Adam Zagajewski: la serena sensibilidad de un poeta polaco

La poesía del (hoy difunto) Adam Zagajewski

Oscar Sánchez Vadillo

Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto… 

Alejandra Pizarnik 

Justamente este pasado sábado tuve en mis manos y estuve hojeando -hojeando y ojeando- Dos ciudades en casa de mi amiga Natalia, que ya lo había leído pero que lo tenía como nuevo.  No me lo quise llevar, porque hice una rápida evaluación grosor/particularismo que salió desfavorable hacia la novela. Quiero decir que como tengo tres libros al retortero no me convenía en ese momento meterme en tanto espesor de lectura a cambio de tanto localismo autobiográfico. Más adelante tal vez, pero pensé que ahora me hacían más falta brevedad y universalismo. Al fin y al cabo la Declaración de los Derechos Humanos se puede leer en dos viajes en metro y sin embargo su valor documental e histórico es inmensurable. Sin embargo, ya Natalia me había prestado hace meses los poemarios de Zagajewski, que están también en Acantilado y que son claros y distintos, como pretendía Descartes de su filosofía. Un día, llevando Deseo -título, por cierto, que encontré desafortunado- en la mochila, tuve un encontronazo con un alumno polaco mío de Segundo de Bachillerato. Es un chico grandón, rebelde, que lleva un corte rubio a lo casco y que es célebre en el instituto porque no hace mucho le dio por orinarse en los sagrados muros del recinto. Le pregunté por qué se empeñaba en el suicidio académico, que eso de ser malote ya no se llevaba ni le gustaba a las chicas. Él me respondió que como era de origen centroeuropeo no tenía más remedio que arruinar su vida, dejarse explotar en el trabajo y darse finalmente o entre medias al alcohol. Zagajewski me vino al pelo, porque lo saqué a la velocidad del rayo para demostrar al zangolotino de las refinadas excusas que hay polacos ilustres a los que imitar, sobre todo en las letras, y no sólo eso, sino que hasta se lo montan bien…. 

Zagajewski, en efecto, se lo monto muy bien, con todos esos exilios de lujo, esas luchas políticas de la juventud y esos premios tontos que alguien a la fuerza tiene que llevarse a mayor gloria de la analfabeta institución que los otorga. Pero es que además, insisto, era un poeta limpio, llano, algo recoleto en sus meditaciones y algo sedentario también –sobre todo en Deseo se le notan las posaderas calientes en la comodidad de su gabinete mientras escribe, se le notan y él tampoco las oculta-, discreto y brevilocuente, al que da gusto leer, como si estuvieras en conversación íntima y serena con un amigo más mayor, más curtido y más sabio. Hizo bien, en mi opinión, Zagajewski en abandonar la poesía activista de sus inicios para remansarse en contemplación y pura hospitalidad de espíritu. Hay un momento para cada estado de ánimo y un estado de ánimo correcto para cada momento. No obstante, la coyuntura política volvía a ser en Polonia –vivir es ver volver, escribía Azorín- semejante a la que le atormentó en su juventud, y parece que ya no tuvo tiempo, si es que hubiera tenido las fuerzas, de sacar los trastos de guerrear del armero doméstico… 

Canción del emigrado 

En ciudades ajenas venimos al mundo 

y las llamamos patria, mas breve es 

el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres. 

Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda 

el gran aro del sol 

ardiente, a través del cual, como en el circo, 

salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas 

contemplamos las obras de viejos maestros 

y, sin asombro, en añejos cuadros vemos 

nuestros propios rostros. Habíamos existido 

antes, e incluso conocíamos el sufrimiento, 

nos faltaban tan sólo las palabras. En la iglesia 

ortodoxa de París los últimos rusos blancos, 

encanecidos, rezan a Dios, varios lustros 

más joven que ellos y, como ellos, 

impotente. En ciudades ajenas 

permaneceremos, como los árboles, como las piedras. 

