John Fante o la lumpenliteratura

«Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos»

Mateo, 5,3

Mi problema con superventas como El infinito en un junco es que son libros que contemplan y ejercen la literatura desde fuera. Desde fuera, en efecto, es fácil presentar la historia de la literatura como la búsqueda de una suerte de tesoro de valor intangible, y la propia lectura como un refugio de ensueño y cultura frente a las adversidades de la vida. Como puedes contar con que tus lectores son lectores nuevos -al igual que los romanos hablaban de nuevos hombres, homo novus-, ya que si no no estarían leyendo esa especie de preparación a la lectura tuya, entonces puedes también confiar tranquilamente en que se acercan a la literatura desde fuera, todavía más si les estás hablando de literatura grecolatina -lo cual tiene cierto mérito por parte de Vallejo, desde luego, ya que es una forma de literatura muy grande pero sin prácticamente novela, algo hoy inconcebible. Sin embargo, esa perspectiva turística de la literatura no es, desde luego, la única, ni siquiera la más originaria. Se puede, claro, ser un nativo de la literatura, por así decirlo, y entonces no lees El infinito en un junco, lees directamente a Marcial en la edición de Gredos. Y esto es lo que raramente suele ocurrirles a los lectores de Vallejo. Ellos, creo yo, adquirirán sin duda el siguiente grueso ensayo de la filóloga (¿literaturas orientales medievales esta vez, Historia de Genji y demás?), pero no acudirán a las fuentes, no preguntarán al librero por la Anábasis de Jenofonte. Hacen bien, porque las fuentes son -no deben llamarse a engaño-, enormemente más arduas que la versión edulcorada que Vallejo ofrece de ellas, y cualquiera que se ponga a leer de manera desapercibida un diálogo breve de Platón bajo la conseja biempensante de que el filósofo fue un gran escritor se va a encontrar con filosofía de verdad, trabalenguas de verdad y ralladuras mentales de verdad. Si usted coge a Marcial, Jenofonte o Platón como si yo abriera el capó de un coche dispuesto a perpetrar una reparación conforme a las instrucciones de un tutorial de Youtube, mejor vuelva a Vallejo, Reverte o Coelho, respectivamente.

Con la obra novelística de John Fante sucede exactamente lo opuesto, a mi juicio, que consistiría en que es bastante mala, pero toda de verdad. Es literatura fácil de leer, para lectores noveles, cortita y cortita, en los dos sentidos del término, pero es literatura hecha desde dentro de la literatura, entrañada, envulvada, y no desde fuera. La tetralogía de Arturo Gabriel Bandini es de los años treinta, y es la primera vez, hasta donde yo sé, que en EEUU se practica la novela picaresca. Bandini no sólo es lo que después se ha llamado un anti-héroe, es además el tipo más patético, cobarde, racista, misógino y despreciable que haya protagonizado nunca una saga narrativa, puesto que no tiene ni siquiera los mínimos arrestos para robar, estafar o engañar, así que ni para pícaro sirve. Bandini es el “hombre del subsuelo” a la americana, lo cual resulta bien difícil, ya que ni posee la verborrea del personaje de Dostoievski ni su guarida subterránea desde la que juzgar el mundo visto en contrapicado, es decir, desde los pies. Intenta proferir, escupir, esa verborrea, el pobre Bandini, pero se repite constantemente imitando mal al tridente catacrocker alemán (Schopenhauer, Nietzsche, Spengler…) E intenta también reptar a un piso cochambroso en Bunker Hill donde esconderse y lamer sus heridas -esa literatura como refugio a lo Vallejo aquí no cobija lo más mínimo-, pero es que malvive en Los Ángeles, y no hay bicho viviente que pueda resistirse a salir a penar bajo el sol de California, el mismo sol que más adelante tostará la nuca descreída y alcohólica de Henry Chinasky. De modo que Bandini no puede evitar exponer su pellejo y su cuarteada personalidad en la calle, aunque sea para perder el tiempo, para sufrir humillaciones y para acosar mujeres desde su invencible timidez (también para matar animales, que son los únicos seres vivos que siente por debajo de él; el mejor episodio de la tetralogía, el realmente magistral, es, para mí, la absurda matanza de cangrejos a tiros de Camino de Los Ángeles, la primera en escribirse y la última en publicarse).

