Las cosas no cambian; cambiamos nosotros.
Henry David Thoreau
Somos y necesitamos energía. Desde que nos levantamos por la mañana con el sonido del despertador, cuando nos movemos hacia nuestros trabajos, propulsados por nuestros cuerpos o por la tecnología de un motor. Somos lo que comemos, el aire que respiramos, el agua que bebemos. Somos también químicos, carbono, micro plásticos, radiación, hormonas que consumimos voluntaria e involuntariamente. Y somos más.
En la estación de St. Pancras en Londres hay toda una operación de marketing. Saben que venimos, nos reciben con pancartas y pegatinas de los colores azul y verde. Los pasajeros nos miramos los unos a los otros, tratando de identificar quienes venimos a este evento del que todo el mundo habla. A veces es fácil, hay una pegatina, un distintivo, un estilo, incluso, que te puede dar pistas. Reunir a 25.000 personas en la misma ciudad durante una pandemia global no parece de sentido común. La ciudad es Glasgow, y el evento es la vigesimosexta cumbre internacional sobre el clima, también llamada COP26. Una especie de boda, en la que las partes, en este caso 197 países – aunque en realidad faltaron varias delegaciones debido a las restricciones y los costes relacionados con la pandemia-, se reúnen durante unas dos semanas en una jarana en la que el abuso de sustancias como el café es notable. El objetivo nada deleznable es intentar limitar el calentamiento global a 1.5 grados centígrados, es decir, mantener este planeta lo más habitable posible para los que estamos y para los que vendrán. Participo por primera vez como miembro de la delegación de jóvenes verdes europeos (FYEG), y aunque no soy experta en nada, quiero compartir en primera persona mis vivencias en este evento internacional. Prometo no usar más acrónimos.
Cuando llevas tanto tiempo viviendo en el extranjero, observas ciertos patrones de comportamiento que, aunque basados en clichés y prejuicios, acaban por influenciar la manera en la que percibes a personas de determinada nacionalidad. Es la segunda parte de mi viaje, mi tren sale de Euston hacia Glasgow haciendo varias paradas en el camino. Locales suben con comida rápida y cerveza, hablan y se ríen, nada que ver con el silencio de un tren en Holanda o incluso Bélgica. Nadie lleva mascarilla. Muchos nunca la han llevado. A mi lado se sienta un hombre, mediana edad, cargando comida del Burger King. Se disculpa una y otra vez por el olor de su hamburguesa, que intenta acabarse tan rápido como puede. Le digo que no hace falta, que coma tranquilo. Supongo que sabe que soy extranjera, luego me dice que se imagina que latina. Y empezamos hablar. Cómo me gusta hablar con extraños mientras viajo. Compartir el espacio-tiempo de unos asientos muy estrechos en los que ninguno de los dos está cómodo. Sabemos que pensamos distinto. Me pregunta si creo que va a servir de algo todo este revuelo. Le digo que no, que es probable que sea un fracaso, que no nos pondremos de acuerdo, pero le digo que el éxito estará en las conversaciones que se tengan, las alianzas que se creen, los amigos que se hagan, la presión que se ejerza. Empezamos hablando de carbón, y acabamos hablando de fútbol. Y me invita a visitar el distrito de los lagos, en el que vive; creo que los dos estaríamos de acuerdo en que es un lugar precioso.
Glasgow me recibe el sábado por la noche con un par de borrachos en los alrededores de la estación. Al menos no llueve, ni hace el frío esperable para esta época del año en esta latitud, así que recorro los treinta minutos que me separan de mi apartamento a pie. Sigue siendo la ciudad postindustrial que recordaba, a la que precede una mala fama que, en mi opinión, la hace más interesante.
Es domingo. Las iglesias de esta ciudad se han transformado en lugares para eventos dispares, y una persona vestida con una falda kilt se maneja en las últimas preparaciones entre biblias y ángeles. El sol luce, pero es suave, un amarillo pastel, una luz traslúcida tan del norte. Hoy es día de descanso entre la primera semana de negociaciones, más política y de eslogan, y la segunda semana, donde hordas de tecnócratas negocian los puntos y las comas. Acudo a un evento con representantes de partidos verdes de todo el mundo: Argentina, Taiwan, India o Burkina Faso.
