I left my heart in (Quique) San Francisco

Si uno tiene cierto ánimo aventurero, la muerte podría afrontarse como el turismo absoluto. Pon que hayas exprimido todo lo que has podido las experiencias a la que pudiste echar la zarpa, pon que has viajado por todo el mundo, probado todos los manjares y jamás perdonado un encuentro sexual del tipo de sea… Pon que te hayas atrevido con todo, habiendo salido casi indemne, como un Fausto que en vez de negociar con Mefistófeles se lo zampó en cuanto abrió la boca y desde entonces lleva el diablo en el cuerpo como aquel personaje de Raymond Radiguet… Pues en tal extraordinario caso, lo único que te quedaría por hacer en la vida sería decidirse a dar el salto supremo, definitivo, hacia lo completamente desconocido, sobre todo si la alternativa fuese nada más que languidecer eternamente decrépito y medio ciego junto a la fuente del tedio inmortal como en Los viajes de Gulliver. La verdad es que para eso mejor abrir la negra puerta, a ver qué hay al otro lado. Sea lo que sea, temporal o eterno, obliterado o abierto, se debe reconocer que tiene que ser algo -o nada- completamente nuevo. Si es usted uno de esos emprendedores o publicistas cuyo único alimento es la novedad radical en todo y el elogio a la obsolescencia programada, pruebe sin dudarlo con la muerte: exotismo y exclusividad garantizadas sin que ninguna gentuza vulgar venga jamás a molestarle. Ese podría ser el eslogan subnormal -dicho esto en el sentido de Manolo Vázquez Montalbán- de una marca revolucionaria de pompas fúnebres patrocinada por Amazon: “La muerte como la última orilla… ¿Por qué no arriesgarse a nadar hacia alta mar?”

Quique San Francisco, que ha fallecido hoy por una combinación fatal de sus inveterados y muchos vicios con esta pandemia bobalicona que se ceba especialmente con los tabaquistas y los ancianos, no parecía un aventurero de esos que digo. Yo le veía más bien acomodaticio, como yo. Podría haber durado perfectamente treinta años más en la cámara en penumbra de Jonathan Swift, rodeado de colegas desparramados por el suelo y metiendo de vez en cuanto la lengüita en la pila de la eterna senectud, pero no ha podido ser. Allí donde le veíamos, rubito querubín, ojos glaucos y marcadamente saltones, voz aguardentosa que saboreaba las palabras antes de dejarlas libres, boca de alpargata y apellido de ciudad gay con un gran sol y calles empinadas, no era un tipo tan golfo como pensábamos. En realidad, hasta le encantaba su trabajo, y era bastante culto al respecto. Lo que ocurre es que nos hemos tragado sin rechistar su imagen de chungo de las viejas pelis de Eloy de la Iglesia, a lo que se añadió esa pose de “pisoteado por la vida en modo megüentodo” que ofrecía en los monólogos del Club de la comedia (recuerdo uno muy bueno en que empezaba diciendo que él no pensaba visitar al hijo recién nacido de un amigo, porque al fin y al cabo qué le puedes llevar de regalo a un bebé… ¿un peluquín?).

Quique San Francisco no tenía nada de Bukowsky español, Quique San Francisco empezó en esto del cine con seis años y era entonces la viva estampa de Tadzio, el pecado hecho niño del que se enamoró locamente en su ardiente imaginación Thomas Mann en La muerte en Venecia. Con seis años, claro, Quique aún no fumaba, ni trasegaba cervezas, así que se tomó su extraño oficio muy en serio, hasta hoy. Estaba estupendo en su última actuación, esa en la que por fin hacia de protagonista en primera persona -y no Jorge Sanz, por ejemplo- en un anuncio y bromeaba trágicamente con la endemoniada prisa que tenían los muertos recientes del Cielo Hispánico por llevarle con ellos -no recuerdo la marca de qué, pero tendría que haber sido de cervezas. Joder con la premonición. No obstante, yo encontraba en Quique San Francisco un no sé qué de extranjero, algo como de un estilo Rat Pack años cincuenta, como si fuera el hermano lechoso e ilegítimo de Sammy Davis Junior. Será por lo de la ciudad gay del enorme sol y las calles empinadas, supongo, que le daba un aire de galán internacional copa en mano. Es igual: que se reparta, pues, entre Fernando Fernán Gómez y Dean Martin, que se tome un café con el primero y un martini con el segundo. Y nosotros recordémosle tal como fue realmente en esta entrevista, no hace tanto tiempo y con gafas de señor serio en el agradable seno de una terracita de Madrid, entrevistado por un chico enrollado de la exitosa escuela de David Broncano:

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