Nuevamente, para Ramón
(Por qué escribo todas estas cosas y de dónde proceden todas estas sensaciones tan extrañas? Será porque no existe un rompehielos capaz de romper el cristal fino y puro de nuestra existencia…)
Nosotros, Yevgueni Zamiátin, Anotación 21
En realidad no fue Goebbels, ni el nazismo, quien forjó las técnicas de la propaganda moderna[1], esas que lo mismo sirven para lanzar a un candidato que para vender una aspiradora, y que Noam Chomsky ha analizado con gran detenimiento. Antes estuvieron las llamadas “vanguardias rusas”, que tras la victoria del bando bolchevique en la Guerra Civil vivieron un periodo de magnífico esplendor en que el arte floreció hibridado con la propaganda, y el entusiasmo político con el estético. En cierta manera se cumplió el sueño del británico William Morris, que ya había pretendido décadas antes que el arte se hermanara con el socialismo para transformar enteramente la escenografía del mundo humano. El sovietismo inicial, en efecto, diseñó una nueva arquitectura, un nuevo urbanismo, un nuevo mobiliario, una épica de la cartelería (Mayakovsky decía que un cartel son las páginas sueltas de los viejos libros tomando las calles…) y hasta un nuevo estilo indumentario, confeccionándose un traje que era apto para todas las tareas y que más que atuendo era uniforme, el uniforme de la clase trabajadora emancipada. El constructivismo de Tatlin y otros insistía en su idea del arte al servicio de la revolución, mientras que el suprematismo, el expresionismo abstracto o el cubofuturismo ruso preferían continuar aferrados a la visión decimonónica de la autonomía absoluta del arte. Y la verdad, tanto unos, como otros, hacían cosas realmente bonitas, para mi gusto, o por lo menos, no se podrá negar, originales y nunca vistas, en las que verdaderamente parecía que una inédita sensibilidad estética se abría paso, aquella que reconfiguraba el porvenir en términos del maquinismo y de esa quimera tan peligrosa denominada “Nuevo Hombre”….
Fue una ironía del destino del tamaño de la propia Madre Patria la que revirtió tal torbellino de imaginación y creatividad plástica hacia la que era sin duda la más reaccionaria y burguesa de las opciones artísticas, desde el punto de vista de los propios interesados, aquella que quedaba completamente subordinada a la política y que se expresaba como mero figurativismo tradicional por mandato del propio Jefe Supremo Stalin. Era lo de siempre, lo de antes de la revolución, sólo que ahora teniendo como temática obligatoria el heroísmo y los sacrificios del proletariado –de igual manera que el régimen nazi optó por el figurativismo colosalista y naif de edificios[2], esculturas y afiches. Los escritores, ya se sabe, se organizaron en asociaciones, inventaron escuelas de estilo y muchos de ellos, bajo la férula de Máximo Gorki, se sumaron al mandato leniniano de formar parte de la locomotora intelectual de la conmoción quiliasmática de turno, o sea, del partido bolche. Pero no todos, o no todo el tiempo. Yevgueni Zamiátin, o Mijaíl Bulgákov[3], entre otros, comenzaron secundando la movida revolucionaria, pero luego se cansaron o desengañaron, y ambos suplicaron al Padrecito poder abandonar el país. Zamiátin, en particular, no sólo se desmarcó pronto del espíritu totalitario que iba tomando forma en Rusia, sino que escribió la mejor crítica posible de él, una crítica tanto más clarividente cuanto que supo ver lo que se avecinaba años antes de la fosilización definitiva del sistema soviético. Esa crítica, entre novela satírica y drama de gran nivel estilístico, fue Nosotros, que se publicó entre 1920 y 1922, de manera que podemos considerar que cumple por estas fechas sus cien años de existencia. Naturalmente, Zamiátin pagó un alto precio por ello, pero a cambio legó al futuro la refutación definitiva del imperio de la técnica, además de la amarga denuncia del colectivismo organizativo y social característicamente soviético. Y es curioso, porque Zamiátin, además de un excelente escritor, también era ingeniero, y sin embargo Nosotros es la manifestación de una repugnancia especialmente acusada hacia la prolongación de la mentalidad ingenieril a todos los ámbitos de la