(Versión de Elzbieta Bortkiewicz) 

Le decía a Ramón González Correales esta mañana por Whatsapp que las erratas en los textos surgen solas, como la materia y el colapso de función de onda en la Mecánica Cuántica. Estoy convencido de que todos esos errores y faltas de concordancia que uno encuentra cuando repasa su propio texto no existían antes, y que son sin duda producto de la interacción del observador con la realidad probabilística de aquella tontunada sentimental que le dio por escribir ayer. Ni se te ocurra volver a repasar otra vez tu texto, o brotarán del azar como chinches otras tantas erratas, eso que antes entremetían maliciosamente los llamados “duendes de la imprenta”. Pues ahora se me ocurre pensar que algo parecido sucede con la poesía. El poeta se pone frente al folio en blanco -hay que asesinar al cisne…- con una vaga y brumosa intención, que mientras está en el aire consiste en un abanico de posibilidades no infinito, pero sí indeterminado. Luego se pone a concretarlo con buena voluntad y esmero, y si consigue fijar o materializar en palabras la velocidad de su reflexión, se le escapa la posición de su objeto, o viceversa. Todo poema es un poema de Schrödinger, que permanece abierto y en una suerte de nube estadística hasta que la acción del poeta ilumina el proceso y aparece como por arte de magia la partícula correspondiente en perfecto estado de revista. Por eso hay que hacer con la poesía como con la prosa: rematar de una vez la idea y su expresión antes que esperar a que ésta finalice sola, porque si no no acabarás nunca, como ya apuntaba Macedonio Fernández. La poética de Zagajewski era muy así, cuántica, pero no en el sentido de loca y caótica, sino en el sentido de que al no estar muy encorsetada formal ni materialmente gracias a ello se daba lugar a sorpresas intuitivas que tan sólo aparecían en el curso de la escritura, encajando perfectamente en ella como si hubieran estado ahí desde el principio. Otros versos eran posibles para expresar ese mismo sentimiento, esa perplejidad, esa visión, y de hecho allí siguen, vivos y no vivos, superpuestos y entrelazados, quizás en universos paralelos de sentido… 

En la belleza creada por otros 

Sólo en la belleza creada 

por otros hay consuelo, 

en la música de otros y en los poemas de otros. 

Sólo otros nos salvan, 

aunque la soledad sepa a 

opio. Los otros no son el infierno, 

si se les ve temprano, con sus 

frentes puras, lavadas por sueños. 

Por eso me pregunto qué 

palabra debería utilizarse, “él” o “tú”. Cada “él” 

es una traición a un cierto “tú” pero 

a cambio el poema de alguien 

ofrece la fidelidad de un grave diálogo. 

(De Temblor, 1985) 

Que la tierra le sea leve a Adam Zagajewski, poeta del Este. Europa del Este no sabemos si tiene o no solución, y qué sería una “solución” en casos como este, pero lo que es seguro es que tiene mucha poesía por desgranar todavía, como la corteza rugosa y triste de un árbol viejo, inclinado y robusto bajo un cielo nublado a la que se le pueden aún seguir arrancando lascas con los dedos. De modo inocente, indolentemente, mientras se está charlando de otras cosas -políticas, segura y desdichadamente-, como si no pasara nada, lo cual es cierto… 

Adam Zagajewski: la serena sensibilidad de un poeta polaco

Ramón González Correales

Ahora, cuando oigo a tanta gente, a tantos jóvenes, que han nacido y viven en un país como éste (a pesar de todo), con mucho más que sus necesidades cubiertas, quejarse de lo mal que viven, de todo lo que no pueden hacer,  de todo lo que les falta, de las posibilidades  que la epidemia de covid les ha limitado, me suelo acordar de la sensación neta que tuve leyendo, hace ya algunos años, Berlin” de Anthony Beevor.  No ya de lo que ocurrió en 1945, en la toma de esa ciudad, sino de lo que les sucedió al algunos países del este en esa guerra que se prolongó seis años y superó todas las cotas de crueldad de la historia. Por ejemplo, a Polonia. Primero las botas y las tanques de los nazis avanzando hacia el este, insomnes de metanfetamina y crueldad, a la vez que, por el otro, lado los “comisarios del pueblo” rusos realizaban la “Masacre de Katyn” alentados por aquel fatídico pacto entre dos genocidas. Luego la retirada, ya vencidos, pero volviendo a hacer política de tierra quemada por donde pasaban. Por fin los rusos avanzando hacia el oeste y vengándose, en los supervivientes de esas tierras, de las infamias de sus propias desdichas. Tres catástrofes del destino juntas, sin casi tiempo para respirar, llenando la tierra de millones de muertos que antes tenían vida, familias, sueños, cultura y quizá a los espíritus supervivientes de una niebla muy oscura de los que muchos no salieron nunca. Porque todavía les quedaban setenta años de dictadura comunista como premio a su acreditada capacidad de sufrimiento.

