Muchos Algos Versus Una Nada…

El escándalo vende, pero hasta cierto punto. Vende si eres Madonna, no si eres Harvey Weinstein. Janne Teller, escritora austriaca residente en Dinamarca, se ha quedado un poco en medio entre estos dos. Hace diez años pergeñó una nouvelle que no quiso editarle nadie, pero que ahora parece que se abre camino. La tituló “Nada”, como el clásico español de Carmen Laforet, seguramente por no conocer a la Laforet, y con ese nombre pretende presentar el nihilismo adaptado a adolescentes. Pero un nihilismo a lo Dostoyevski, sin ser ella, claro, Dostoyevskiy, porque ya nadie somos Dostoyevski. Personalmente no pienso comprármelo porque ya he leído varios resúmenes (por ejemplo éste, y sin revelar el final) y no creo, la verdad, que la manera de escribir vaya mucho más allá del contenido, que es ya público y notorio por el escándalo mencionado. Porque no solamente la novelita presenta un planteamiento nihilista de inicio -además porque sí, sin explicación previa-, sino que también termina espantosamente mal. ¿Había verdadera necesidad de esto? ¿Es Janne Teller una nueva Salinger o Golding o sólo quiere hacernos creer que es una nueva Salinger o Golding pero con foto promocional?

 

A mí me parece que está bien que los chicos aprendan que todo aquel que te imponga un sentido absoluto de la vida o una verdad incuestionable es un falsario o un fanático. La experiencia secular, sobre todo la del s. XX, abona exageradamente esa impresión, que conviene que no olvidemos en el futuro cuando las cosas vuelvan a venir mal dadas, económica, política o ecológicamente. Pero entiendo que la segunda parte del mensaje consistiría, en mi modesta opinión, en subrayar después que por tanto los sentidos finitos, parciales y no definitivos, de la existencia son la verdadera sal de la vida, y que merece sobradamente la pena implicarse en ellos. No sólo eso: es que esos sentidos plurales y parciales son descubiertos como si fueran nuevos precisamente cuando los otros, los mayestáticos, únicos e impostores, han sido desenmascarados, no antes, y además son reencontrados como finitos, o limitados, en tanto que son aquellos que son nuestros, que estaban y han estado desde siempre a nuestro lado, mientras que los que pasan por absolutos o universales son, o eran, siempre ajenos, extraños, sobrevenidos desde fuera, emanados oportunamente por las autoridades competentes. El asunto me recuerda al gran personaje de Rorschach en el Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons. En cierto momento de su carrera Rorschach halla pistas de un crimen horrendo que le asusta en su extrema maldad incluso a él, y entonces decide ser Rorschach, decide que si existe sin razón alguna el negro absoluto él tiene que representar el blanco absoluto, sin razón alguna también, como si fuese cosa de su potestad inalienable el erigirse en el último juez, jurado y verdugo implacables sobre la faz de la Tierra. Y entonces mata por primera vez en su vida y acaba con el culpable, que ni siquiera es nadie importante. En la cara de Rorschach el blanco y el negro se mueven en masas cromáticas pero nunca se mezclan…

 

 

En realidad, esta decisión de Rorschach no era inevitable, lo que ocurre es que también él es un fanático. Cuando al final de Wachtmen se da cuenta de que los planes de alguien más inteligente que él desbordan sus petrificadas categorías de Bien y Mal moral, comprende que el que debe quitarse de en medio es él mismo. Y es que Rorschach resulta casi peor que el tipo que ha liquidado, porque él lo ha hecho en nombre de principios, mientras que el asesino tal sólo se dejó llevar por sus retorcidos impulsos. Rorschach cree que puede juzgar moralmente la condición humana en su totalidad, para lo cual se muestra tan arbitrario para el Bien como su víctima lo fue para el Mal. Casi peor, ya digo, aunque sólo sea por ese dicho popular que expresa muy acertadamente aquello de “Líbrame, Señor, de las buenas personas, que de las malas ya me libro yo…”. En “Nada”, de Teller, ocurre algo parecido. Que no exista un único significado global de la existencia no quiere decir que la Nada pueda ella misma ser absolutizada como el (No-)Significado Último de todo. Al contrario, me parece: precisamente porque no hay Significado Último, los significados entre los que hemos vivido siempre adquieren por fin valor, sustancia, brillo. Una madre no cría a su hijo para que sirva al Destino de la Humanidad, le cría porque le quiere, para que esté guapo y sano y así se lo aprecien sus amigas, por ejemplo. Un médico no cura a un enfermo para que se convierta en astronauta y encuentre un planeta habitable que sustituya a la larga a la Tierra, le cura sólo para que siga haciendo sus cosas, aunque la mayoría de ellas sean insignificantes (ojo a la palabra: usamos “in-significante” como pequeño, no como totalmente desprovisto de sentido…).