vida. Nosotros es una obra maestra, sobre todo, porque siendo como es un manifiesto futurista como los de Marinetti, es sin embargo mejor en mi opinión que los de Marinetti, habida cuenta de que aquello contra lo que protesta es precisamente el futurismo hecho carne, materializado, o sea: el Estado como centralizador y coordinador tecnólogico del control y sometimiento de las masas (y es imposible olvidar lo muy querida que le era a Stalin la expresión “ingeniería de almas”, mucho más clara y directa que la “biopolítica” de los foucaultianos). Hay un momento en Nosotros en que D-503, su desdichado protagonista, se integra en el dinamismo de la industria colectivizada, y la emoción despersonalizada que le embarga no puede estar mejor descrita, quince años antes de Charles Chaplin…
Miré hacia abajo, hacia las gradas. Siguiendo la Ley de Taylor, rítmicos y rápidos, al mismo tiempo y al igual que las palancas de una enorme máquina, los hombres se doblan, se enderezan de nuevo y giran. En sus manos brillaban unas varas delgadas angulares, los travesaños y los recodos. Grandes grúas de cristal se deslizaban pausadamente por railes de vidrio, giraban sobre sí mismas y se inclinaban con la misma obediencia que los hombres para dejar por fin su carga en la panza del Integral. Y estas grúas humanizadas y estos hombres perfectos eran como un solo ser. ¡Qué belleza tan emocionante, tan perfecta, cuánta armonía y ritmo!… ¡Rápido, bajemos rápido, todo me invita a estar con ellos!
Trabajé junto a los demás, preso en el mismo ritmo cristalino, el mismo ritmo de acero… Movimientos uniformes, mejillas sonrosadas y sanas, unos ojos claros como espejos y unas frentes libres de las nubes que surgen por culpa de la ilusión y la imaginación. Me sentía nadar en un mar plateado (Anotación 15, traducción de un sitio de Internet[4]).
El Estado Único, como lo denominan su “números”, es todo, es El Todo, es la “movilización completa del ser en orden a apuntalar la nada”, como decía más o menos, inspirado quizá en Ernst Jünger, René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca. El más potente teórico del Estado del mundo contemporáneo, que fue Hegel, definía al Estado moderno de muchas maneras entrelazadas, o bien como “la realidad efectiva (Wirklichkeit) de la idea ética”, o como “el espíritu ético como voluntad sustancial revelada”, bien como nada menos que “lo racional en sí y para sí”, o “la realización completa de la libertad”, “el espíritu que está (Dasein) en el mundo”, la “voluntad divina en cuanto espíritu presente que se despliega en una figura real y en la organización de un mundo”, “un gran edificio arquitectónico”, “el jeroglífico de la razón”, y, last but not least, sin pararse ya en barras y tirando por lo alto, como un “Dios real” (wirklichen Gott).Y así es, en efecto, como se ve el aparato estatal en Nosotros y así es como lo ve el Benefactor, ese hombre que en cada caso está a los mandos y que se hace elegir por unanimidad y a mano alzada legislatura tras legislatura. Sin embargo, ni siquiera Hegel fue tan extremista (y Zamiátin, en una frase que quiere pasar desapercibida pero que muy bien podría insinuar el sentido global de su obra dice que “es evidente que para determinar el verdadero valor de una función hay que llevarla al límite”, Anotación 24), puesto que Hegel, pese a su grandilocuente lenguaje, entendía que el Estado representa el Espíritu Objetivo, y no, ni mucho menos, el Espíritu Absoluto, es decir, que un Estado nacional no es más que una forma provisional de la razón, y jamás la definitiva. De hecho, Hegel pensaba que las minorías -el Espíritu subjetivo, ahora- con sus demandas introducían la negatividad necesaria para que la política fuera transformada en cada ocasión, y para que tales demandas se convirtieran en algo recogido en la objetividad de una nueva ley, de una nueva coexistencia política. La Rusia post-revolucionaria, sin embargo, se olvidó muy convenientemente de este motor de autocorrección interno de la racionalidad en su encarnación política, así como prorrogó indefinidamente el paso pedido por el padre fundador Marx desde la futura dictadura del proletariado hasta la extinción irreversible del Estado.
