“Se afirma que toda la metafísica occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre los conceptos de finalidad según Aristóteles y según Spinoza, así creo yo que toda la novela occidental oscila entre dos ideas límites, El Quijote y otro cualquiera que no me atrevo a precisar porque no se cual es. A veces he pensado que el extremo opuesto es “Le temps retrouvé” y en ocasiones me inclino a creer que está en “Absalom, Absalom”, pero como nunca llego a ninguna clase de certeza prefiero dejar el tema sin esclarecer y así seguir bombeando el agua del pozo de esa duda”, esa es la afirmación –posiblemente polémica y no siempre compartida– de Juan Benet en su trabajo Onda y corpúsculo en el Quijote, leído por primera vez en la Universidad de Harvard, el 26 de abril 1979 y publicado, finalmente, en 1981 en el volumen recopilatorio de ensayos La moviola de Eurípides que publicara Taurus en la colección Persiles.
Podría haber avanzado Benet –de haber querido polemizar más aún– en ese mismo trayecto de límites y comparaciones en campos próximos, que nosotros sugerimos ahora con toda precaución y prudencia. Lejos ya de la contraposición benetiana de Onda y corpúsculo, para buscar otras dualidades o confrontaciones, capaces de producir algún tipo de luz sobre el campo explorado. Si es que ello, fuera posible. Y así: ‘Toda la pintura occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre Velázquez y Picasso, para algunos; para otros, entre Tiziano y Vermeer o entre Rembrandt y Matisse’, sería una posibilidad. No se me olvidan otras posibilidades entre Piero della Francesca y Courbet, entre Poussin y Duchamp o entre forma y concepto. De la misma forma que podríamos seguir sugiriendo como otra posibilidad que ‘Toda la música occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre Johan Sebastian Bach y Schönberg, para ellos; para otros entre Mozart y Erik Satie’. Sin menoscabo de otros relatos entre Vivaldi y Wagner, o entre armonía y serie. En el caso del cinematógrafo podríamos asegurar que ‘Todo el cine occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre Méliès y los Lumiére, o entre John Ford y Roberto Rosellini’. También entre Hitchcock y Bergman, o entre fondo y discurso.
Las reservas, para el caso de la arquitectura entrarían en la misma derivada de confrontaciones y dualidades. ‘Toda la arquitectura occidental reproduce un constante movimiento de péndulo entre las Pirámides y el Partenón griego, para los más históricos; para otros más avanzados, la divisoria sería entre el Panteón de Agripa y Villa Capra de Palladio’. Para los más actuales, la lectura contrapuesta del péndulo de la arquitectura contemporánea sería el movimiento –no tanto temporal– cuanto conceptual y formal, entre Ludwig Mies van der Rohe y Le Corbusier. Que es tanto como decir entre dos formas de entender el siglo XX, por más que casi coincidan en su plasmación temporal. Que es, por tanto, la dualidad entre la casa Farnsworth (1951) y la capilla de Ronchamp (1950-1955), conocida también como Notre Dame du Haut. Si la primera encaja a la perfección en la idea de una caja o pieza acristalada –la popularidad americana extendió las llamadas Glass box como modelo–, la segunda se presenta como una suerte de roca, aparentemente maciza, por más orificios que se dispersen por su piel. De la Farnsworth ya he escrito en estas páginas de Hyperbole: “Lo más sorprendente de la casa Farnsworth no es la transparencia de su envolvente muda cerca del río Fox, sino el carácter metafórico que compone en torno a la visión de la ‘Habitación contemporánea’, sugerida y ensayada por Van der Rohe. Quien ya perseguía esa esencialidad abstracta y concentrada desde las experiencias del Pabellón Alemán de Barcelona de la Exposición Universal de 1929 o de la casa Tugendaht de Brno del año anterior. Por lo que, a juicio de Claire Zimmerman, la casa Farnsworth “representa uno de los ejercicios más radicales de Van der Rohe”.