Video de Youtube sobre masacre de Katyn

Es por eso que resulta asombroso que mujeres y hombres que sufrieron esas experiencias lograran reponerse y no suicidarse, ni llenarse de resentimiento, ni dejarse ganar por un nihilismo que hubieran tenido más que justificado sobre todo porque, además, los intelectuales eximios que gozaban del vino y las rosas del Barrio Latino defendían la realidad que ellos vivían como el paraíso en la tierra y estaban prestos a disparar sus dardos muy bien afilados a cualquiera que se atreviera a decir lo contrario aunque viniera de Cracovia y hubiera vivido todo eso. Sin embargo gente como Zbigniew Herbert, Tadeusz Różewicz, Wisława Szymborska, Miron Białoszewski, Stanislaw Grochowiak o Czesław Miłosz se plantearon volver a pensar, volver a hacer poesía, no renunciar a gozar y a reflejar la posibilidad de la alegría, la serenidad o la belleza en el mundo.

Evidentemente desarrollaron muchas reticencias a ciertas filosofías que veían muy ligadas a lo que había ocurrido. Al  Übermensch, más allá del bien y el mal, de Nietzsche no dejaban de asociarlo a los asesinos de las SS; consideraron que la necesidad histórica de Hegel justificaba de alguna manera los gulags y, su visión del estado, el totalitarismo que sufrían. Lo resumió ya en 1987 Czesław Miłosz de esta forma: “Las ideas universales ya hace mucho tiempo que habían perdido su sabor para nosotros, los de Vilnius, Varsovia o Budapest, lo cual no quiere decir que lo hicieran en todas partes. Los jóvenes caníbales que, en nombre de principios inquebrantables, asesinaban a la población de Camboya eran discípulos de la Sorbona y, simplemente, se esforzaban por poner en práctica lo que habían leído en los filósofos. Puesto que nosotros habíamos visto con nuestros propios ojos hasta dónde llegan las cosas si en nombre de una doctrina se violan las costumbres, es decir todo lo que crece durante siglos de manera paulatina y orgánica, podíamos sólo pensar con horror en la red de absurdos en que cae una mente humana insensible a la repetición de sus errores”

Por eso resulta me resulta tan sorprendente encontrar a poetas, a escritores como Wislawa Szymborska, Czesław Miłosz o Adam Zagajewski, ya de otra generación pero también marcado por la experiencia del exilio. Reconozco que son los únicos a los que he leído, sobre todo a la primera a la que vuelvo con mucho placer y mucha frecuencia precisamente para que me recuerde las posibilidades de gozo de la vida cotidiana aunque estén cayendo chuzos de punta, aunque se fuera ya muy vieja y se viviera en un piso pequeño donde nunca faltaban los bombones, ni el brandy ni el humo de algún cigarrillo. Ni desde luego la conversación y el cuidado de las palabras escritas que, asombrosamente, tan bien se traducen la español, lo que permite disfrutar mucho los versos.