Bunker Hill

Es Los Ángeles, sí, pero de la Gran Depresión. El sol es un brasero inclemente, y Bandini tan sólo frecuenta la hez de la sociedad y los trabajos más tirados, sucios y duros. De Bandini salen de un tirón, como su progenie maldita y necia, “La senda del perdedor”, como digo, Taxi Driver, John Cheever, Raymond Carver, J. Kennedy Toole, Richard Prior, Bill Hicks, Michel Houllebecq y hasta Torrente el brazo facha de la ley. Bandini tiene arrebatillos puntuales de delirios de grandeza, quiere ser escritor (no es un gran escritor, como el propio Fante), pero esos momentos de euforia iracunda o de rabia desclasada brotan en realidad de la conciencia de su propia estolidez, de su complejo de italoamericano sin pedigrí ni porvenir, de una especie de bajo continuo de lo que podríamos denominar ahora “delirios de bajeza” o “de pequeñeza”, que son mucho más reales y constantes que los otros. Pero al menos Bandini sabe insultar con algún arte, muy de vez en cuando, como en mi favorito, por ser el menos triste, Camino de los Ángeles

Entonces volvió la chica. Venía sola. Pues no…, no venía sola. Detrás de ella, invisible hasta que la chica se apartó, había un hombrecillo. Aquel hombre era Bajito Naylor. Era mucho más bajo que yo. Era muy delgado. Las clavículas le sobresalían. No tenía dientes que valiera la pena mencionar, sólo un par, que era peor que ninguno. Sus ojos eran como ostras añejas en papel de periódico. En las comisuras de la boca tenía unos pegotes de tabaco de mascar que parecían de chocolate seco. Tenía expresión de rata a la espera.

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Ese mismo tono de cordialidad y cálida humanidad rige todas las relaciones de Bandini con el mundo, con su mundo. Los críticos y las editoriales se pusieron después de la guerra de acuerdo para vender esto como Dirty Realism, pero para “realismo sucio” el Lazarillo de Tormes o el Buscón de Quevedo. Fante inaugura más bien la literatura/lumpen, Bandini es un exhombre como los de Gorki, es literatura rusa en la Costa Oeste de los triunfantes y podridos Estados Unidos de América. Si John Fante escribiera bien, con estilo y sensibilidad, podría haber sido un Chéjov, pero como se las bandea como puede, igual que su alter ego Bandini, es sólo el histrión doliente de sí mismo, pero un histrión con una gran audacia literaria, a falta de la otra. Porque hay que ser verdaderamente audaz para exhibirse de esta manera, en los años treinta, tiempos en los que las guerras no nos habían enseñado todavía la desesperación, ni el métete-en-tus-propios-asuntos que tanto gusta en Norteamérica; y, sin embargo, Fante hace esto, denuncia esto:

Su piel era color castaño oscuro. Lo noté porque sus dientes eran muy blancos. Eran unos dientes brillantes, como una fila de perlas. Cuando vi lo negro que era, supe de repente qué decirle. Era algo que podía decírselo a todos. Cada vez que lo dijera sería una humillación. Lo sabía porque también a mí me había humillado algo parecido. En primera enseñanza, los chicos solían hostigarme llamándome espagueti y macarroni. Y siempre me dolía. Era una sensación de infelicidad. Solía hacer que me sintiera despreciable e indigno. Y sabía que al filipino también le haría daño. Era tan fácil de hacer y estaba tan a mano que me reí en silencio de él, y me invadió una sensación de confianza y frescura, de gran tranquilidad. No podía salirme mal. Me aproximé a él y acerqué mi cara a la suya, sonriendo como él sonreía. Se dio cuenta de que iba a pasar algo. Su expresión cambió inmediatamente. Se quedó a la espera.

Dame un cigarrillo —dije—, negrito.

Le dio de lleno. Ah, y cómo le dolió el pepinazo. Inmediatamente se produjo un cambio, una mutación de sentimientos, el paso de la ofensiva a la defensiva. La sonrisa se le congeló en la cara y la cara se le petrificó: quiso mantener la sonrisa, pero no pudo. Ahora me odiaba. Su mirada se intensificó. Era una sensación maravillosa. Cabía la posibilidad de que disimulara la vergüenza. Estaba al alcance de todo el mundo. A mí me había pasado lo mismo. Cierto día una niña me llamó macarroni en una tienda. Yo sólo tenía diez años, pero al instante odié a la niña del mismo modo que el filipino a mí en aquellos momentos. Había querido invitarla a un helado de cucurucho. No aceptó, alegando: mi madre me ha dicho que no me junte contigo porque eres macarroni. Y resolví repetírselo al filipino.