Algunos participantes llevan ya una semana en la ciudad, se notan los ojos y las bocas cansadas de ver y hablar, los nuevos vamos tímidamente mezclándonos, haciendo preguntas, aprendiendo a hacernos las pruebas de Covid que nos van a acompañar toda la semana. Corren rumores de que Obama va a estar mañana en la zona azul – la localización donde ocurren las negociaciones –, y es lo que tiene este hombre, que seas de la ideología que seas crea expectación.
Es lunes, el primer día de la semana dos. Salgo pronto con una de mis compañeras de la delegación. Somos cuatro en total. La meteorología nos da un respiro y caminamos cuarenta minutos por un paseo paralelo al río Clyde. Estamos contentas. “Buenos días” nos dicen con una sonrisa varios de los voluntarios que nos cruzamos. Glasgow nos da la bienvenida. Tras conseguir la acreditación, me acerco a la zona donde los países montan pabellones. Australia me provee de un café latte, Qatar me regala un cruasán seco.
Esto son fuegos artificiales, recuerdo que me ha dicho un antiguo ex-jefe que me he cruzado mientras pasaba el control de seguridad. Así es, esto es una fiesta de contradicciones, greenwashing de todo tipo. Un grupo de gente muy joven se va paseando con unas chaquetas azul chillón apoyando la energía nuclear, estoy casi segura de que les pagan, y dos de los países con menos ambición en esta cumbre me alimentan.
Ando perdida, pero me voy familiarizando con el espacio. Hay pantallas con la agenda, que se hace pública el mismo día. Está confirmado. Mr. Obama viene. Aún recuerdo ver su discurso inaugural en 2009 con mi padre, en el sofá de mi casa, emocionados, con la sensación de presenciar la Historia en presente continuo. Doce años más tarde, la mano tímida de Heeta cogerá el papelito que lleva mi nombre, y de manera fortuita, consigo una de las dos entradas al discurso de Barack. Se ha hecho mayor y millonario, me aburre su retahíla de datos y triunfalismos, pero también veo una evolución en su discurso cuando habla de la necesidad de hacer cambios en nuestro estilo de vida – sobre todo gente como él, claro -.
Cientos de personas van de arriba para abajo, los eventos se acumulan, ya estoy cansada, no soy la única, busco un refugio en el que sentarme, guardar mi teléfono y leer el libro que me está acompañando en esta aventura: La biblioteca de la medianoche, en el que la protagonista – que quiere acabar con su vida – tiene la oportunidad de explorar las muchas vidas que hubiera vivido si hubiera tomado otras decisiones. Abstracción, justo lo que necesito.
Segundo día. Martes. Tengo la suerte de tener amigos en esta ciudad, y de seguir haciendo nuevos, que es todo lo que puedes pedir en un evento así. No llueve así que volvemos a caminar los kilómetros que nos separan del barullo, la gente, la seguridad, la mascarilla. Alexandria Ocasio-Cortez también ha llegado a Glasgow junto a una delegación de parlamentarios estadounidenses. Siendo observadora, sigo observando poco. La gente hormiguea y las negociaciones pasan a puerta cerrada, donde no tenemos acceso. La realidad es que hay dos COP, la oficial – la de los trajes y restricciones – y la alternativa, que ha llenado la ciudad de eventos y talleres sobre todo tipo de temas en los que pequeñas organizaciones, activistas y colectivos representan las voces de los que no están. La frustración entre los activistas es creciente: las protestas en la zona oficial están MUY reguladas, es difícil sentirse cómodo. Junto a otros jóvenes organizamos una acción de protesta reivindicando la igualdad de género como elemento esencial para la justicia climática. Acudo a una reunión bilateral con Frans Timmermans en la que, aunque tenga buenas intenciones, hay mucho blablablá.
Son las seis y media. Me siento en un área semi vacía. Hay un señor echándose una siesta. Tiene pinta de ser un académico. Capto su nombre en una conversación que tiene por teléfono y le busco en Google. Profesor Anderson. Soy una chica lanzada así que le pregunto por su análisis de lo que está pasando. Me dice lo que ya sé pero que sigue siendo difícil de digerir. Si seguimos así, cuando tenga cincuenta y cuatro años, el mundo se puede llegar a calentar 3 grados centígrados. Para evitarlo, necesitamos cambiar nuestro estilo de vida, tener casas más pequeñas, coches más pequeños, volar menos…Y, aunque intenta darme esperanza y empoderarme, no sé si lo consigue.
