El caballero de la rosa. Viena 1909

Richard Strauss

 

Cuando en 1965 vi por primera vez en Munich El caballero de la rosa, ciertas frases me sorprendieron. Sólo con la distancia de la edad pude comprenderlas cincuenta años más tarde, cuando asistimos a una representación en la ópera de Graz (Austria). Aparecen al final del acto I y eran aproximadamente las siguientes: “¿Dónde quedó Teri, aquella niña que fuí? La recuerdo bien, pero es como nieve del año pasado, ahora me he hecho una mujer. ¿Cómo puede hacerme esto el buen Dios, si yo sigo siendo la misma? Y si ha de ser así, ¿por qué permite que yo lo sienta tan claramente, por qué no me lo oculta? Es un gran misterio… tengo que sobrellevarlo hasta que mi corazón nada pueda retener. Todo lo que queremos asir se disuelve, se escapa de entre los dedos, se desvanece como la niebla y el sueño…” Surgen estas palabras de la voz de la protagonista, duquesa de Werdenberg, más conocida como “la mariscala”. La razón: ha encargado a su joven amante, el conde Octavian, que presente la rosa de plata, muestra de compromiso matrimonial, en nombre de un pariente suyo, el barón Ochs von Lerchenau, noble también pero arruinado. La destinataria es Sophie, la joven hija de un comerciante vienés de nombre Faninal, recientemente enriquecido. Apenas entrega la simbólica rosa a Octavian, la mariscala presiente que el joven la abandonará, que sus diecisiete años buscarán pronto nuevos placeres. Cuando su temor se ve cumplido en el tercer acto, ella decide renunciar a su amor obedeciendo a las leyes de la vida y a la honorabilidad que se espera de su clase en la monarquía de los Habsburgo.

 

Viena- Bernardo Belloto, 1760

 

Estas expresiones llenas de nostalgia no parecen propias de lo que se presenta como una ópera cómica y en muchos aspectos lo es. Está llena de situaciones amables y divertidas, de aventuras astracanadas que acaban en la humillación del barón provinciano por su codicia y su vulgaridad. Pero al mismo tiempo planea por toda la historia un sentimiento de honda perplejidad ante los estragos del tiempo y de noble resignación y disposición para aceptarlos. El poeta Hugo von Hofmannstahl (1874-1929) propuso el libreto al compositor Richard Strauss en 1909, cuando ya tanto él como el compositor eran famosos y gozaban de gran estimación entre el público. Hugo pertenecía a una adinerada familia, era hijo de un banquero y nieto de un comerciante judío ennoblecido por el Imperio austro-húngaro. Le habían reservado una educación refinada en una Viena que en torno a 1900 gozaba de un brillante florecimiento de las artes y la literatura, al mismo tiempo que se presentía el ocaso del poder de la aristocracia y la llegada de una nueva época dominada por el dinero. Las fortificaciones de la ciudad habían sido demolidas pocos años antes y la población se duplicaba entre 1890 y 1910. Se había desatado un frenesí de nuevas construcciones en la llamada Ringstrasse, la avenida que sustituyó a la antigua muralla. Las clases pudientes se refugiaban en las colinas cercanas y así lo hizo la familia de Hugo, huyendo del ruido y la vulgaridad.

 

 