La verdad es que no eres un negrito —dije—. Eres un maldito filipino, que es peor.

Pero ya no tenía la cara ni castaña ni negra. La tenía morada.

Un filipino amarillo. ¡Un maldito extranjero oriental! ¿No te resulta inquietante tener blancos cerca?

No quería hablar de aquello. Negó rápidamente con la cabeza.

La leche —dije—. ¡Mírate la cara! Eres amarillo como un canario.

Y me eché a reír. Me doblé por la cintura dando aullidos. Le señalé la cara con el dedo y chillé hasta que ya no pude fingir que la risa era auténtica. Tenía la cara petrificada de dolor y humillación, la boca abatida por la impotencia, como una boca empalada, insegura y dolorida.

¡Caray, chico! —dije—. Casi me la pegas. Desde el primer momento pensé que eras un negrito. Y ahora resulta que eres amarillo.

Entonces se relajó. Aflojó el atasco de la cara. Esbozó una débil sonrisa de gelatina y agua. Los colores desfilaban por su cara. Se miró la camisa y se quitó una mota de ceniza de cigarrillo. Levantó la mirada.

¿Mejor ya? —preguntó.

¿Y a ti qué te importa? —dije—. Tú eres filipino. Los filipinos no os mareáis porque estáis acostumbrados a esta guarrería. Yo soy escritor, hombre. Un escritor americano, hombre. No un escritor filipino. Yo no nací en las Filipinas. Nací aquí, en la buena tierra americana, al pie de las barras y las estrellas.

Se encogió de hombros, probablemente sin entender mucho de lo que le decía.

Yo no escritor —dijo sonriendo—. No, no, no. Yo nací Honolulú.

Ahí lo tienes —dije—. Ésa es la diferencia. ¡Yo escribo libros, hombre! ¿Qué esperáis los orientales? Yo escribo libros en mi lengua materna, el inglés. No soy un oriental pringoso.

¿Mejor ya? —repitió.

Pero ¿qué esperáis? —dije—. ¡Yo escribo libros, so panoli! ¡Mamotretos! No nací en Honolulú. He nacido aquí, en la buena y querida California Sur.

Arrojó el cigarrillo hacia el mingitorio de enfrente. Dio en la pared y saltaron chispas, pero no aterrizó en el mingitorio, sino en el suelo.

Me voy —dijo—. Tú vienes pronto, ¿no?

Dame un cigarrillo.

No cigarrillo. —Se dirigió a la puerta—. No hay más. El último.

Pero del bolsillo de la camisa le sobresalía un paquete.

Filipino amarillo y mentiroso —dije—. ¿Qué es eso?

Sonrió como un bendito, sacó el paquete y me ofreció uno. Era una marca barata, de diez centavos. Aparté el paquete con la mano.

Tabaco filipino. No, gracias. Yo no pruebo esas cosas.

Le pareció estupendo.

Yo veo después a ti —dijo.

No si te veo yo antes.

Se fue. Oí sus pasos alejándose por el sendero de grava. Ya estaba solo. La colilla que había tirado el filipino seguía en el suelo. Le arranqué la parte mojada y me la fumé hasta que me quemó los dedos. Cuando ya no pude sujetarla, la aplasté con el pie. ¡Toma ya! Y la trituré hasta reducirla a un pegote marrón. No me había sabido como los cigarrillos normales; en cierto modo, sabía más a filipino que a tabaco.