Esa doble omisión se refleja mejor que en ninguna parte en Nosotros, donde Zamiátin instala en su decorado dos factores altamente significativos, que demarcan los límites físicos del relato: primero hace que las “Tablas de la Ley” no conozcan modificación alguna desde hace casi mil años, y luego coloca un muro exterior, el Muro Verde, que aísla completamente la cárcel humana del extramuros salvaje (y eso que Zamiátin no podía saber todavía que Stalin declararía la validez del socialismo en un solo país…) Las Tablas de la Ley son la clave de bóveda de esa “dictadura sin lágrimas” a la que se refirió también Huxley, la fórmula definitiva e incontestada de la felicidad humana, o como dice el propio D-503:
La Tabla de las Leyes: desde la pared de mi cuarto sus letras de púrpura sobre fondo de oro me contemplan con ojos benignamente severos. Involuntariamente se me ocurre pensar en lo que los antiguos llamaron el icono y quisiera escribir versos o rezar (lo que al fin de cuentas es lo mismo). ¡Oh!, ¿por qué no seré poeta, para ensalzarte dignamente, oh Tabla de las Leyes, tú, que eres el corazón y el pulso del Estado único?
Todos nosotros (quizá también ustedes) hemos leído ya en la edad escolar el más voluminoso de todos los monumentos conservados de la antigua literatura: La guía de los ferrocarriles. Compárenla por un instante con la Tabla de las Leyes, y observarán que aquélla es como el grafito y ésta es como el diamante (¡hay que ver cómo luce el diamante!), y, sin embargo, ambos, el diamante y el grafito, proceden del mismo elemento C: el carbono; sin embargo, qué transparente y claro es el diamante y cómo brilla. Seguramente ustedes se quedarán exhaustos al recorrer las páginas de la guía-itinerario. La Tabla de las Leyes de horas, sin embargo, convierte a cada uno de nosotros en el héroe de acero de seis ruedas, en el héroe del gran Poema. Cada mañana, nosotros, una legión de millones, nos levantamos como un solo hombre, todos a una misma hora, a un mismo minuto. Y a un mismo tiempo, todos, como un ejército de millones, comenzamos nuestro trabajo y al mismo instante lo acabamos. Y así, fusionados, en un solo cuerpo de millones de manos, llevamos todos al unísono, en un segundo determinado por la Tabla de las Leyes, la cuchara a los labios, y al mismo segundo paseamos, nos reunimos en torno a los ejercicios de Taylor en los auditorios y nos acostamos…
Quiero ser absolutamente sincero: la solución absoluta, definitiva, del problema dicha, es decir, de la felicidad no la hemos hallado aún: dos veces por día, de las 16 a las 17 horas y de las 21 hasta las 22 horas, el gigantesco organismo se divide en células individuales… Éstas son las horas fijadas por la Tabla de las Leyes para el asueto personal, las horas personales. Durante estas horas usted podrá observar el siguiente panorama: unos están sentados en sus habitaciones, detrás de las cortinas cerradas, otros pasean al compás metálico de la marcha por las avenidas y otros aún están detrás de sus escritos, como yo en estos instantes. Pero creo…, no importa que me llamen un idealista o un fantasioso; creo firmemente que cierto día, tarde o temprano, hallaremos también un lugar para estas horas en la fórmula general, y que entonces la Tabla de las Leyes abarcará la totalidad de los 86.400 segundos del día.
He leído y oído muchas cosas inverosímiles de aquellos tiempos en que los hombres, todavía en libertad, vivían sin estar organizados, como los salvajes. Pero siempre me resultó incomprensible que el Estado, por imperfecto que fuese, pudiera tolerar que las gentes viviesen sin unas leyes comparables a las de nuestra Tabla de las Leyes: sin unos paseos obligatorios, sin unas horas de comida exactamente fijadas; que se levantaran y se acostasen cuando quisieran; algunos historiadores cuentan, incluso, que entonces las farolas permanecían encendidas en las calles durante toda la noche y que las gentes merodeaban por la ciudad hasta que se cansaban.
