dejó a Yoko, se lío con otra más joven, repensó sus adicciones y se pasó un año y medio tocándose las gónadas en lo que el mismo denominó “el fin de semana perdido de John Lennon”. No fue tan perdido, eso que se llevó.  En fin, que el gran Lennon era bastante impresentable, pero sabía que lo era y trataba honradamente de ponerle remedio (Paul, George y Ringo no pasaban por esas crisis, ellos eran mucho más británicos y harto más burgueses; todo lo más, algún bache espiritual por parte de George, que estaba dispuesto a seguir a cualquier gurú barbudo que le diese coba). De modo que la verdad es que es una pena. Es una pena que ese maldito gilipollas, Mark David Chapman, privase a John de su itinerario anímico, de esa lucha suya constante con sus propios demonios suburbanos. Personalmente, me interesa menos la música que hubiera podido componer de seguir vivo (no ha faltado grandísimo rocanrol en el mundo después de él), como especular acerca de qué nueva máscara hubiera adoptado en su madurez para intentar de verdad ser sincero consigo mismo, ser auténtico aún a costa de perderlo todo menos su nombre, como en El crisol de Miller. Solamente lean la letra de Wachting the wheels

El tal M. D. Chapman, típicamente americano, como digo, ya sabía disparar de antes, naturalmente, y en realidad fue un hombre seductor y carismático en su juventud. Poseía, desde muy pronto, todos los atributos necesarios para el carácter psicopático. Asiduo de diferentes drogas, acosador de mujeres, suisidal tendensis, pararrayos de revelaciones variopintas una semana de esta y la semana siguiente de la otra, sin embargo era esa clase de maniaco que se rompe las cejas para llevar a buen puerto sus obsesiones de cada momento y que logra enrolar a la gente en ellas. Cuarenta años lleva a la sombra, el muy capullo, y tras once denegaciones de libertad condicional -la última este mismo año, que fue noticia en la prensa-, parece que todavía no le han quedado claras tres cosas. Primera, que su inopinada pervivencia es ya una reliquia de otro tiempo peor en la realidad, pero mejor en la esperanza. Segundo, que nadie en el planeta Tierra desea que el asesino de Lennon vuelva a pisar la calle, pero nadie en absoluto. Y, tercero, que no nos va joder la lectura de El guardián entre el centeno. A Chapman no le faltaba razón, no obstante: hay algo inquietante y oscuro en el libro de Salinger, como lo había también en el propio Salinger. Beigbeder ha escrito sobre ello, pero lo puede intuir cualquiera que lea Un día perfecto para el pez plátano, en Nueve cuentos, o en general en todo lo relacionado con Seymour Glass. Chapman, el muy mamón, se sentó a leer serenamente El guardián… mientras esperaba a la policía con un exbeatle a su lado agonizando. Hay que joderse. Yo he estado en las inmediaciones del edificio Dakota, una mole cuadrangular cercana a Central Park que luego fue propiedad, si no me equivoco, de Leonard Bernstein y sus típicas fiestas de la izquierda divina. Chapman consiguió lo que pretendía, que era ser bendecido con una gota del licor -la sangre de los dioses- de John Lennon. Desde entonces hasta ahora, habrá tenido tiempo de leer a Salinger unas cuantas veces más. Creo que hasta le hicieron una película, al muy cretino. Por su culpa, nos hemos perdido a John Lennon viejo, fenómeno que ofrecía al mundo dos posibilidades: o bien que se reconciliase consigo mismo y pasase las navidades brindando en la BBC con Paul, George y Ringo, o bien que fuera acusado y perseguido por el Me Too. Nos hubiese gustado mucho lo primero, pero Chapman, el pobre imbécil, no nos permitió ser testigos de tan dramática elección…  

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