Paris hace unos días era un bello decorado que, atestado de turistas, apenas dejaba traslucir lo que fue en el periodo de postguerra, cuando un mundo nuevo nacía y habia que inventarlo todo u olvidarlo todo, lo primero los muertos, para seguir viviendo. En “Los mandarines” Simone de Beauvoir recreó a la generación de los jóvenes intelectuales que querían cambiar el mundo y sobre todo sus propias vidas, sus maneras de amar, de relacionarse, de dejar de aburrirse o de buscar nuevos caminos.
Trataron de ser puros, y muy a menudo se vieron empantanados en diatribas irresolubles y, a veces, crueles entre la politica y sus propias vidas. Pero en ese tobogan que llegó hasta los sesenta Paris fue de nuevo una fiesta. Solo hace falta ver los rostros de los jóvenes que escuchan a Juliette Greco, las miradas llenas de viveza, los collares de perlas pequeñas en los cuellos largos de las chicas, las corbatas estrechas y las gafas de concha, desde donde solo se cree atisbar el futuro.
Sous le ciel de Paris la vida desbordaba a las palabras que trataban de contenerla y se deslizaba entre risas, conversaciones interminables y el humo de los cigarrillos por los cafes de Saint Germain des Prés, acariciando las tardes y las noches y la mejilla de algunos sueños que no se han ido del todo.