Voy ahora a una recepción con vino y comida gratis. Aunque está llena, como dijo Shirley Chisholm si no te dan asiento, trae una silla plegable, así que acabamos convenciendo a una de las organizadoras para que nos dejen entrar. Hablo con una activista de Nueva Orleans y con una representante de Naciones Unidas que comenta que Rusia está usando temas de género como moneda de cambio. Acabamos la noche en Bonjour, en una fiesta queer organizada por los jóvenes verdes escoceses, por definición, un espacio seguro.
Tercer día. La delegación de los verdes ha organizado un desayuno. Representantes del Parlamento Europeo, de partidos verdes en Canadá, Reino Unido, Holanda, Bélgica o Finlandia nos comparten lo que han observado – algunos de ellos sí que han entrado a las negociaciones. Me acuerdo del profesor, porque el mensaje es similar. El mundo del 1.5 es poco probable, los compromisos son muy poco ambiciosos, los países más contaminantes no tienen planes – científicamente probados – para dejar de serlo.
Salimos algo tristes, pero quiero acudir a un evento de la COP alternativa de la que hablaba antes. Llego en los últimos quince minutos. El evento es sobre geoingeniería, los lobistas usan ya eufemismos como restauración atmosférica pero básicamente significa usar ideas Muskinianas para resolver este problema, por ejemplo, tapar el sol con satélites, entre otras. Recuerdo un evento pre pandémico al que acudí en Bruselas en 2019. Recuerdo la sensación de ver a personas con poder y conocimiento hablando de soluciones de ciencia ficción para esta crisis, recuerdo sentir que ya estaban dando la batalla por los 1.5 grados por perdida. Pero siempre llega alguien que trae un poco de esperanza, se lo agradezco inmensamente: activistas sin nombre, o personas como el señor Muffett, presidente de una asociación que trabaja en temas de derecho medioambiental internacional, que, aunque se les invita a las reuniones elegantes a puerta cerrada donde se habla de los números reales (1.7-1.9 grados de calentamiento en los próximos veinte años), también se arremanga la camisa para buscar soluciones con la sociedad civil.
Tengo un par de horas para sentarme en un café, y cargar el ordenador. Acudo entonces a un evento organizado por una red de ciudades con alcaldes y alcaldesas de toda Europa en el que nos hablan de los desafíos que enfrentan y las soluciones que ofrecen. Se habla de transporte público, de pobreza energética – y de pobreza en general -, de soberanía alimentaria, de contaminación del aire. Son problemas reales de gente real, lo cual de nuevo me da algo de esperanza. Sí, las ciudades son el espacio del cambio. El día continúa con un podcast, una foto con algunas de las mujeres más poderosas en la COP y una cena con mis compañeros de delegación.
Es jueves. El cansancio se ha ido acumulando y vuelvo a salir de casa con el estómago vacío. Llegamos tarde a una protesta en la zona verde- abierta al público-. Confirmo lo que había escuchado, aquello parece la feria del mueble, y una serie de grandes empresas que, recordemos, son las que más contaminan, han montado su tinglado. La acción consiste en recorrer la sala enumerando porque estas empresas no deberían estar aquí.
Vuelvo a ir al pabellón de Australia a por café. Siempre está la misma chica, espero que sea una casualidad y que coincidamos en su turno. El resto de mi delegación acude a reuniones con las delegaciones de Saudi Arabia, Ucrania o Polonia. Todas son terribles pero interesantes. Los saudís abiertamente dan argumentos en contra de los derechos humanos y en negación de la ciencia del cambio climático. Los polacos van a seguir extrayendo carbón, y aunque tímidamente aceptan incluir un plazo (entre 2040 y 2049), tienen que retirarlo un día más tarde porque el sindicato de mineros en el país pide la cabeza del ministro que está en las negociaciones. Hablo con miembros de la delegación española, entre ellos, la ministra, que no tiene miedo de pararse a hablar con los que se acercan. Muchas de las decisiones que se toman están basadas en cálculos, de números en diferentes Excel, de cuánto dinero, o cuántas emisiones, pero también políticos, los que no se ponen en un documento. Y, en la mayoría de los casos, el planeta sale perdiendo.
