Desconectada

Supongo que las adicciones funcionan así; coartan tu fuerza de voluntad, te redimen sin que te des cuenta. Creo que, de no haber perdido el móvil en un tren cualquiera de camino a mi casa, no podría haber pasado tres semanas sin teléfono ¿Por qué haría algo así? Digo, voluntariamente aislarme de los mecanismos que hoy en día nos mantienen en contacto. Mi adicción, auto diagnosticada, no es severa. Como el alcoholismo y el tabaquismo, es compartida con millones de personas, lo que la hace mucho más aceptable. Estas adicciones van más allá de la dependencia de un cigarrillo o de una pantalla. En el caso de la última, buscamos valoración, conexión, queremos ser vistos.

El sentimiento de pertenencia, la necesidad de conectar, son necesidades básicas del ser humano. Lo escribió E.M.Foster y se lo tatuó Alan Cumming: Only connect […] Esta necesidad se manifiesta al compartir una canción que nos conmueve con alguien a quien amamos, cuando nos compramos la última camiseta en tendencia para ir al colegio en sintonía con nuestros pares, si hacemos match en una App de citas, al sonreír a un extraño a pesar de que la mascarilla nos oculte la boca.

La tecnología nos ha ayudado a conectar con personas que viven lejos, o con extraños que de no ser por algún algoritmo no hubiéramos conocido nunca. En un futuro no muy lejano trabajaremos con gente que nunca conoceremos en persona, estudiaremos en universidades cuyas aulas nunca visitaremos, comenzaremos relaciones online antes de tocarnos. El capitalismo se aprovecha de todo ello. La llegada de los aparatos móviles, aquellos que nos acompañan a todas partes, nos han hecho irremediablemente dependientes. Somos una sociedad adicta, nos recuerda la luminosa Carrie-Anne Moss en un podcast con Lewis Howes. Y somos conscientes de ello en diversos grados. Los necesitamos desde que suena la alarma hasta que el silencio de la noche se ilumina con nuestras pantallas azules. Nos encontramos hiper-conectados con personas con las que, en un estado natural, no tendríamos por qué interactuar. Esto es perverso porque es imposible de frenar.

Esta hiperconexión es además un espejismo. Creemos tener mucha más gente en nuestra vida de la que en realidad habita en ella, personas de carne hueso con las que nos tomamos un café y follamos. No me confundáis, no soy una cínica, tengo muchas amistades bonitas con personas que viven en otras geografías, he tenido una relación larga a distancia. No planeo dejarlo todo e irme a vivir a una casa en el campo como hizo la maravillosa Beatriz Montañez.

Perder mi teléfono móvil en un tren en Bruselas se presentó como una oportunidad única. No tener teléfono, no poder acceder a determinadas aplicaciones, experimentar conmigo misma. No por curiosidad científica, ni superioridad moral, sino porque no tengo la voluntad suficiente para poder dejar de usar mi teléfono por motu proprio. Recuerdo que la última (y primera) vez que tuve un ataque de ansiedad fue en primero de carrera. Aunque la razón real era otra, el detonante fue la pérdida por vez tercera de mi móvil. Lo que más se me atragantaba era la burocracia. Pasé de móvil de segunda a móvil de segunda durante años hasta que por fin me recuperé del pequeño trauma y me compré un nuevo aparato. Casi una década después me ha vuelto a abandonar. En una cuestión de segundos ya no está. Desaparece.

Un calor interno sube hasta mis mejillas y la respiración se acelera. Miles de imágenes corren por conductos neuronales que desconozco, incluyendo la intensa mirada de un chico que se ha bajado justo detrás de mí. No sé si se puede ser tan tonta como para dejar un parte de mí – de mis notas con promesas, libros por leer, fotos que no estaban en LA nube – abandonada en un tren. Quizás me lo han robado, eso me quitaría cierta responsabilidad. Considero en microsegundos las diferentes opciones que tengo para recuperar el aparato, pero cuando voy de vuelta el tren ya está de salida. La vida.

Ya casi no nos es ajena la dependencia que tenemos de estos aparatejos. No solo del hardware y software, si no del número de teléfono, que tengo desde los 14 años. Absolutamente todo me llega a este numerito. Los contactos, las operaciones bancarias, mecanismos de seguridad de todas las Apps que uso y las que no uso tanto. Todo perdido o inaccesible. Realmente un desastre. Pero, si algo he aprendido en los últimos dos años de mi vida es que el control es una ilusión. Se me presentaba la posibilidad de desconectar, de dejar cicatrizar tal amputación.

Mi ánimo se va recuperando poco a poco conforme registro el episodio en objetos perdidos. Nunca faltará el optimismo. Antes de coger el bus a casa, llego a hacer una llamada con el teléfono de una desconocida para informar a mi familia de que no voy a poder decirles que he llegado sana y salva a casa. En casa, el silencio. No tengo distracciones.