Hofmannstahl había sido un precoz prodigio en la poesía, estimado ya desde la adolescencia por el círculo más selecto de la intelectualidad vienesa, conocido como La Joven Viena. Liderados por el crítico Hermann Bahr se reunían en el café Griensteidl, frente al palacio real;  allí estaban Arthur Schnitzler, Felix Salten y otros, todos ellos refugiados en las corrientes europeas de vanguardia, el arte puro y el simbolismo. Pero el joven Hugo, tras un período de servicio militar que le hizo descubrir las crudas condiciones de la vida real, sufrió una crisis estética que plasmó en un ensayo disfrazado como una supuesta Carta de Lord Chandos (1902): el escritor había llegado a los límites de la expresión poética, el lenguaje ya no le servía y decidía abandonar el narcisismo de su poesía decadente. Necesitaba llegar a los demás, cumplir una misión social y comprendió que el teatro era el vehículo ideal para su propósito. Conoció a Strauss en 1900 y aceptó que éste pusiera música a su drama Electra. Más tarde le, sugirió colaborar en algo más ligero, una opereta vienesa que estaba tramando, para la que pensaba utilizar todos los ingredientes del género: los personajes arquetípicos de su tiempo, las intrigas, los bailes y las diversiones, las relaciones entre los componentes de la compleja sociedad del tardo imperio de los Habsburgo. La acción, no obstante, se desarrollaría según la propuesta de Hofmannstahl, en la Viena de la emperatriz María Teresa, en torno a 1740.

 

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Casamiento a la moda. W.Hogarth

 

En pocos meses, los dos artistas concluyeron el trabajo, no sin algunos roces, pues ambos eran personalidades formidables y muy diferentes, aristocrático y refinado Hofmannstahl, ambicioso y algo prepotente el bávaro Strauss. El resultado es probablemente la más perfecta de todas las óperas, que combina una partitura esplendorosa con un texto de altísima calidad poética, de infinita ironía y profundidad. El anacronismo de toda la obra es evidente y, desde luego, querido por sus dos creadores. Del mundo de María Teresa queda poco más que el decorado y el lenguaje cursi y afrancesado de algunos personajes. Incluso la historia de la rosa de plata perfumada con esencias orientales, que se presenta como una antigua costumbre, es puro invento de Hofmannstahl. Todo en la ópera es farsa. Mozart, de quien Strauss tomó prestados dos temas, no había nacido en 1740. Y no digamos los valses, que tampoco existían en aquella época y sólo se empezaron a bailar a principios del siglo XIX. Pero por encima de todo, la genial broma consiste en presentar con atuendos del siglo XVIII a todos los personajes y estratos sociales característicos de 1900, de la Viena decadente del Fin de Siècle. La mariscala, aristócrata resignada, el burgués Faninal, nuevo rico y snob, su hija Sophie, dulce pero pomposa y algo tonta, el Baron, que llega de sus bosques dispuesto a elevar el estatus social de su futuro suegro a cambio del dinero que necesita. Al final, toda la trama se resuelve de acuerdo con el tradicionalismo nostálgico del poeta, quien ante a la decadencia de su civilización no quería deslizarse, como sus contemporáneos Schnitzler o Kafka, por la pendiente hacia la desesperación. La mariscala se despide de la juventud con nobleza, triunfa el amor, algo frágil, del conde Octavio y Sophie y se eleva el estatus social de los nuevos ricos. El codicioso barón es sonoramente ridiculizado en un cómico pandemonium final.

 

Hugo von Hofmannsthal

 

