Los recuerdos son imágenes. Y emociones. A veces tiernas, otras sórdidas o traumáticas. Un mosaico de luces y sombras que conforman quiénes somos. Paolo Sorrentino, ganador de un Óscar por La Gran Belleza, en su última película, Fue la mano de Dios, nos abre una ventana a su adolescencia, y a su dolor, un dolor que le llevará a descubrir su vocación por la cinematografía. El mar, en concreto la costa napolitana, es el lienzo en el que Paolo pinta, el atrezo en el que se mueven sus personajes. De fondo suenan los aullidos de una afición futbolera enloquecida por la presencia de un dios con minúscula: Maradona, quien con su hipnotismo y leyenda salva la vida del protagonista, Fabietto. Saboreamos la mozzarella di Búfala, olemos las naranjas con las que su madre se divierte en una tarde de verano. Escuchamos su risa, su llanto, sus silbidos cómplices. Al estilo de Roma, de Cuarón, o Dolor y Gloria de Almodóvar, es una película en tono autobiográfico. Aunque, como él mismo desvela, no todos los hechos que transcurren pasaron; las emociones, ellas sí están presentes en cada toma. Y, lo que parecía ser un filme a pequeña escala, ha acabado siendo el proyecto más íntimo del aclamado director.
En este mundo superficial, donde la corrección política e inmadurez social nos hacen pasar de puntillas por las cosas feas, de las que no queremos hablar – lo que nos impide desvelar y conocer quiénes somos realmente-, Paolo emociona. Fabio es un adolescente tierno con unos padres que lo aman. Ese amor es permeable, casi táctil. Siempre he pensado que el amor incondicional y (de)mostrado de las figuras paternas en la vida un ser humano son la armadura sobre la que luego se construye la sensación de seguridad, de amor propio, de tener un lugar en el mundo. Paolo retrata a sus padres desde ese amor vivo que no es incompatible con la imperfección. Ni con el sufrimiento. Ese amor transcurre en los años ochenta en el sur de Italia, donde las mujeres salen perdiendo. Hay infidelidades, malos tratos, y una vida doméstica que esconde la ansiedad de los sueños incumplidos, que explota en llantos ahogados en medio de la noche, intentos de suicidio, ausencias o incluso plana violencia. Perderlos, al morir en un accidente doméstico, trastoca la vida de Fabietto para siempre. Esa pérdida temprana, y su dolor, contrasta con la forma de gestionar el duelo de su hermano. “No, Fabiè. No quiero pensar en eso. Es verano, es nueve de agosto. Quiero pensar en Gigliola, en drogarme, en los amigos. Quiero pensar en la felicidad. ¿Tú no?” En esa escena, los hermanos se despiden después de pasar unos días juntos. Acaba con jóvenes tirándose al mar una vez el barco en el que va Fabio, ya desvirgado, zarpa.
Existe una conexión clara entre la muerte de mis padres y mi decisión de convertirme en cineasta, dice Paolo en una entrevista. Una vocación por crear una realidad alternativa, que nos aleje de la vulgaridad de la vida real. Paolo hace cine porque eso significa ser quien es. Sabes a lo que me refiero si alguna vez lo has sentido. Una llama que se enciende, luz en el túnel, fascinación por lo que uno está haciendo o intenta aprender. Sorrentino hace poesía visual, nos muestra al protagonista tomando contacto con el mundo del cine a través de los intentos fallidos de su hermano en la actuación, pero sobre todo nos muestra la magia de ver lo que pasa en un set de rodaje trasladado a la pantalla. ¿Y no es ese el hechizo del Cine (con mayúscula)? A través de esta película, nos muestra cuáles fueron esas primeras influencias, que más tarde dieron forma y tono a su arte. Le dieron voz. Desde susurrarle a su tía, su musa, su sueño imposible, hasta perseguir a un director de cine como Antonio Capuano quien le confronta en sus aspiraciones y le reta a aterrizarlas.
La pasión del protagonista por el fútbol es otra dosis de verdad en esta película. Ese deporte que mueve millones, por el que la gente mata y muere, literalmente, que levanta pasiones desde jóvenes hasta mayores y que tan denostado y, por tanto, ignorado, está en el arte. De hecho, pensar que era una película sobre Maradona fue lo primero que me hizo no querer verla, hasta que una buena amiga me la recomendó. Y, aunque no consigo entender esta pasión, la siento, que es todo lo que importa.
Patrizia: ¿Cómo estás?
Fabietto: No puedo llorar.
Patrizia: No te preocupes. Significa que no es el momento adecuado.
Paolo tardó 35 años en llorar esta película. Y, al hacerlo, quizás nos ha dejado un rastro de frases que no nos gustan, escenas que no entendemos, un ritmo que no busca entretenernos; pero Paolo nos cuenta lo que tiene que decir, ni más ni menos. Yo, como espectadora, sigo saboreando las imágenes, y como humana le agradezco que nos recuerde que no hay felicidad sin verdad – la que más importa, con uno mismo -.