En una reunión con Jason Hickel que tuvo con otros miembros de la sociedad civil hace un par de semanas en Bruselas, dijo que es muy difícil que, en un evento como este, con tantos conflictos de interés, se vayan a iniciar las reformas necesarias. En este momento, el crecimiento económico va ligado a la extracción de combustibles fósiles. Dice Vaclav Smil que en 2020 el 83% de la energía provino de fuentes fósiles, con una reducción de solo el 4% en 30 años. “¿Cómo crees que nos vamos a mover del 83% al cero en los próximos 30 años?” – nos pregunta en una entrevista. Quizás hay que imaginar nuevas formas de crecer, nuevas perspectivas sobre nuestras economías.
Creo que tienen razón en su pesimismo. Tenemos un diagnóstico. La ciencia nos provee de datos, estadísticas y escenarios. La opinión global sobre el cambio climático ha ido evolucionando y, hasta el primer ministro británico, que en el pasado ha sido un escéptico, habla ahora de competición por alimentos y agua, migraciones masivas y eventos geopolíticos complicados, e incluso hace comparativas con la caída del Imperio Romano. Nos hemos dejado de eufemismos y está claro que tenemos un problema grave que nos va a afectar a todos en mayor o menor medida. Pero los políticos no son médicos, y el tratamiento a seguir deja mucho que desear. Como diría Victoria Martín, idos a tomar por c***.
Es viernes. He puesto una lavadora y estoy escribiendo desde la cama. El mundo sigue estando en pandemia. Al mediodía me acerco con otros activistas a la zona azul. De camino vamos hablando sobre las negociaciones. Macron, el presidente francés, se ha aliado con los países del este. Un pacto en el que uno pide apoyo para las nucleares y los otros apoyos para el carbón y el gas. Confirmo que la gente joven que se pasea por la zona azul con camisetas en favor de la energía nuclear está convencida de su misión, es decir, no les han pagado por estar ahí. Me da algo de terror. Aunque el acuerdo de China y Estados Unidos no es negativo, muchos analistas ven en él una estrategia de relaciones públicas para que parezca que están haciendo algo.
Hay bastante gente y policía concentrada en la entrada. Algunos activistas nos confrontan por querer entrar de nuevo, para qué, si no sirve para nada. Puedo entenderlo, pero esas reuniones siguen ocurriendo, y creo que es mejor que haya ojos y oídos de personas que estén en desacuerdo.
Acudo a una rueda de prensa de cuatro de las organizaciones con más representación de la sociedad civil en temas climáticos, y de nuevo, nos dan muy malas noticias. El documento que se está negociando crea vacíos legales que benefician los intereses de los países contaminantes y las grandes corporaciones. Los países ricos no quieren pagar por los daños que causará el cambio climático. Esto es perverso. Delegaciones como las de Polonia dicen que el cambio climático no les afecta, y puede que tengan razón en cierto modo, veranos más amables, baños en el mar Báltico. Sin embargo, Saleemul Huq, quien ha asistido a todas las 26 COP, dice que la factura por los daños causados por el cambio climático será de trillones – en la misma Europa – , de los daños en nuestros mares, bosques, economías, casas, cuerpos.
Mañana quiero explorar un poco de Escocia, acabar este artículo, leer. Anuncian que las negociaciones van a seguir probablemente hasta el sábado. Me alegro de haber quedado a tomar un café con una amiga, me apetece desconectar. Al final, lo que queremos después de una semana como ésta.
Es sábado, de nuevo. Voy a pasar la mañana al lago Lomond. Mientras se negocian las palabras y se matizan las promesas; las familias aprovechan este día de sol. Los niños te saludan con sus manitas con guantes. Un señor te recoge amablemente cuando haces autostop porque te has equivocado de dirección. Parejas pasean. Me subo a un bote turístico para aprovechar la última hora de sol. Hablo con Maika sobre viajar solas. Intento acabar este texto antes de coger el bus que me llevará de vuelta a Londres esta noche. Las negociaciones siguen, la vida también.
Los delegados están cansados, se quieren ir a sus casas, volver a sus vidas; la presión existe, pero muchas delegaciones van aceptando el documento para llegar a un acuerdo mediocre. Esto incluye a países que ven su propia existencia amenazada por la subida del nivel del mar. Saben que vuelven a casa con las manos vacías. Dicen que ha sido una COP mal preparada por los que la están presidiendo, un Reino des-unido que, a pesar de ser precedido por una fama de buenos negociadores, se han distraído con la pandemia y el Brexit. Nadie dice estar contento con el resultado, me escribe uno de mis compañeros que sigue en la zona azul.