 

No hay, pues, ni en la madre ni en el médico como tales una dimensión primariamente moral de su actividad. La madre no obedece a un principio superior, del estilo del Segundo Precepto de la Ley Natural de Tomás de Aquino; el médico no cumple con su deber porque con ello materialice el Deber Formal kantiano, o algo así. Ambos actúan como lo hacen porque en todos nosotros -incluso en el fondo de los peores criminales, diría yo, que quisieran poner el mundo bajo su bota pero no por ello aniquilarlo-, alienta un cierto gusto por conservar el mundo tal como es, pleno de gente, pleno de cosas y pleno de “mundo”, por decirlo así, gusto para el cual la pregunta por el Sentido Último del Universo carece por completo de interés. A este extraño pero fehaciente “gusto”, que parecemos compartir con el resto del reino vivo y no vivo, le llamaría yo el bien sobre la Tierra, un bien con minúsculas porque no se construye por contraposición al Mal con mayúsculas, sino que es querido por sí mismo, incluso inconscientemente (o, sobre todo, inconscientemente). Ese bien tan mundano sí que es, en cierto modo, absoluto -lo que en las lenguas clásicas venía a significar “incondicionado”-, puesto que no viene, tal como yo lo veo, condicionado por nada, ni por la Selección Natural ni por las Leyes de la Historia, ya que ambas, en realidad, lo presuponen. Está bien que el mundo siga su curso, es lo incuestionablemente fundamental, y que luego lo haga en el sentido del egoísmo del gen o del progreso de la humanidad es comparativamente secundario. Hasta Arthur Schopenhauer, aún a regañadientes, hubiera estado de acuerdo con esto, que me parece que es un dato elemental, que es algo no por lo que por hipótesis mereciera la pena morir, sino por lo que, de facto, mucha gente muere y ha muerto a lo largo de la accidentada historia humana.

 

Pero si Rorschach hubiese comprendido algo de esto, no hubiera sido Rorschach, y de su absurda radicalidad no dependería el desenlace trágico de Wachtmen. Igualmente, el niño protagonista del libro, ese “predicador de la muerte”, como diría el Zaratustra de Nietzsche, merece en gran parte el final que Teller le asigna. La propia autora termina por reconocer -tal vez de cara a la galería, pero qué importa-, que de todos modos en este “espacio/tiempo” (sic) que nos ha tocado vivir, no siendo cifra de nada superior y definitivo, abundan las luchas que merecen la pena de ser libradas. ¿Pues entonces para qué su fábula, esa que pudiera llevar a los lectores inmaduros al escepticismo o a la desesperación, si sus padres o profesores les permitieran leerla? Pues, por lo menos, al margen de llenar el bolsillo particular de su autora, el libro puede servir para concluir que no es un ejercicio de modestia y resignación renunciar a los grandes valores abstractos del pasado para quedarnos con los pequeños, con los inmediatos y vitales de la madre y el médico, sino al revés: es, más bien, un ejercicio de afirmación de lo real frente a lo irreal, de lo cercano frente a lo distante, y de los muchos y variados Algos frente a la una y única Nada. Al fin y al cabo, si ese niño lo hubiera pensado bien, el hecho de que el Significado Último de Todo sea Nada no es más que la otra cara de la Libertad, dado que ya Nada nos obligaría a llevar un tipo de vida determinado en vez de aquella que elijamos, siempre que aquello que elijamos nos no conduzca a la negación grotesca del mundo y de la vida. Como se sabe, lo contrario de mundo en castellano es “in-mundo”, y sólo la negación absoluta es inmunda, porque además es enteramente arbitraria, como lo es en este libro.