De Ronchamp, ha escrito recientemente Rafael Moneo su emocionado texto Sobre Ronchamp (Acantilado, 2022). “Algo tenía de Arca de Noé en el bosque, que nos incitaba a entrar, si bien no mostraba claramente como hacerlo”. El arca como cofre memorial del pasado –el Arca de Alianza–, también como nave salvífica –el Arca de Noé, flotando tras el diluvio en espera del reflujo de las aguas– y también el sentido doméstico desplegado por María Moliner en su diccionario: ‘Caja grande, generalmente de madera cubierta con una tapa generalmente abovedada, a veces decorada’–. El arca pues, reforzando tanto la idea de concavidad interior y tenebrosa, como la repetida idea de piedra nuclear o ara fundacional. Piedra horadada o piedra onomástica, como ha recogido Josep Quetglas –quien también ha indagado en las valencias de Ronchamp, en su Breviario de Ronchamp (Asimétricas, 2007)– en sus diversas reflexiones sobre los orígenes probables de la arquitectura. Para llegar a establecer hasta tres posibilidades fundacionales de la misma: la cueva, el dolmen y el menhir como elementos fundacionales. Incluso llega a reelaborar la idea más fructífera y germinal, la del dolmen –en la medida en que la cueva es más un accidente natural que proporciona abrigo y refugio; mientras que el menhir cuenta con características de accidente físico que señala y fija un territorio más que concretar un espacio–. Por el contrario, el dolmen lo considera como “el espacio humano por excelencia, porque al levantar un pedazo de la tierra ha generado el espacio arquitectónico. Quizás la primera gran invención del hombre”. Esta idea del dolmen, como piedra levantada que genera un espacio onomástico y celebrativo, coincide, por otra parte, con la afirmación de austriaco Adolf Loos, al establecer que “la arquitectura nace para dar culto a los dioses y a los muertos”. El mismo Quetglas indagaba –en una memorable sesión en torno al repetido Le Corbusier, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid– aún en la arquitectura fundacional como el gesto airado de la piedra lanzada al suelo desde el cielo, por Saturno –ante el engaño de su mujer Rea, salvando al hijo, Júpiter, presto a ser devorado y sustituido por un peñasco–. Y esa caída fortuita del perpiaño sobre la tierra, tiene tanto de azar como de gesto fundacional necesario de la arquitectura.
La contraposición entre vidrio y piedra – esto es entre Farnsworth y Ronchamp– no nos hace olvidar las líneas constructivas que prolongan lo leñoso –la estructura de acero es aquí, una traslación tecnológica de la madera primitiva y estructural– que fluctúan entre lo convexo y lo cóncavo, entre el aire y la tierra. Más que nunca Farnsworth es el aire exterior que respiramos y que niega la interioridad, y Ronchamp es el cuerpo levantado desde la tierra, como la tierra misma. “Un espacio –dice Moneo– en el que el desconcierto que trae consigo la oscuridad desaparecía tan pronto como uno se dejaba absorber por aquellos ondulantes, ataluzados y alabeados muros en los que la luz de abría paso a través de hendiduras y huecos”. De una tierra y sus trabajos como los descritos por Roger Caillois en su trabajo Piedras (2016). Y así, “tuvieron que aprender que sujetar una masa enorme es mucho más difícil aun que hacerla tambalearse…El terraplén destruido proclama en el centro de un prado el vano e inexplicable prodigio de otra piedra que no hubiera sido vertical sin un esfuerzo agotador –y tan absurdo–”. Y es que, a su pesar, todo ello: “Son piedras enormes y pesadas. Y lo que, es más, están desigualmente repartidas, pero ampliamente extendidas por la superficie del globo, Así, ni azar ni fantasía, sino una necesidad irresistible, bastante banal y poderosa como para imponerse en cada circunstancia, por poco propicia que sea. Todas las caras, excepto una, de estos toscos pilares están pulidas por el viento o el correr del agua, por la suavidad de la usura”. La usura del tiempo que acaba disolviendo la piedra.