Me resulta imposible concebirlo. Por limitada que fuese su inteligencia, habían de darse cuenta de que esta clase de vida era un suicidio, un suicidio lento. El Estado (la humanidad) prohibía matar a una persona, y en cambio no prohibía asesinar a millones de ellas. Matar una significa reducir en 50 años la suma de todas las existencias humanas, y esto es un delito, pero reducir la misma suma en 50 millones de años no lo era. ¿No resulta ridícula esta manera de pensar? Cualquier vulgar número de nuestro Estado, aunque sólo tenga diez años de edad, es capaz de resolver este problema moral-matemático en medio minuto. Ellos, en cambio, no fueron capaces de resolverlo, ni siquiera todos sus Kant (porque ninguno de estos Kant caía en la cuenta de crear un sistema de ética científica, es decir, de una ética que se basa en la sustracción, la adición, la división y la multiplicación). (Anotación 3)
Ahora bien, la pregunta que se impone inevitablemente es por qué no. ¿Por qué no la utopía impuesta por la fuerza (la fuerza de la coacción y la fuerza nacida de inculturizar enteramente a la población[5]), si efectivamente acaba con las desigualdades, con las injusticias, con la miseria y con la envidia, produciendo generaciones y generaciones de muchedumbres satisfechas, conscientes de su falta de libertad pero no obstante felices por ello? (Simone de Beauvoir apuntaba que este tipo de felicidad es la propia de los niños y de las mujeres sometidas a sus maridos[6], y efectivamente Nosotros dibuja no una distopía, como se dice siempre, sino la utopía correspondiente a la minoría de edad de la razón). ¿No es eso precisamente lo que se ha buscado siempre, lo que se anhela cada vez que alguien protesta, coloquial o artísticamente, por los males de este mundo? ¿Cómo podría articularse, si no, un modo de convivencia social en el que fehacientemente y para siempre reinasen la armonía y la paz entre la población? Nosotros es una novela tan valiosa no únicamente por el estilo vanguardista de su puesta en escena, por así decirlo, que es magistral, sino por hacerse justamente esa pregunta, una pregunta que es, a mi juicio, la primera y más importante que debe formularse aquel que se pone a pensar en los parámetros de la teoría política. Y la respuesta de Zamiátin va en la siguiente dirección, si no lo he entendido mal. Él llena su texto de fantásticas descripciones del entorno del Estado Único, y realmente pinta en la imaginación del lector un cuadro futurista de cielos claros y edificios transparentes, reflejos verdosos y máquinas pulidas, planos que se intersectan y destellos metálicos[7]. El Estado Único es como una pintura de Lionel Feininger en la que primasen los azules, los vidrios y las transparencias. Todo es cristal, también los estados psíquicos de los personajes y hasta el propio tiempo (locuciones tales como “nuestro Paraíso de cristal”, “yo era un cristal”, “esmerilado vidrio del muro”, la integral como un “monstruo de cristal”, “en un punto transparente y tenso oí…”, “atravesándome con la mirada como si fuera de cristal”, etc.), y ese es justamente el gran defecto, la falla oculta de la utopía colectivista. Lo malo no es tanto que el paraíso se imponga por la fuerza, lo malo es que es un paraíso que obliga a la transparencia absoluta de pensamientos, acciones e instituciones –algo que, por cierto, caracteriza sin duda al paraíso del cristianismo, también con su propio Benefactor característico, así que cuidado con ciertas devociones…)
Y eso es ciertamente invivible. Los seres humanos no somos ángeles, pero es que además no queremos serlo. Amamos nuestra peculiar imperfección, y no soportaríamos desprendernos de ella. Toda organización social debe contener sus fosas sépticas sociales, sus contenedores de basura política y hasta sus alcantarillas libidinales[8]. Tal vez por eso, y pese a sus muy enfermizas y caóticas consecuencias, el capitalismo triunfó sobre el comunismo histórico. Porque esas fosas sépticas, esos contenedores de basura o esa red de alcantarillado pueden no estar claramente a la vista, pero lo que no pueden es no estar. Somos también todo eso que la Ilustración -y sin ningún género de dudas Marx fue un filósofo ilustrado o de la Ilustración[9]– ha querido esconder, o que confinó al terreno del arte tratando con ello de dignificarlo. Somos también todos -¡Nosotros!