Palabras de estética

Suelo advertir a mis pocos alumnos interesados en continuar estudios de Filosofía de que esa venerable disciplina es como un sacerdocio, no vaya a ser que se crean que es lo mismo que la Biología para Ana Obregón, que la haces y la olvidas después. Pero en realidad me quedo corto, porque la Filosofía es mucho peor que un sacerdocio, ya que no sólo te consagras a él para toda la vida, sino para cada minúsculo instante de la misma, como si fuera ese anzuelo invisible pero inexorable con que Dios tiraba de sus criaturas en el inolvidable Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh. Para los filósofos, en efecto, no hay fines de semana, ni fiestas de guardar, ni vacaciones de inverno, todos los santos (el “viernes santo especulativo” de Hegel, al que me referiré ahora) días se tiene que ser filósofo, aunque se sea el peor filósofo del cosmos. Lo decía el gran sofista Gorgias, según cuenta Johann Huizinga en su célebre Homo Ludens (Alianza, p. 193): “porque la filosofía es una cosa amable cuando se la practica con moderación en los años juveniles, pero es la perdición para el hombre si se entrega a ella más de lo que es conveniente”. Y así es, por suerte o más bien por desgracia. Los compinches de este pequeño volumen lo saben de primera mano, de modo que cada año se conjuran para producir una ristra de meditaciones en torno a un tema común, que en este caso ha sido el vínculo entre la Filosofía y la Estética, pero que en anteriores ocasiones ha dado lugar a temáticas distintas y que para la próxima se encuentran aun tramando dónde poner el dedo en la llaga, a ver si el doliente, que es el mundo, ¡omnitudo rerum! (trato de ir aquí más lejos que el bueno de Bueno cuando afirmaba en ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo 1995, pág. 9, que “el mundo no es la omnitudo rerum, sólo es la totalidad de las cosas que nos son accesible en función del radio de acción de nuestro poder de con-formación de las mismas“), cada vez más intrincado él, se deja pensar un tanto…

Simone Weil

Y es este un tomito bien curioso y bien valiente, a mi interesado juicio, dado que empieza con las reflexiones estéticas de Hegel y termina también con ellas, que es como si para que los visitantes accedieran a un prado rumoroso primero tuvieran que escalar una alta cerca para después, al caer del día, volver a trepar rumbo a casa. Manuel Álvarez Ruiz, de entrada, y Antonio Guerrero Ruiz, de salida, abren y cierran con el filósofo las cancelas de estos textos, el primero para exponer el papel que desempeña para Hegel la práctica poética como súmmum artístico en esa excursión que el Espíritu despliega fuera de sí en la Historia Universal a fin de conocerse a sí mismo y el segundo para analizar en qué sentido podemos pensar hoy una suerte de “generatividad estética” ilimitada sin las trabas que quiso ponerle a la sazón el titán alemán. A reglón seguido, Pedro Redondo Reyes pulsa el sentido de las investigaciones de José Ortega y Gasset en torno a la naturaleza de la metáfora, esa “bomba atómica mental” como decía, tanto para mostrar lo provechoso que le resultó al filósofo el asunto como que, como muy a menudo ocurría en él, la indagación quedó inconclusa y como aporética a todos los efectos. Un servidor, después, ha podido llevar a cabo uno de los sueños de su precaria vida intelectual, comprimiendo en unas pocas páginas la sombra que arroja la muerte en la lírica y la narrativa de William Faulker, ese grandísimo escritor que entre la nada y el whisky eligió siempre lo mismo que usted y yo, francamente, elegiríamos en su lugar. Y, por último, Francisco José García Carbonell busca la conexión entre Simone Weil, Michel Foucault y Jacques Lacan, en un intento de profundizar en el pensamiento de la llamada Virgen Roja, la única mística, seguramente, que ha articulado y puesto en claro sus argumentos en orden a justificar lo que hoy algunos denominan -y yo, todo hay que decirlo, estoy sin reserva alguna con ellos-, una “ética de la generosidad”.

Palabras de Estética es, pues, tal como yo lo veo, un conjunto de barruntos que aspiran a estar tocados, como la propia Weil quería, por la gravedad, sí, puesto que la filosofía frívola no es filosofía, pero también, por qué no, por la Gracia…

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