V de Vendetta, The Road&nbsp y el último reducto de la libertad humana

  Freedom’s just another word for nothing left to lose.

  Kris Kristofferson, Me and Bobby McGee 

                                                                               

En V de Vendetta, el fantástico y lírico cómic de Alan Moore y David Lloyd de los ochenta, hay todo un relato encapsulado dentro del relato general que es casi más magistral aún que el conjunto entero de la trama. Se trata de cuando V (el único personaje del imaginario occidental, que yo sepa, que tiene y no tiene rostro, porque su rostro podría ser el tuyo y viceversa) encierra a Evey Hammond en  una cárcel falsa, haciéndola creer que ha sido capturada por la policía de ese futuro estado fascista británico de la ficción, un cuerpo de policía que en la fábula recibe el nombre de “la Mano” -muy en la estela, por cierto, del Leviatán de Hobbes, para el que el Estado es como una anatomía en la cual el rey simboliza la cabeza. Lo que viene después es tan extremo que parece mentira que Moore lo concibiera en unos años en los que el cómic norteamericano e inglés no daban para mucho más que para las aburridas arengas patrióticas del Capitán América, las piruetas atribuladas de Spiderman o la interminable saga espacial de los Vengadores exprimiendo la guerra Kree/Skrull. A saber: pese a que la quiere con toda su idealidad trascendente, V tortura a Evey cruelmente, como en las comisarías de los escuadrones salvadoreños de la muerte, llevándola hasta las puertas de la desesperación, pero a cambio le ofrece una diminuta esperanza, un rayito de luz, el mismo que recibió él cuando estuvo verdaderamente encarcelado y todavía era una frágil persona y no la encarnación de la Cultura Humana Libre. Esa esperanza es una larga carta, que no voy a referir aquí, en la cual Evey aprende que, ocurra lo que ocurra, hay algo en el interior de cada uno de nosotros que nunca puede serte arrebatado si tú te aferras a ello fuertemente, una suerte de intimidad irrenunciable e irreductible que constituye algo así como el corazón más profundo de la condición humana y que Moore, en esta historia para adolescentes (y ese es su encanto, que tal preciosa ingenuidad no hubiera podido tener lugar en una novela ambiciosa para adultos, lo mismo que sucede con Blade Runner…), pondera en positivo, como un núcleo de libertad inconquistable que se manifiesta como mucho más cercano al espíritu de Kant que al de Sartre.

Moore viene a recalcar que cuando alguien ha tocado ese núcleo, esa especie de fibra última insobornable, o al menos ha llegado a ser consciente de él, entonces ya nunca más sentirá miedo, en el sentido de miedo a uno mismo, a fallarse a sí mismo o a esa divinidad mortal y nouménica que cada uno portamos dentro. V entonces lo que ha hecho es infligir un dolor y una humillación tremendos a Evey  a fin de hacerla libre, como en la frase paradójica de Rousseau en El contrato social, “debe obligarse a los hombres a ser libres”, y no soy yo quién para juzgar la grandeza y brutalidad de semejante giro de guion. Ante todo porque seguramente nada de esto sea cierto, y cualquier refinada técnica de tormento actual pueda convertir al más noble y firme de los seres humanos en un revoltijo de gemidos y vísceras tal que implore clemencia y delate hasta a su propia madre, como sucede al final del terrible sin concesiones 1984 de Orwell, la novela más representativa e inconfundible del s. XX. Pero en el cómic (también en la película de los Hermanos Wachowski, que en todo lo demás fracasa estrepitosamente a causa primero de haber querido satisfacer en exceso el ego profesional de Natalie Portman, y después por tratar de darnos gato/democracia por liebre/anarquía…) el episodio es tan bello y está tan bien contado que bien merece que lo dejemos caer cerca de nuestros hijos como quien no quiere la cosa al llegar a los 14 o 15 años…

