No solo somos los que somos o los que creemos ser, si es que logramos ser alguien unívoco alguna vez en la vida, fuera de los estereotipos que nos ponemos o nos ponen, sino que también somos o podemos ser, y esa es la suerte, lo que los demás pueden sacar de nosotros con cualquier interacción con ellos, aunque sea a través de una pantalla de televisión. Incluso en el mundo del fútbol, donde abundan los cerriles hinchas que desdeñan cualquier cosa que no sean sus colores, Michael Robinson fue, en este país, un soplo de viento fresco. De pronto aparecía en la pantalla del antiguo Canal plus con Ignacio Lewin (otro tipo con pinta de civilizado) y propiciaba que se pudiera hablar de fútbol con inteligencia, con sentido del humor, con frescura, trascendiendo el propio juego. Al escuchar su voz, un poco cachondona, con acento inglés los hinchas más feroces se apaciguaban un poco, se hacia más flexibles, eran incluso capaces de gozar del buen fútbol de otros, aunque fuera del equipo más contrario. La adrenalina se diluia lo suficiente como para dejar que la nostalgia se infiltrara en el presente y fuera posible valorar a Kubala y a Di Stéfano, a Maradona y a Juanito, a Guardiola y a Hugo Sánchez, a Futre y a Figo.
Recuerdo “El día después” como un programa legendario que esperaba con alegría cada semana cuando todavía me gustaba el futbol y no se había convertido en lo que es ahora: un modelaje bronco de cierta forma sectaria de tomarse las cosas que ha trascendido con mucho la esfera deportiva y que es el refugio fértil de mucha gente oscura. Lo tengo identificado con los niños muy pequeños que fueron creciendo con él, con la sensación de vivir en un pais jóven que parecía cambiar a mejor, con el inicio de la vida adulta y los primeros años en la profesión, con el despegar del deporte español que tanto nos había hecho sufrir y ganó los 1500 en Barcelona 92. Creo que en ese programa también participaba Maldini que lo sabía ya todo de todos los equipos de todas las divisiones del mundo y, por supuesto, Valdano, alguien atípico en el futbol, tan inteligente y tan buen conversador que siempre era capaz de decir algo que trascendiera el propio juego o lo ligara con algún aspecto interesante de la vida.
Robinson fue un buen futbolista aunque muchos dirán que no fue un figura, por lo visto lo único que se puede ser en el futbol, otro tremendismo que ha migrado a los valores sociales en forma de Top Ten y gilipolleces por estilo para casi cualquier actividad, lo que sin duda atormenta y bloquea estupidamente a gente muy valiosa en toda clase de actividades. Jugó en el Manchester City y en el Liverpool donde ganó una copa de Europa como delantero centro en 1986. Luego llegó a España a través del Osasuna y aquí se quedó después de que Alfredo Relaño lo fichó para aquel magnifico Canal plus que dirigía Juan Cueto. Solo recordar la diferencia entre las pretensiones de los primeros tiempos de aquel canal, la calidad de su programas y los de ahora, permite constatar hasta donde ha cambiado este pais a peor. Muchos me dicen hoy que traicionó un poco a Relaño porque se le notaba a la legua que no era lo suficientemente madridista o más bien que tendía a la cáscara amarga del barcelonismo, un pecado que muchos juzgan mortal.
Pero a mi me da igual quizá porque, a estas alturas, ya no soy de nadie, y este hombre representaba para mí el don que tienen algunas personas de generar buen rollo, de sacar lo mejor de cada uno, de encontrar justo esa interseccion donde la gente se quita la máscara y se pone cómoda y descubrimos que nos gustan cosas similares y muy básicas, como la cerveza o las aceitunas o los goles de Messi o las aventuras de Tintin. Era alguien transversal que podía transitar en los mundos de Gil o de Lopera, de los hinchas más ultras, de los comentaristas más lenguaraces y sin embargo sobrevivir indemne y conseguir que hoy se pongan de acuerdo tiburones de distintos colores como Rufian y Rivera, Iker jimenez y Evole o Antonio Maestre, por nombrar a bote pronto los primeros que he visto, en recordarlo con cariño.
Se lo ha llevado por delante un melanoma, un tumor traicionero que se alimenta del sol y puede ser descubierto justo en medio de una caricia, lo que pone de manifiesto nítidamente la tragedia de esta vida que sin embargo nos gusta tanto. Lo recordaré como ese tipo de inglés cosmopolita y con sentido humor que, en mi imaginario, siempre me ha gustado tanto y con el que no me importaría coincidir en unas vacaciones de verano.