- esa gente o gentucilla o chusmilla vulgar que hace corrillo para mirar un accidente o para meter bulla en una pelea callejera, que ve programas del corazón y de crímenes horrendos en la madrugada, que disfruta con las películas de terror, con la pornografía, con la comida rápida, con el punk o con el fútbol, o que asume la labor de zapa de los lobbies, o la corrupción, o que goza diciendo palabrotas o dejándose vencer por la desesperación o por la pereza. La democracia consiste precisamente en esa clase de régimen político que no sólo consiente el error y la irracionalidad, sino que lo afirma como parte estructural de su sistema. Si el error, la irracionalidad y la morralla psíquica fuesen evitables, si no fuesen tan consustanciales al gesto humano como la verdad y la nobleza, entonces no tendría sentido alguno el sufragio universal, que es no por casualidad lo que opina D-503 en la novela. Zamiátin cuela un montón de ideas perspicaces en Nosotros, pero la más profunda es justamente la más superficial, en el doble sentido de que no se ve a simple vista ni se subraya, y también en el de que la transparencia omnipresente en el Estado Único es mentira, y pues en rigor falsa conciencia materializada en objetos y personas concretas, ya que si la luz aparentemente lo traspasa todo es gracias a que, por decirlo con la expresión de Nietzsche, los perros han quedado bien atados en el sótano y a cada instante se tornan más rabiosos. Hay que soltar a los perros, los cubos de basura deben colocarse bien a mano, o el contrato social no generará más que esclavos o niños so pretexto de ciudadanos de la utopía inmaculada. El mismo D-503 descubre que tiene dos yoes en su interior: el transparente, homogéneo, partidario del rebaño antes que del sujeto aislado[10], y otro, al que denomina precisamente “opaco”, y también “peludo”, un saco de ansiedad y de egoísmo, su identidad o fondo ancestral… Pero lo curioso e importante es que eso opaco no es, para Zamiátin, el Ello o la pulsión tanática a escala civilizatoria que Freud creerá detectar más tarde, haciendo más trampas que un trilero en El malestar de la cultura, sino que es aquello que el Materialismo Dialéctico y todo el pensamiento del siglo XIX negaba como un atavismo, pero que hemos visto usado como un símil por Stalin: el alma… Un doctor se lo explica así a D-503:
Pues imagínese, por ejemplo, un plano, este espejo, digamos. Mírelo. En este plano nos ve a los dos, ve una chispa azulada en la instalación y ahora se desliza también la sombra de un aeroplano. Supongamos que esta superficie se ha ablandado, y ahora ya nada se puede deslizar por ella, sino que todo se va hundiendo de aquel mundo de reflejos que de niños admirábamos maravillados y con curiosidad. Créame, los niños no son nada tontos. De modo que el plano, la superficie se ha convertido ahora en un cuerpo, en un mundo y en el interior del espejo… Y también dentro de usted hay un sol, el aire provocado por una hélice, sus labios temblorosos y también un segundo par de labios. «Mire, el frío cristal del espejo refleja los objetos. En cambio aquel otro los absorbe y conserva en sí una huella para toda la vida. Tal vez habrá descubierto alguna vez en algún rostro una arruga muy fina… ¡Ésta subsistirá siempre! Habrá oído caer, en medio del silencio, una gota de agua, y ahora mismo la vuelve a oír…
El alma como espesor de la transparencia, como tercera dimensión del cristal de un espejo, como ese extraño elemento que consiste, según un estupefacto protagonista, en algo así como “deseo de dolor”… (Anotación 24) Pero el alma es también opacidad, como lo es el amor, porque uno se enamora de alguien no conocido ya (O, la novia oficial), sino por conocer (I, la amante rebelde)[11]. La opacidad no en tanto Mal, o Inconsciente, sino sencillamente como indeterminación, imprevisibilidad, posibilidad pura… Un existir humano sin la pura posibilidad -que no se acaba con la muerte, porque el individuo o la comunidad pueden desear bienes para el mundo más allá de de su propio fin- es una forma encubierta de presidio aunque tenga lugar en un enclave tropical y sin rastro alguno del Muro Verde. Nada de esto está en el 1984 de George Orwell, que tanto partido supo