La tradición no es la adoración de las cenizas sino la preservación del fuego.
Gustav Mahler
Resulta que hay una especie de Benedetto Croce español, hombre polifacético que como el italiano se consagró a todo tipo de actividades públicas pero que reservaba un rincón en su azacaneada vida para la filosofía, y ese hombre fue el almeriense Nicolás Salmerón, presidente durante unas pocas semanas de la Primera República. La diferencia entre ambos, al margen de que Croce fue más joven, es que también escribió inmensamente más que Salmerón, mejor conocido por artículos cortos y por la transcripción de su oratoria política. Por lo demás, ambos fueron idealistas, en el doble sentido de filántropos y de cultivadores del espíritu -nunca mejor dicho- del Idealismo Alemán, del que bebieron más del lado de la izquierda hegeliana que de la otra, la cual tal vez apenas alentó hasta que la rehabilitó Francis Fukuyama (lo que estos meses estamos viviendo en el plano internacional no es, por cierto, más que “el fin del fin de la Historia”, en mi opinión). En concreto, Salmerón había abrevado el krausismo directamente de los labios de Sanz del Río, y como escribió Quintín Racionero –La Filosofía en la España de hoy, inédito-, la
(…) filosofía de Krause era sometida a una crítica histórica en la que se intentaban fijar las peculiaridades del acceso de España a la modernidad. Pero, en todos ellos también, se valoraba el peso de sus proyectos y realizaciones prácticas, así como, sobre todo, el talante pacífico y razonador de sus conductas, lo que, trasladado a la situación del presente (y este es un punto, creemos, sobre el que se ha llamado poco la atención), terminaba postulándose como una suerte de imperativo moral, capaz de instituir una atmósfera de sensatez y cordura para las nuevas tareas que se esperaban de la filosofía.
Antonio Guerrero se inspira en Racionero entre otros para elaborar su tesis, que no es otra que la de que Salmerón, en efecto, representa un jalón ineludible de la filosofía ibérica, pero prácticamente desconocido como tal. Lo que se pretende, pues, en La obra no escrita (editado en Edual Arte y Humanidades)es nada menos que reconstruir el texto virtual de ese pensamiento salmeroniano que no llegó a obrar negro sobre blanco, pero que sin duda guiaba y justificaba las acciones del prohombre del Sexenio Democrático. Fue una buena etapa de nuestra historia, aquella, una de esas de la que casi no cabe avergonzarse, hasta el punto de que el propio Ortega y Gasset se sentía décadas después en comunión con ella promulgándolo en los siguientes términos (en Gumersindo Azcárate ha muerto, El Sol en 1917):
Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas.
El krausismo fue la importación de un Hegel aguado hacia España, un Hegel más místico y sublime aún que el Hegel original y en cierto modo moralizado, como si Kant hubiese tenido la oportunidad de apostillar a su formidable sucesor. Pero supuso para España una cierta Ilustración, una Ilustración tardía, vicaria y casi espectral en su duración, pero lo suficientemente fructífera como para retoñar en la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes, el primer PSOE de Pablo Iglesias y, según Gustavo Bueno, alcanzando incluso el “pensamiento/Alicia” (yo es que soy muy pensamiento/Alicia, qué le voy a hacer….) del zapaterismo. No obstante, el krausismo tuvo sus detractores, como Marcelino Menéndez Pelayo, el reaccionario más genial de la cultura hispánica. Menéndez Pelayo había sido alumno directo en la actual Universidad Complutense de Salmerón, y siempre opinó que el maestro no decía más que paparruchas y que el krausismo era -carta de juventud a un amigo- “una especie de masonería en la que los unos se protegen a los otros, y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo”. Pese a ello, Don Marcelino, en Los orígenes de la novela, tomo 4, y ya curado de los furores de la insolente juventud, escribe que Salmerón era “persona de noble corazón y de purísimas intenciones”…
De lo que se trataba, al fin y al cabo, en el krausismo español, era de la heroica empresa de sacudirse de encima el que ha sido el gran baldón de la historia de España, es decir, la Iglesia Católica. Hemos sido más fervorosos que nadie, y por ello mismo más atrasados que nadie en Europa, digan lo que digan los buenistas. Ortega y Gasset, en su España invertebrada, cuyo centenario se cumple este año, no mencionó este factor, para que se vea hasta qué punto la santa institución ha sido siempre intocable por estas tierras. Sin embargo, Castelar, Salmerón, Pi y Margall y unos cuantos más se atrevieron con ella, trataron de “aplastar a la infame”, como rugía un siglo antes Voltaire. Guerrero refiere todo esto con sumo respeto y afan didáctico, además de situar a Salmerón en tanto antecedente de Antonio Gramsci (Salmerón, con gran anchura de miras, se propuso conceder validez a la Primera Internacional), como defensor de la libertad de expresión y de la libertad de cátedra, y como el hombre que osó predicar la moralización de las instituciones españolas en el marco de una “ética civil” -dicho con otras palabras: kantianizar un tanto a Hegel, como digo, anticipándose con ello a nuestro actual Estado de Derecho, me temo que ya en trance de derribo. Guerrero cuenta como la Institución Libre de Enseñanza fue el embrión del programa educativo de la Segunda República, y uno entiende al leerlo que algo como eso en la muy católica España no podía durar. Y eso que la otra pata del krausismo consistía en renegar también de la Revolución marxista, por tanto ni Iglesia ni Revolución, ni Cielo ultramundano ni Cielo cismundano, tan sólo armonía construida paciente, diligentemente, en el Espíritu Objetivo de Hegel, o sea, en el estado jurídico y moral (en el sentido de costumbre cívica, de “eticidad”) real de las cosas político-sociales de un tiempo. Salmerón llevó a cabo así un intervencionismo moderado, como expone Guerrero, una ética del compromiso con la realidad de su entorno y una suerte de filosofía práctica que no dejó apenas tiempo, ni lugar, para convertirse en escritura y publicaciones, como en el caso de Croce, pero que halló un espacio de inscripción sumamente fecundo en la praxis pública de su época.
Nicolás Salmerón fue, en fin, un hombre recto, alciónico y grave (tan recto que dimitió de la jefatura de gobierno en gran parte por negarse a firmar sentencias de muerte) que quiso realizar “la idea superior de la vida, que hace del hombre su propio Dios” -1902. Naturalmente que este propósito es de una ingenuidad superlativa, como diría Ortega, o de una santidad laica, casi naïveté, amén de totalmente blasfema desde el punto de vista clerical, pero Salmerón era completamente consciente de ello, y, según parece, se justificaba a sí mismo valiéndose de las palabras de su maestro Julián Sanz del Río, el primer krausista hispánico, cuando dijo que “el filósofo es un loco pacífico, en paz consigo y con todos; mas su locura de hoy para el mundo es la razón de este mundo mañana” (1874: 71). O enunciado a la manera hegeliana, contra todos los sedicentemente “realistas” y pesimistas que en el mundo han sido, incluido el sin par Gustavo Bueno: la filosofía, vista desde fuera, parece en efecto el mundo puesto del revés, pero tal vez sólo poniendo el mundo bajo una perspectiva inusual, casi contra-natura, como hiciera Galileo Galilei con la Física, se halle la manera de ir poniéndolo al derecho… El estupendo libro de Antonio Guerrero, explorando y exhumando esa “senda perdida” de la tradición española que es tan nuestra, que forma parte de nuestra raíz tanto como las fuerzas restauracionistas que están resurgiendo ahora, contribuye espléndidamente, a mi parecer, a una tal noble tarea, como lo hubieran expresado a la sazón.