Brutal. O se atreve, Fante, al delirio, a la autoparodia, a cabrear y exasperar al lector de esta guisa:

Señoras y caballeros de la comisión, de la comisión tetuda, de la comisión peluda y concienzuda, lo escribí yo, señoras y caballeros, lo escribí yo. De verdad que sí. No lo negaré: una tímida propuesta, si se me permite decirlo, una nadería. Pero gracias por sus amables palabras. Sí, los quiero a todos. Sinceramente. Amo a todos y cada uno de ustedes, anís, parchís, París, ¡achís! Amo especialmente a las mujeres, a la fémina, la fe y la mina. Que se desvistan y se adelanten. De una en una, por favor. Tú, despampanante golfa rubia. A ti te tendré la primera. Aprisa, por favor, tengo el tiempo justo. Tengo mucho que hacer. Hay poco tiempo. Soy escritor, ya sabes, mis libros, ya sabes, la inmortalidad, ya sabes, la fama, ya sabes, ya conoces la Fama, ¿no? Fama, la conoces, ¿no? La fama y todo eso, bah, bah, un simple incidente en el tiempo del hombre. Yo me limito a sentarme en esa mesita de ahí. Con un lápiz, sí. Un regalo de Dios…, ni la menor duda al respecto. Sí, creo en Dios. Desde luego. Dios. Mi querido amigo Dios. Ah, gracias, gracias. ¿La mesita? Desde luego. ¿Para el museo? Desde luego. No, no. No es necesario cobrar entrada. Los niños: que pasen gratis, sin pagar. Quiero que todos los niños la toquen. Oh, gracias. Gracias. Sí, acepto el regalo. Gracias, gracias a todos. Ahora me voy a Europa y a las Repúblicas Soviéticas. La gente de Europa me espera. Gente maravillosa, esos europeos, maravillosa. Y los rusos, los quiero, mis amigos, los rusos. Adiós, adiós. Sí, os quiero a todos. Mi obra, ya sabéis. La totalidad: mi opus, mis libros, mis volúmenes. Adiós, adiós.

Me puse a escribir otra vez. El lápiz corría por la página. La página se llenó. Le di la vuelta. El lápiz siguió su trayecto. Otra página. De arriba abajo. Las páginas se amontonaron. Por la ventana entraba la niebla, tímida y fría. Pronto se llenó la habitación. Seguí escribiendo. Página once. Página doce.

Levanté la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo en que se apoyaba el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos. Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero nunca me había sentido mejor.

Un gran tipo, John Fante, pura literatura desde dentro, es decir, problemática, cruda, huérfana y patéticamente desnuda. No la cantará, no, Irene Vallejo, así que se tiene que conformar, John Fante, conmigo…

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7 Comentarios

  1. says: Ramón González Correales

    ¿Y porqué hay que elegir? ¿Porque no se puede leer a Irene Vallejo o a Fante o Proust o sobre todo por què no se puede descubrir a Platón a través de Irene Vallejo? ¿Por qué no? ¿Por qué hay que elegir y renunciar o identificar sólo lo valioso como lo difícil, lo trágico, lo que nos muestra escenarios vitales oscuros?. Hay gente para todo (por desgracia cada vez menos, que esté dispuesta a leer y que la lectura sea algo cotidiano y esencial para ellos).

    Somos distintos y además hay épocas. Quizá esa manera de plantearse la literatura como explorar las tinieblas y herirse con afilados cristales de dificultad que demostrarían la supuesta autenticidad de los textos es una herencia romántica, atrae mucho en una época juvenil y tampoco me parece mal. Hay gente a la que le sirve en algún momento de su vida para identificarse o refugiarse o impulsarse hacia otro lado. También para destruirse. Esta bien. Pero no solo Silvia Plath era una gran poeta también lo era también Szymbosrska que no metió la cabeza en un horno de gas y que tiene una poesía más optimista quizá con menos motivos. Creo que hay que leer a las dos porque en mi opinión la literatura permite también contemplar las cosas desde fuera y quizá vislumbrar espacios de amabilidad o esperanza que muy a menudo la puta vida se encarga de hacer pedazos o conseguir clavos a los que agarrarse para intentar que no nos pasen algunas cosas y salir de un río donde a veces nos ahogamos.

    Estoy seguro que hay mejor literatura que otra (sabes que estoy con Bloom) aunque siempre al final será cuestión de modas, opiniones y generaciones, no hay una medida objetiva.  Pero a veces a la buena literatura se llega leyendo un artículo de divulgación o a través de un libro como el de Irene Vallejo que alguien compra a ciegas para un regalo de cumpleaños porque está de moda y le descubre a un chico algunos nombres que luego le apetece explorar y sigue y sigue. No creo que haga daño a nadie aparte de la envidia que siempre producen los que venden libros a los que no los venden con todo lo que ellos han sufrido tragando sables y bebiendo botellas de ron. Tiene que haber escritores blanditos no todo va a ser beat  o Lowry.