sacar de todo lo demás 25 años después. Zamiátin, en Nosotros, propone, tal vez subconscientemente y entre muchas otras cosas, una cultura de la midriatización como vínculo y argamasa social. No podemos vivir sin veneno, sin veneno tan sólo seríamos miembros de un sofisticado jardín de infancia, y la utopía por fin realizada no más que una enorme guardería para adultos puerilizados. Pero lo que sí que podemos es dosificar los venenos, probarlos en pequeñas dosis hasta aprender a vivir con ellos. En una sociedad “ideal”, como se dice a menudo, no existiría, por ejemplo, el espectáculo incierto, oscuro y brutal del boxeo, pero entonces ya no sabríamos cómo canalizar esas sucias pasiones que ciertas personas necesitan desahogar cuando acuden a un combate de boxeo. Y no es válido decir “es que en una futura sociedad ideal ya habremos erradicado esa clases de pasiones insanas y primitivas”, porque en tal caso lo que se está sugiriendo son medidas políticas mucho peores que la externalización de la violencia: eugenesia, puritanismo, la guerra como gran higiene (F. T. Marinetti, también, por cierto), cruzadas morales, limpiezas étnicas, cartilla por puntos de ciudadanía -como actualmente en China… Tan sólo hay que recordar, en fin, los estúpidos efectos de los años de la Ley Seca en Chicago y en todo EEUU, que Zamiátin llegó a conocer mientras escribía Nosotros, aunque jamás sabremos si las tuvo presentes en su cabeza o no. En política, y especialmente en la Rusia engendrada por la revolución, muchas veces el remedio fue peor que la enfermedad, y esa me parece que es la lección fundamental de la novela, al margen de su grandísima calidad estética.
Nosotros escenifica la lucha entre un interior atormentado, expresionista y “peludo”, con un exterior geométrico, azulado y apolíneo, y al final la cosa termina como termina para D-503 y para la organización social del remoto futuro. Henri Bergson escribió, en Las dos fuentes de la moral y la religión, de 1932 -el mismo año en que Stalin acabó para muchas décadas con la exploración estética en la URSS a golpe de ucase zarista-, lo siguiente, en defensa de lo que llamó las “sociedades abiertas”: Pero en una colmena o en un hormiguero, el individuo está clavado a su empleo por su estructura, y la organización es relativamente invariable, mientras que la ciudad humana es de forma variable y está abierta a todos los progresos. De lo cual resulta que en las primeras, cada regla les es impuesta por la naturaleza, es necesaria; en las otras sólo hay una cosa natural, la necesidad de una regla.
[1] Triste y característica anécdota de la pesadilla publicitaria y de marketing en que vivimos es la que cuenta en Nueva visita a un mundo feliz, de 1958, Aldous Huxley, cuando escribe que “a este respecto, la breve y triste historia del Instituto de Análisis de la Propaganda es significativa en grado sumo. El Instituto fue fundado en 1937, cuando la propaganda nazi era más ruidosa y efectiva, por el señor Filene, el filántropo de Nueva Inglaterra. Bajo los auspicios de este centro, se hicieron análisis de propaganda no racional y se prepararon varios textos para la instrucción de los estudiantes secundarios y universitarios. Vino luego la guerra, una guerra total, en todos los frentes, en el mental no menos que en el físico. Con todos los gobiernos aliados dedicados a la “guerra psicológica”, insistir en 1a conveniencia del análisis de la propaganda parecía un poco falta de tacto. El Instituto fue cerrado en 1941. Pero inclusive antes del estallido de las hostilidades había muchas personas a las que las actividades del centro parecían muy inconvenientes. Ciertos educadores, por ejemplo, desaprobaban la enseñanza del análisis de la propaganda alegando que induciría al cinismo de los adolescentes. Tampoco los militares acogían con agrado tal enseñanza; temían que los reclutas comenzaran a analizar el lenguaje de los sargentos instructores. Y estaban luego los clérigos y los anunciantes. Los clérigos se pronunciaban contra el análisis de la propaganda alegando que un análisis así socavaría la fe y disminuiría la asistencia a la Iglesia; los anunciantes adoptaron la misma actitud por entender que tal análisis socavaría la lealtad a las marcas y reduciría las ventas”, p. 130, en Edhasa, 1989.