Pues bien, en la novela de 2006 de Cormac McCarthy, La carretera -The Road- se lanza un recado parecido. Toda la crítica ha querido ver, en el libro y en la adaptación cinematográfica, el pesimismo más sombrío jamás plasmado en un relato de ciencia-ficción o de realidad alternativa, pero esto es una apreciación falsa, primero porque mucho más duro y atroz sin comparación es el mencionado 1984 de George Orwell, y luego porque McCarthy sí concede al lector una motita de esperanza, y a esa esperanza la llama “el fuego”. Un padre y un hijo viajan por un planeta completamente hecho cenizas -completamente masculino también, por cierto-, y el “fuego” tan sólo consiste en algo tan básico como no convertirse en un caníbal. Tienen “fuego” aquellos que en el fin agónico del mundo, un fin del mundo que es como unos títulos de crédito al fin de una película que no acaban de terminar nunca (quiero decir: que lo realmente espantoso de The Road no es que escenifique el fin del mundo, eso ya se ha hecho mucho, es que ese fin del mundo podría durar eternamente como tal fin[1]), tratan a los demás como personas con pleno sentido, y no como carne fresca. La novela es ciertamente deprimente en grado sumo porque su argumento se podría sintetizar en “cómo podría un padre explicar a su hijo el fracaso absoluto de la humanidad, de la estirpe de la que procede”, y McCarthy hace que sencillamente el padre quede mudo al respecto y sólo tenga para él esa vaga quimera o bobo placebo consolador del dichoso “fuego”. El “fuego” podría ser para McCarthy el fuego prometeico, pero uno se teme que no, que no va a haber segunda parte tras esa destrucción -como sí la hay en La peste escarlata, de Jack London. El “fuego” se queda, entonces, en ese fondo insobornable que V hace descubrir a golpes a Evey, y ya en el cómic no todos lo tienen: para tomar posesión de él se debía superar una prueba en el límite entre la vida y la muerte. En The Road no es así, no hay prueba, porque el “fuego” es menos cristiano que la αὐτάρκεια de Moore, menos agustinista por decirlo así, y mucho más interpersonal. No se posee el fuego, sino que lo poseemos entre unos pocos, los últimos hombres decentes que resten en medio de la Carta de Ajuste sin final de la Historia Universal… 

McCarthy se planta ahí, ya no cuenta más. Escribe una historia que carece de principio, de modo que carece también de final. Pero no creo que sea del todo sombría y pesimista, precisamente porque a algunos supervivientes les queda al menos lo esencial, eso que sigue ardiendo tenuemente incluso cuando se les ha arrebatado todo lo demás[2]. McCarthy no critica nada, no insinúa que ese “todo lo demás” perdido fuera superfluo, vanidad de vanidades y todo vanidad. Al contrario: hace que sus personajes lo echen de menos con todas sus fuerzas, como un paraíso imposible de recuperar. Les concede eso, como un dios tacaño de la narrativa distópica, “no tendréis nada, excepto lo esencial”, que es, ya digo, mucho más de lo que ofreció antaño Blair/Orwell -mis alumnos de Bachillerato están leyendo 1984 y se les cae el alma al suelo… Y lo esencial sería algo así como la dignidad humana tal como la entendía Kant, en tanto aquella capacidad que un individuo debe conquistar por sí mismo de actuar conforme a la determinación libre de su voluntad. En The road esa libertad y/o dignidad están ocultas entre la miseria y el terror del entorno, mientras que en V de vendetta Moore las subraya explicita, dramáticamente. Pero fueron también tematizadas en algunos filósofos posteriores a Kant pero de raigambre kantiana en algunos extraños y selectos párrafos poco conocidos de encendido idealismo -o tan encendidos como el frágil fuego de McCarthy- y que tal vez merezca la pena rescatar ahora, por si alguna vez es necesario avivar la llama:   

Rousseau dice que hay quien se tiene por amo de otros cuando, en realidad, es más esclavo que ellos. Podría haber dicho aún con más propiedad que cualquiera que se crea señor de otros es él mismo un esclavo. Si no siempre lo es de hecho, tiene a buen seguro un alma de esclavo y se arrastrará infamemente ante el primer hombre que sea más fuerte que él y venga a sojuzgarlo. Sólo es libre quien quiere liberar a todos los que le rodean

Gottlob Fichte. O:   

            Sólo soy verdaderamente libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de ser un límite a la negación de mi libertad, es, al contrario, su condición necesaria y su confirmación. No me hago libre verdaderamente sino por la libertad de los otros, de suerte que, cuanto más numerosos son los hombres libres que me rodean y más vasta es su libertad, más extensa, más profunda y más amplia se hace mi libertad. Es, al contrario, la esclavitud de los hombres la que pone una barrera a mi libertad”

Mijaíl Bakunin. De nuevo, Bakunin: 

La libertad de todos, lejos de ser una limitación de la mía, como lo pretenden los individualistas, es al contrario su confirmación, su realización y su extensión infinitas. Querer la libertad y la dignidad humana de todos los hombres, ver y sentir mi libertad confirmada, sancionada, infinitamente extendida por el asentimiento de todo el mundo, he ahí la dicha, el paraíso humano sobre la tierra. Pero esa libertad sólo es posible en la igualdad. Si hay un ser humano más libre que yo, me convierto forzosamente en su esclavo; si yo lo soy más que él, él será el mío. Por tanto, la igualdad es una condición absolutamente necesaria de la libertad. 


[1] Lou Reed concibió un infierno parecido en Metal Machine Music. El último surco del vinilo se cerraba sobre mismo, de tal manera que si el oyente no quitaba personalmente el disco este podía emitir sus últimos ruiditos eternamente. Hay que ver el daño que hacen ciertas drogas, semejante al de pasar un rato en la cabeza de Kafka o en la de este irlandés loco de remate.

[2] En la película hay una escena en la que la luz blanca prende la cruz de una iglesia, pero eso no está en la novela. 

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