    Por no hablar de la distracción. Grandes escritores se divertían leyendo novelas policiacas o viendo películas de vaqueros. No es fácil encontrar ni escribir novelas que te atrapen y te lleven a otros mundos y que te hagan olvidar el cancer que te está creciendo en el pecho. O que te mejoren el ánimo cuando te ha dejado un amor.. Lo que no quita que a veces apetezca meterse en otros vericuetos pero eso forma parte de un proceso y también de lo que uno se dedique en la vida. Por ejemplo tu visión de la filosofía es la de un profesional y es estupenda. Pero quizá a mi me sea muy difícil meterle el diente a Heidegger y prefiera leer cosas de divulgación sobre él con los riesgos que eso tiene, ya lo sé. Pero tampoco hay que leer continuamente con una pistola en el pecho ni dispararles demasiado a los escritores que no nos gustan demasiado. En España en estos momentos escribir sigue siendo llorar, a veces literalmente con las ostias que dan en las redes. Y ni siquiera ganan demasiado dinero ni los que lo ganan.

    En fin que planteas en el artículo las mismas emociones que Bukowski cuando conoció a Fante. Por casualidad había leído hace poco el prólogo que le hace a “Pregúntale al polvo”. Pongo aquí algunos fragmentos.

    Estupendo artículo por todo lo que lleva a plantearse

    “Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Angeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles.

    Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? “¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?”

    (…) “Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.

    Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. “El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera, Bandini. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.

    Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «1No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!».”

    (…) “Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al novelista este mismo año. Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión.

    Es todo. A partir de este momento, el libro pertenece al lector.”

  2. says: Óscar S.

    Es una discusión bizantina. Porque para leer como quien se come un caramelo de eucalipto sobra del todo la (necro)critica literaria como la que yo a menudo intento hacer por aquí, lo cual es perfectamente posible, pero es que además sobra también la lectura en general. Busquese usted -genericamente lo digo- una buena serie, que alguna habrá, y a tragar capítulos como un macho cabrio del entretenimiento. Siempre es muchísimo más fácil ver una película de Kiarostami que leer lo último de Elsa Ferrante. Mi postura es únicamente que ya que te metes en el lío de leer en vez de videar, pues métete hasta el fondo…

    (El chisme no me pone tildes)

  3. says: Ramón González Correales

    Es una discusión bizantina pero interesante. Dentro del universo literario probablemente haya niveles y también paladares que se han ido construyendo con el tiempo, en esa búsqueda que siempre se produce por diversos motivos. A mi no me parece mal que convivan todos esos libros en ese universo y que el lector elija y se equivoque y acierte y decida hasta donde se mete. Además en ese universo también, como lectores , están los propios escritores con sus talentos y sus miserias, con sus vidas y sus libros a veces tan divergentes o quizá nunca del todo.

    Querer ser escritor es un afán misterioso, algo que se necesita por algún motivo que a veces ni se conoce, por algo que tiene que ver con el significado que se le quiere dar a la vida o como forma de complementar lo que se vive o de sentirse vivo o importante o lo que sea. Es además un trabajo arduo y solitario aunque se escriban novelas o libros baratos. Está lleno de exigencias, de comparaciones de estar siempre preguntándose si se tiene talento o no para estar a la altura de los grandes. Muy a menudo un escritor se bloquea porque se coge de las propias solapas o se aprieta el gaznate con sus grandes manos que lo interpelan como un gran ojo o como un espejo al que pregunta: ¿soy bueno de verdad? O ¿para qué sirve todo este esfuerzo?

    Es ahí donde también hay una contradicción en tu discurso. Si solo hay que leer a los llamados grandes, a los verdaderos, a los profundos a los del canon de moda ¿por qué leer lo que escribimos en esta revista? ¿Por qué leer lo que escribes tú o cualquiera?, ¿por qué seguir escribiendo una sola línea más si ya la escribió Faulkner o Foster Wallace?