[2] La cancillería del Reich, supervisada por el propio Führer, y que jamás fue terminada, contenía un despacho de enormes dimensiones que obligaban al visitante a caminar un largo trecho sin saber qué cara poner o cómo saludar conforme se aproximaba al gran hombre, que entre tanto fingía estar aplicado a sus papeles e ignoraba al postulante.
[3]La llamada telefónica de Stalin a Mijail Bulgakov
[4] Entero pero de dudosa traducción aquí.
[5] Zamiátin dedica una anotación completa al desempeño puramente funcional y lacayuno de la poesía en un entorno totalitario, burlándose indisimuladamente de sus colegas constructivistas de la época, y lo cierto es que no es para menos. El Lissitzky, por ejemplo, había afirmado que el arte antes de la revolución servía para embellecer la vida (lo cual tampoco es demasiado riguroso), mientras que ahora tenía la obligación de ordenarla, y Ródchenko, sin duda un gran artista al que debemos prácticamente la iconografía popular del s. XX, abandonó completamente la pintura en aras del agit-prop.
[6En Para una moral de la ambigüedad, de 1947 –muy sartreano todo en ese ensayo tan temprano, naturalmente.
[7] Cosas como estas, que trasladan las intuiciones de las vanguardias a palabras precisas: “Sin I, el sol de mañana no será más que un disco de metal, de hojalata, y el cielo un trozo de lámina pintado de azul; y yo mismo…” (Anotación 24)
[8] Algo como esto defendí ya brevemente en Larry Flint ardiendo en los infiernos:
[9] Acerca del motivo por el cual hubo que inventarse ad hoc y con cierta prisa una estética marxista el artículo El puño del artista, revista Germinal número 4, en Dialnet, escrito hace mucho y plagado de lagunas por el que esto suscribe.
[10] Formidable este pasaje, caracterización inigualable de la URSS tiempo antes de que las cosas se pusieran feas, Anotación 20: Imaginémonos dos balanzas, una de las cuales contiene un gramo y la otra una tonelada; es como si en una estuviera el «yo» y en la otra el «nosotros» del Estado único. Consentir al «yo» cualquier derecho frente al Estado único sería lo mismo que mantener el criterio de que un gramo pueda equivaler a una tonelada. De ello se llega a la siguiente conclusión: la tonelada tiene derechos, y el gramo deberes, y el único camino natural de la nada a la magnitud es: olvidar que sólo eres un gramo y sentirte como una millonésima parte de la tonelada.
[11] Más alegoría de la “opacidad” en Anotación 23: Estás aquí, a mi lado y sin embargo me pareces tan distante como si estuvieras separada de mí por un muro opaco como los de los antiguos. Oigo ruidos y voces a través de este muro, pero no puedo captar el sentido de las palabras; no sé lo que hay detrás. Pero no lo puedo soportar ni un minuto. Desde que nos conocimos noto que te estás callando algo: no me dijiste jamás cuál era el lugar de la Casa Antigua hasta donde me perdí, y qué clase de pasillos son aquellos; y por qué el pequeño doctor…
(Una breve corrección gramatical: wirklicher Gott, no “wirklichen Gott”.
El primero es nominativo y el segundo sólo lo sería si fuera en acusativo o genitivo, que no es el caso)
Te sigo leyendo con interés
Viele Danke, corrijo en mi, llamémoslo, original…