Las partes llegan a un acuerdo descafeinado al final del día que no protege a aquellos que ya están sufriendo las consecuencias del cambio climático. Me da la sensación de que ni los medios ni los políticos están informando a la ciudadanía. Puedo entender que los problemas del día a día alejan a la mayoría de reflexionar demasiado sobre el futuro. Pero también creo que a nadie le gustará ese futuro y preferirían cambiar para evitar ciertas consecuencias. La narrativa es que se avanza. Pero yo sé que aún estamos muy lejos de que las soluciones que están encima de la mesa lleguen a tiempo para muchos.
Tenemos una crisis de imaginación. Necesitamos imaginarnos de nuevo. Desde los CEOs que llaman a Jason para buscar soluciones en sus empresas porque sus hijos les hacen preguntas, hasta la persona que trabaja en una gasolinera, los seres humanos queremos sentirnos amados, apreciados, a salvo. ¿Qué pasaría si nos preguntáramos más a menudo quiénes somos, qué queremos, cuál es nuestro propósito, por qué estamos agradecidos? Como recomienda Deepak Chopra. La realidad es que la mayoría de las cosas que hacemos o poseemos que dañan este planeta no nos hacen más felices.
La ciencia del comportamiento (humano) tiene mucho que contribuir en cuestiones tan intimidantes como el cambio climático. Dr. Maya Shankar, en un podscast con Jay Shetty, desveló que lo más preocupante que la ciencia ha revelado en esta área es que ante datos empíricos (por ejemplo, un vídeo sobre un penalti), diferentes personas tendrán una interpretación opuesta en base a ser miembros de un grupo u otro (equipo A vs. Equipo B). Lo hemos visto con la pandemia. Los datos hay que sentirlos. Después de leerme el libro de Naomi Klein, Esto lo cambia todo, solo me acuerdo del pasaje en el que se adentra en el golfo de México preguntándose si es la contaminación en su cuerpo lo que le impide quedarse embarazada.
El año que viene la COP será en un resort de lujo en un país dictatorial, Egipto. Sin sociedad civil, sin representación de activistas que no van a acudir al país sin saber si podrán salir de él. Pero hay muchas cosas que pueden pasar entre COPs: elecciones, protestas, reformas, decisiones, asambleas, rupturas, conversaciones, muertes, desastres, bodas y celebraciones. De camino a casa, conozco a Josephine, su nieta vive en Almería, es profesora. Me dice que se ha comprado un hervidor que mantiene el agua caliente por más de cuatro horas. Su marido no entendía por qué. Ella le dice, para salvar energía.
Acabo esta semana con más preguntas que respuestas. No pretendo dar recetas, ni moralizar, pero me queda claro que la imaginación es clave, necesitamos un ejercicio de conciencia colectiva, en el que encontraremos muchas de las respuestas respecto al mundo en el que queremos vivir y el mundo que queremos dejar.
Reunión de pastores oveja muerta…
Para entender la complejidad que tiene el asunto del cambio climático relacionado con las emisiones de CO2 solo hay que mirar despacio este mapa (http://www.globalcarbonatlas.org/es/CO2-emissions) u otro de los muchos que se pueden encontrar la red ,y analizar el porcentaje de contaminación de CO2 de cada continente o de cada país y su régimen político. Si la cifra es correcta la UE es aproximadamente la responsable del 9,7% de las emisiones globales de gases contaminantes. Quizá también sea la que se está tomando más en serio su limitación en forma de aumentar el coste de los derechos de emisión de CO2 lo que conlleva inevitables consecuencias económicas que tienen que ver con el coste de la energía lo que afecta a la competitividad con otros países que quizá no tomen las mismas decisiones como por ejemplo China que tiene en estos momentos 50 centrales térmicas en construcción.
Probablemente la solución pase por la tecnología y por conseguir fuentes de energías menos contaminantes que sean rentables de utilizar a todos los países, también los que están en vías de desarrollo que lo necesitan perentoriamente. Un reto realmente formidable.
Magnífico y honesto artículo
O dicho en términos mitológicos: sólo Prometeo puede salvarnos…