Ahora, quien quiera leerlo y recomendarlo que lo haga, no vivimos ya en época de censuras. Pero que lo explique adecuadamente también y no permanezca en el escándalo o en esa especie de miedo a sufrir dudas que no es para nada propio de la filosofía, sino fruto -antes bien- de lecturas precipitadas…

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2 Comentarios

  1. says: Matias

    Lo único que no existe es la Nada. No sé cómo hay gente que se empeña en hablar tanto de algo que no existe. Y lo bonito de nuestra existencia, universo, el mundo y/o la realidad en la que vivimos es esa sensación de libertad (sí, limitada por nuestra propia condición y limitaciones, pero también posible precisamente por esas mismas limitaciones y cualidades -la libertad requiere de límites para poder entender su esencia y para poder ejercerla. De lo contrario se difuminaría como un azucarillo en el café y no sabríamos definirla en absoluto-).Quiero pensar que el universo es un lugar abierto e ilimitado -o muy poco limitado, no sé cuál de las dos, ni nunca lo sabré-, con muy pocas verdades absolutas (pero algunas sí lo son, como la sonrisa de un niño y ciertos preceptos éticos -que no morales, no nos confundamos-, que serían algo así como el tan denostado/viejuno ¨ius naturalis¨el cual yo creo sí existe -en una versión ultrarreducida, claro- y es válido). Para acabar, si Dios existiera (o si existe, y tal vez seamos parte de él), precisamente habría creado un universo como éste (sí, esto es muy ¨Leibniz¨, lo sé :), lleno de indefinición y con muy pocos absolutos, como una oportunidad para actuar con libertad -obviamente me opongo rotundamente a la visión determinista/reduccionista, porque de aceptarla conduce al nihilismo y absurdo más absoluto, y además va absolutamente en contra de mi intuición -igual de importante, o más, que la razón, por cierto-, y con capacidad de evolución (negar que evolucionamos -sí, con involuciones de vez en cuando- nunca lo he entendido). De lo contrario, saber a qué atenerse en todo momento (y saber que todo tiene una finalidad específica que debe ser descubierta, pero que sólo existe una única motivación o sentido) sería vivir en un universo/realidad muy pobre, y con carencia de libertad creadora (el dios bueno e inteligente debiera darte libertad para elegir creer o no creer, y precisamente habría creado un universo como éste, para que dudases constantemente y tuvieras argumentos a favor y en contra: de lo contrario nos estaría tratando como a imbéciles. Supongo que esto último es muy ¨curilla¨, pero así lo veo yo). Vaya rollaco que he soltado- Siento haber metido miles de subordinadas (es claramente deformación profesional, y por más que lo intento no consigo evitarlo). Por cierto, Óscar, no sé si te lo han contado, pero en ná y menos nos mudamos para Europa (más concretamente a la pérfida Albión). A ver si tenemos la oportunidad de tomarnos unas cañitas -o cañotas- pronto 🙂

  2. says: Óscar S.

    El libre albedrío es una idea muy desacreditada hoy, al menos en el plano teórico, pero que tiene una gran ventaja, como me hizo ver un amigo una noche. Es sencilla, hace el juego sencillo. Está el bien, está el mal, y está tu voluntad, eso es todo. Me parece muy como de película de aventuras, siempre hay en ella un momento crucial en que el héroe sufre una tentación y tiene que decidir. En ese instante no valen eximentes o agravantes, el héroe valora la situación siendo absoluto dueño de todo su ser y decide en consecuencia. Yo no sé si en la vida real pasan esas cosas, pero molaría. Seríamos como pilotos de nuestra propia vida, siempre guiando el vuelo con la palanca bien agarrada. Aunque uno se diga determinista (que no es más que la postura contraria al liber arbitrio, y por tanto tan vieja como él), no podrá negar que más nos vale a todos tener esa palanca bien agarrada, por si vienen curvas…

    Por seguir hablando de Hawking, yo creo que ese hombre era vagamente panteista, sin saber lo que es panteismo. Y que tenía cierta fe en el principio antrópico: con o sin Dios, este universo ha producido las condiciones de la aparición de vida inteligente, y eso lo hace excepcional. Como si hasta el no-sentido de todo necesitase por lo menos un contemplador que se asombrase de la contingencia radical de la existencia. Es una idea extraña: cuando me hago consciente de que todo podría ser de otro modo, o no ser, entonces pienso que esa misma consciencia parece -sólo parece…- una finalidad del universo. Hawking sentía esa especie de paradoja cósmica. No hay completo azar hasta que un espectador se percata del azar, y entonces, de repente, ya no parece tan azar…

    Me contó tu madre lo de Inglaterra. Mucho mejor que California, excepto por el clima…

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