El ordenador es más grande e incómodo, no te lo puedes llevar a la mano cuando se te antoje.
Después del shock inicial, he empezado a dejarlo ir ¿Realmente puedo desconectarme un tiempo? ¿Qué necesito para sobrevivir sin él? Reconozco el apego y, cuando pierdes lo que estás apegada, aparecen la angustia y el dolor. Emociones que me quiero ahorrar. Las preguntas no paran de asaltarme. Empiezo a calcular el tiempo que tengo ahora que no puedo escaparme, que no puedo formar parte de conversaciones con personas a miles de kilómetros de distancia – emocional y real-. Tiempo que me puedo regalar para conectar con personas de la vida real, del ahora, para conectar conmigo misma. Un tiempo autoregalado para desintoxicarme de hábitos, de personas, de cosas…Sé que será un período acotado, con principio y fin. Lo que, en realidad, es un aliciente. La posibilidad de decir adiós para siempre no está encima de la mesa.

Las primeras noches resultan un poco problemáticas. De repente vivo sin alarma. Pienso en comprarme un despertador analógico, pero hago la prueba y funciona, me despierto, ya soy toda una adulta. Tampoco tengo reloj, así que intento medir el tiempo sin saber la hora. Siempre puedo preguntar a los transeúntes para ver si tengo que acelerar el paso para llegar a tiempo a una reunión.

No quiero ir de heroína de la desconexión. La realidad es que, si no compartiera una cuenta bancaria con mi madre, esto no hubiera sido posible. A los tres días, ya tengo las SIM (trabajo y personal) renovadas y el teléfono de un amigo. Paradójicamente, la batería del móvil prestado dura muy poco. El universo me reta, y lo acepto de buena gana, por el momento.

Me preocupa un poco pasar el primer fin de semana sola. Acabo un texto que llegaba atragantado unos meses. Me leo un libro. Disfruto. Y, no voy a mentir, me quedo sin planes en último minuto y no me da tiempo a hacer nuevos, también me siento aislada. Se me ocurren mil razones a diario por las cuales comprarme un teléfono de inmediato. Pero respiro hondo y las dejo ir.

Llevo un libro siempre conmigo cuando voy en transporte público, observo mientras camino (sin música). Todos los días paso por un salón de manicura y me encuentro a dos pobres pegados a sus pantallas, separados por una mesa de 50 cm, pero muy lejos. Paso a un niño de no más de 10 años totalmente oculto tras su móvil de última generación y sus gigantes cascos. Un joven ignora flagrantemente a su novia, que acaba también por refugiarse en su teléfono.

Siguen pasando los días. Por un lado, no quiero tener móvil más en mi vida. Por otro, empiezo a mirar teléfonos. Me imagino imponiendo nuevos parámetros en mi vida post pérdida que me hagan estar conectada conmigo misma y con aquellos con lo que quieran una conexión real conmigo. Una conexión real requiere cierto grado de intimidad y vulnerabilidad, de dulzura como diría Sophie Fontanel. Pero, es curioso, a veces, conectar con los que están más cerca, incluyendo uno mismo, es más difícil que hacerlo con un extraño. A veces, es más fácil dar un like que decir un cumplido. Me da miedo desobedecer mis parámetros autoimpuestos al volver a la vida hiperconectada.

Han pasado ya dos semanas y sigo viva. Puedo acceder a alguna red social desde el ordenador para quedar con amigos, uso Skype para llamadas programadas, sigo sin alarma. Pero. Me. He. Comprado. Un. Nuevo. Teléfono. Tampoco tengo porque ocultarlo, tarde o temprano me iba a tocar hacerlo. No tengo claro hasta qué punto era la practicidad de comprarlo en período de rebajas, y sacar el dinero de mi cuenta lo antes posible, y hasta qué punto el subconsciente me ha jugado una mala pasada. En cualquier caso, ahí sigue, en su caja con el precinto de plástico y ahí estará al menos una semana más.

Hace tres domingos perdí el móvil en un tren en Bruselas de camino a mi casa. Le he echado de menos, pero ahora sé que no lo necesito. Supongo que aún quedan aquellos que no tienen smartphone como Ed Sheeran, o tienen un móvil de los que te permiten hacer lo básico. Yo ya no soy uno de ellos. No he podido rendirme del todo como hizo Beatriz Sarlo con su modem. Ya tengo un móvil operativo, con fotos recuperadas, Apps descargadas, una primera selfie y muchos WhatsApp por responder. Quería volver sin miedo, evitar esta emoción limitante. Quería volver con una idea clara de cómo quería usarlo yo en el contexto de mi vida, mi generación, mis hábitos. He vuelto con reglas que no se si cumpliré. Deseadme suerte.

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