Michael Robinson, simpática Albión…
Yo me malicio que Michael Robinson hablaba un perfecto castellano de Vallekas, pero que fingía el acento británico para que nos fijáramos en él. Era un hombre afable, que sabía escuchar, simpático, que caía bien a todo el mundo, pero nada de eso le hubiera servido de no ser porque el british se le enredaba en la lengua y eso le singularizaba entre los comentaristas deportivos, grandes habladores todos, además de que se hacía perdonar su procedencia al darnos algo de penilla por su regular pronunciación. Los comentaristas deportivos son tipos -y tipas- perfectamente felices. Se dedican a algo que no sirve para absolutamente nada en términos de economía real, pero que precisametne por ello es imprescindible para el ser humano. Algunas veces me he preguntado si cuando llegan a viejos los periodistas deportivos no mirarán atrás y pensarán que han malgastado su vida, pero estoy convencido de que no. Se lo pasan de miedo haciendo lo que hacen (mayormente poner voz y discurso a los deportistas, que pocas veces lo tienen propio), y me recuerdan siempre al mítico Walter Matthau de La extraña pareja. Los deportistas no, los deportistas casi siempre las pasan canutas durante unos años de vida profesional -yo trabajé de profesor de humanidades en un centro de alto rendimiento deportivo y chicos y chicas de 15 a 18 años andaban siempre reventados, pero reventados de dormirse en el pupitre-, y luego son olvidados con la consecuencia en muchos casos de depresión aguda. Sólo hay una cosa peor que no haber sido jamás un dios en ningua materia o campo laboral humano, y es haberlo sido y no serlo ya. Y, si no, piensen en el dios más Dios del deporte universal, Diego Armando Maradona…
Nunca he sido yo muy de deportes, siempre me llevan a pensar en Juan de Mairena, el sosias de Antonio Machado, que era un supuesto profesor de Educación Física al que no le gustaba la Educación Física y daba clases de algo así como Retórica. Decía que “todo deporte (…) es trabajo estéril, cuando no juego estúpido”, y que el crecimiento del deporte propiciará “una oleada de ñoñez y americanismo”. Duras palabras para ser de Machado, sobre todo teniendo en cuenta que se refería a la practica del deporte, ni siquiera al espectáculo del deporte. Yo pensaba algo parecido, ya digo, y además me asombraba de la cantidad de lesiones que arrastraban mis amigos que sí practican deporte, pero mi nueva protuberancia abdominal, mi escaso rendimiento en lo que ya sabeis a la edad que voy teniendo y el actual confinamiento cartesiano me están haciendo cambiar de parecer. No obstante, escuchaba algunas mañanas solitarias de domingo el Informe Robinson, donde el periodista y ex-jugador contaba historias muy interesantes con tono reflexivo y serio. Hasta en las entrevistas era un hombre respetuoso con su interlocutor al que sabía hacer sentir bien y alguien digno de atención. Yo entiendo que a gente como Machado no le guste el deporte, porque, claro, Machado era poeta, y desde luego tiene razón al pensar que es mucho más característicamente humano enhebrar versos que salir a correr, actividad en la que nos ganará siempre nuestro chiguagua. Pero quizá Machado no reparó en dos cosas: primera, que los deportes de equipo no tienen rastro de animalidad, un animal juega pero no en equipo; y, segunda, que el deporte es agon, lucha o competición en griego, y nada hay más humano que el agonismo -tanto, que nos hemos pasado muchísimo de largo creando todo un sistema productivo basado en él…
En El conde Belisario, Robert Graves narra las pasiones dementes que encendían en la gente del Bizancio del S. VI las carreras de cuadrigas. Cada equipo tenía un color, y la rivalidad, las peñas y el seguimiento social eran tan fuertes como en el futbol actual. No es, por tanto, el deporte un pasatiempo anecdótico que nos meten por los ojos los gobiernos para que canalizemos nuestras esperanzas y nuestras iras hacia un lugar ficticio, o sí, es eso, pero lo es de un modo antropológico e irremediable. El desprecio del cuerpo ha sido tan duradero en Occidente que el último siglo lo hemos recuperado con hambre atrasada, y a ese fenómeno tan elemental algunos lo denominan retorcidamente “biopolítica”. Naturalmente, a día de hoy el deporte es un negocio y un espectáculo de unas proporciones inimaginables para la Bizancio del s. VI, por ejemplo, pero bien que lo hubieran potenciado hasta lo estratosférico los bizantinos tambíen de haber tenido los medios. Hoy hemos recibido, junto con la noticia del fuera de juego por cáncer de Michael Robinson, el inglés que nos caía bien aunque fingiera conservar el acento de la pérfida Albión, el anuncio de la posible cancelación de los Juegos Olímpicos de Tokio si no se celebran el próximo verano. Como dicen por ahí, las desgracias nunca vienen solas…
Me alegro de que hyperbole le dedique atención. Tuve el honor de compartir con él algunos programas de La Ventana de la SER y realmente fue muy atinado, pertinente y sabio en sus aportaciones. Me dio pena no poder tratarle más personalmente. Siempre me quedé con ganas.
Concuerdo con vuestras aportaciones.