    Y sin embargo tiene sentido hacerlo. Porque hay gente que te lee, que a través de ti conoce a Fante o descubre un aspecto de Heidegger que quizá no hubiera descubierto de otra forma. Pero también porque Capote o Scott Fitzgerald también comenzaron así. Escribiendo donde podían, haciendo cosas mejores y peores, sin saber muy bien donde iban a llegar. Atormentados pero también confiando en sí mismos, mejorando. Quizá nadie que vio sus primeros artículos sospecharon donde iban a llegar. Es lo de los propósitos y la chispa o lo de los valores y las metas. Conviene concentrarse en lo que uno tiene que decir, en su mirada, más que en disparar a otros, lo cual siempre formará parte del juego literario, por otra parte, y conviene tener la piel dura ( en esto llevan ventaja los que la tienen de fábrica).

    Por  seguir con el realismo sucio mira esta carta de Cheever  a su mujer en 1940. Pero al final consiguió escribir. De eso se trata. No de apretarse el cuello con las manos. Hay ejemplos de buenos escritores de todas las personalidades y todas las clases sociales. Al final lo que importa es haberse soltado la melena y haber escrito algo, a ser posible disfrutando en el proceso. Algunos no se hunden en ningun pozo y escriben como mean, los muy cabrones…

    “Cariño:

    El libro es un quebradero de cabeza. Lo empiezo y lo interrumpo unas seis veces al día, me insulto y me injurio, echo miradas lascivas a las novelas de la librería y escribo largas descripciones de mis dificultades. Ahora parece muy probable que no tenga nada que enviar. La idea sobre la que llevo dos años tomando notas es bastante pobre. Me parece mal empezar con algo de lo que no estoy totalmente seguro, y escribir sobre algo con lo que no estoy familiarizado. No me siento lo bastante implicado en una vivencia para convertirla en un relato constante y realista, y por lo visto no soy capaz de concebir una fantasía que dure más de noventa mil palabras. Sin embargo, las historias o narraciones convencionales parecen eliminar las cualidades de la vida moderna que me interesan. Da la impresión de que la precipitación es la debilidad más aparente de todo lo que intento. Tengo el escritorio cubierto de notas que dicen: «una historia realista poblada de personajes grotescos, una historia grotesca poblada de personajes familiares, etc. Bla, bla, bla.

    La estudiante de viola, que continúa cenando de una bolsa de papel, está rascando el instrumento sin piedad.”

  4. says: Ramón González Correales

    Otra contradicción. No compartes el canon de Bloom, bastante razonable y argumentado, por cierto, ni supongo que otros y sin embargo hay que leer a los grandes. ¿Pero como saber entonces quien son los GRANDES? ¿Donde está ese libro sagrado con los nombres, quien los ha decidido?. ¿Un dios al que hay que temer y ante el que darse perpetuos golpes de pecho si se le ignora? No sirven los premios, ni siquiera el Nobel, ni el éxito, ni la pasta. Solo la lista del libro que solo pueden leer los auténticos iniciados en algún cielo y que da permiso para desvelar y fustigar a los excluidos y “purgar” el pecado de atreverse a escribir algo golpeándose las partes pudendas con un gato de nueve colas que, por supuesto, incluye escribir gratis y sufrir mucho metiéndose en charcos turbulentos para, por otro lado, tener conciencia de no se vale nada y que lo que se escribe merecería ser convertido en papel con el que envolver el pescado.

    Ser escritor ya no es llorar. Es casi una parafilia, jajajajajajajajaj

  5. says: Óscar S.

    Pues está muy claro, lo tienes delante de los ojos. La “nómina” de los grandes la decide gente como yo, escribiendo desinteresadamente en lugares como estos porque se toma lo que hace en serio y lo hace bien (Bloom no, Bloom se limitó a postular un Canon que jamás existió, todo él girando en torno a Shakespeare, muy original el hombre, para mejor privatizarlo; de ahí que tú mismo lo hayas llamado Canon “de” Bloom). Ahora, si lo que se busca es propaganda fácil de novelitas de mierda, por favor remítanse a las páginas web de las editoriales.Todo será algo como esto: “Barnes vuelve más Barnes que nunca con un relato intimista en que evoca la problemática relación con su padre, integrante de las brigadas Internacionales durante la SGM y que…” Etc, de ese estilo.

    Yo lo hago mejor. Y mejor que Bloom también, por cierto.

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