¿Y qué decir de la música? Richard Strauss era ya en 1909 rico y célebre como compositor y director de orquesta. Como Hofmannstahl, había sido un prodigio y aprovechado bien la educación musical clásica que le había proporcionado su padre, un músico relevante en Munich, su ciudad natal. Compuso después múltiples partituras para orquesta, entre ellas los conocidos poemas sinfónicos Don Juan, Vida de héroe, etc, en los que seguía con libertad las pautas del wagnerismo. Más tarde se había dejado seducir por las nuevas tendencias de la escuela de Viena, con Schönberg a la cabeza. En esa vena compuso dos óperas vanguardistas, Salomé (1905) y Electra (1909), en las que se situó al borde del precipicio del atonalismo, empujado sin duda por la crudeza y el patetismo de las dos tragedias. Pero llegó Hugo con su propuesta de trabajar juntos en una comedia y Strauss vio los cielos abiertos. Este proyecto le permitía revisar radicalmente los derroteros por los que iba derivando su estilo. Volvió a la tonalidad y tomando como modelo a Mozart, su ídolo, redujo la aparatosidad de la orquestación, haciéndola delicada y camerística, salvo cuando lo exigían las escenas tumultuosas. Incluso homenajeó al gran maestro dando los roles principales a tres voces femeninas, a semejanza de Las Bodas de Fígaro. Pero además hizo algo bastante osado: acogió con su característico entusiasmo la sugerencia  de Hofmannstahl de introducir “algún vals vienés, dulce y pícaro”. Asi, sin importar el evidente anacronismo, toda la ópera dieciochesca está basada en el estilo más característico del siglo XIX. Los valses se cuelan por todos los resquicios, a la menor oportunidad, haciendo de la ópera un producto inequívocamente vienés. En el colmo de la ironía, Strauss cita casi textualmente el vals Dynamiden, op. 173, de Joseph Strauss, una melodía etérea y sutil, que él sin embargo pone en la voz del zafio Barón cuando, con su “prosa zoológica”, como la ha calificado Eugenio Trías, intenta seducir a su prometida antes del tiempo reglamentario (Mit mir, mit mir… conmigo ninguna noche te resultará larga…).

 

 

Los partidarios de la “nueva” música de la escuela vienesa, capitaneados por Theodor Adorno, reaccionaron airadamente ante el cambio de orientación de Strauss, cuyo Caballero de la Rosa tacharon de arcaizante y traidor a la evolución que había seguido el compositor hasta Electra. Hubo de pasar mucho tiempo para que los especialistas cambiaran de opinión y propusieran una interpretación diferente de la evolución de Strauss. No sabemos si, arrogante como dicen que era y acostumbrado al éxito y los honores, vió poco futuro en el atonalismo para su arrolladora carrera, para una música que pudiera llegar al gran público. Lo cierto es que desde 1909 se mantuvo en su decisión y produjo numerosas obras maestras de carácter ortodoxo, siempre en colaboración con Hofmannstahl y, cuando éste faltó, con Stephan Zweig. La crítica piensa ahora que en realidad Strauss fue un típico postmoderno, pues rechazó la lógica racionalista según la cual  sólo podía considerarse progresista la música que obedeciera a la evolución de los medios técnicos, que disolvían la armonía clásica y la llevaban inevitablemente a la abstracción pura. Quiso, más bien, adelantarse al neoclasicismo de Stravinsky y otros compositores que prefirieron preservar la capacidad de la música para evolucionar sin disolverse.

Además, Strauss había sido apreciado y honrado por el régimen nazi. Él se dejó querer, aunque al final sufriera las consecuencias de no ser lo suficientemente sectario: le fue retirada la confianza política, dado que no tuvo inconveniente en proteger a amigos suyos judíos como el propio Stephan Zweig. Supongo que el rechazo que por mucho tiempo sufrió la obra de Strauss en ciertos círculos elitistas tiene también algo que ver con un sectarismo en sentido contrario. Pues ¿cómo podía ser realmente valiosa la música de alguien que había coqueteado con el nazismo?

 

 

(PAHLEN, Kurt: Richard Strauss. Der Rosenkavalier, Schott Musik, Berlin 1980.–TRIAS, Eugenio: El canto de las sirenas, Galaxia Gutenberg s.f..–CASALS, José: Afinidades vienesas; Anagrama, Barcelona 2003.–MAGRIS, Claudio, Der Habsburgische Mythos in der modernen Österreiceisichsen literatur, Zsolnay, Viena, 2000.–ORTEGA, Carlos: Grandes magnitudes, modernas catástrofes: Hofmannstahl contra Kraus, en Viena 1900, OCNE, 2004.–WALTER, Michael, Der Walzer als Stil; BERNHARDT, Walter, Der postmoderne Rosenkavalier: textos en el programa de la producción en la ópera de Graz 2005)

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