Conocí a Adam Zagajewski a través del artículo que Santiago Galán publicó en esta revista. Encontré “Dos ciudades” y recuerdo que me lo tragué casi entero en un viaje en tren, asombrado por su capacidad narrativa, por los matices y la distancia, la serenidad y la cordura, con que era capaz de contar su infancia y su azarosa vida, lo que la guerra hizo con su familia que tuvo que emigrar de Lvov a Gliwice en 1945 casi con lo puesto pero llevando consigo un mundo entero: “Nosotros formábamos parte de la intelligentsia (es decir, de una burguesía sin dinero), nosotros hablábamos distintas lenguas, leíamos libros, contemplábamos cuadros. Y éramos gente sin hogar, habíamos venido de Lvov. Y el subarrendatario, sólo tolerado por mis abuelos a regañadientes, me parecía alguien que se adaptaba mejor a la realidad, alguien más fuerte y más familiarizado con su entorno. Todo un extraño” Me recordó lo que cuenta Michael Ignatieff de la infancia de Isaiah Berlin o lo que refiere Steiner de esos mismos tiempos. Había un mundo destruido pero persistia en la memoria de los que lo vivieron como prueba de que alguna vez existió y algunos de ellos iban a ser capaces de narrarlo para que no se perdiera y, en parte, volver a recrearlo en algunos de sus mejores aspectos con la actitud consciente de sus propias vidas.

Hoy me entero que ha muerto y el azar me permite encontrar con facilidad algunos poemas suyos que me parecen perfectos para conocerlo y para despedirlo. Para no olvidar algunas cosas esenciales que han resistido los peores cataclismos y han permitido volver a recuperarse: la música, la poesia, el conocimiento, el arte, la cultura verdadera.

Autorretrato

Entre ordenador, lápiz y máquina de escribir
se me pasa la mitad del día. Algún día se convertirá en medio siglo.
Vivo en ciudades ajenas y a veces converso
con gente ajena sobre cosas que me son ajenas.
Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich.
En la música encuentro la fuerza, la debilidad y el dolor, los tres elementos.
El cuarto no tiene nombre.
Leo a poetas vivos y muertos, aprendo de ellos
tenacidad, fe y orgullo. Intento comprender
a los grandes filósofos -la mayoría de las veces consigo
captar tan sólo jirones de sus valiosos pensamientos.
Me gusta dar largos paseos por las calles de París
y mirar a mis prójimos, animados por la envidia,
la ira o el deseo; observar la moneda de plata
que pasa de mano en mano y lentamente pierde
su forma redonda (se borra el perfil del emperador).
A mi lado crecen árboles que no expresan nada,
salvo su verde perfección indiferente.
Aves negras caminan por los campos
siempre esperando algo, pacientes como viudas españolas.
Ya no soy joven, mas sigue habiendo gente mayor que yo.
Me gusta el sueño profundo, cuando no estoy,
y correr en bici por caminos rurales, cuando álamos y casas
se difuminan como nubes con el buen tiempo.
A veces me dicen algo los cuadros en los museos
y la ironía se esfuma de repente.
Me encanta contemplar el rostro de mi mujer.
Cada semana, el domingo, llamo a mi padre.
Cada dos semanas me reúno con mis amigos,
de esta forma seguimos siendo fieles.
Mi país se liberó de un mal. Quisiera
que le siguiera aún otra liberación.
¿Puedo aportar algo para ello? No lo sé.
No soy hijo de la mar,
como escribió sobre sí mismo Antonio Machado,
sino del aire, la menta y el violonchelo,
y no todos los caminos del alto mundo
se cruzan con los senderos de la vida que, de momento,
a mí me pertenece.

Versión de Elzbieta Bortkiewicz

Wislawa Szymborska y Czeslaw Milosz, en 1998 . fotografía de Krzysztof Wojciewski

A mí mismo en mis memorias

Fluye, fluye, nube gris,
se abre la flor de la peonía,
nada te une ya a esta tierra,
nada te une ya a este cielo.

Delira en la canícula el jardín,
un gato da bostezos en el porche.
Caminas por la calle de los tilos
en flor, de qué ciudad, lo ignoras,

en qué país, no lo recuerdas.
Brillan livianos los estorninos,
la noche se aproxima suavemente,
juegan al escondite los capullos de las rosas.

Eres tan sólo un sueño, una imagen,
sólo un anhelo eres.
Cuando te vayas, como las nubes,
se teñirá de bronce tu recuerdo.

Y rondarás los ríos
y las sombras de los árboles,
pero naufragarás en la tierra, en la tierra, en la tierra.

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