Un placer fugaz

Todos necesitamos sentirnos queridos, que nos digan lo buenos que somos, sentirnos arropados por el calor de palabras dulces que nos miman como el abrazo de una abuela una tarde de domingo. Truman Capote buscaba este reconocimiento de un modo obsesivo, lo necesitaba casi tanto como que sus amigos escritores compartieran con él confidencias y Martinis en el Harry’s Bar. No despreciaba un piropo, al contrario le gustaba que le elogiaran, convertirse en el centro de atención de editores y críticos. Necesitaba que todos aceptaran que él era el mejor y el más original escritor de todos los tiempos.

Cosmopolita, viajero impenitente, presumía de haberse codeado en sus viajes con Orson Welles, Greta Garbo, Cecil B. DeMille entre otros. Pero si de algo se mostraba especialmente orgulloso era de su correspondencia. Cartas y mensajes que escribía a sus amigos en trozos de papel tornasolado con olor a lavanda, pedacitos de su vida, cotilleos que él mismo se encargaba de airear con el desparpajo de un niño grande que sabiendo que ha roto el jarrón favorito de mamá todo se le perdona. “Envíame otra de esas fantásticas cartas llenas de chismes: me hacen sentir como si estuviéramos juntos en algún lugar tomando una copa“, escribió a uno de sus corresponsales.

Truman-Capote-escritor-y-colaborador-de-Vogue-discutiendo-un-proyecto-con-Diana-Vreeland-in-1965.-©-James-Karales

Amigo de sus amigos, se desvivía en cumplidos, les agasajaba con flores y regalos sin importarle otra cosa que hacerles felices. Les reconfortaba en sus peores momentos, y no le hacía ascos a una buena merienda en casa de alguna de sus amigas adineradas si así conseguía aliviar la soledad de sus peores momentos. De hecho, las puertas de su casa a lo largo del mundo siempre estaban abiertas a todos ellos, deseoso de compartir esos rincones desde los que en compañía de sus perros y un gato escribía sus relatos para The New Yorker o para el Harper’s Bazar, mientras alardeaba de hacer las mejores conservas de higo en Ischia o se lamentaba de que los muchachos romanos, portentos de la naturaleza, como él los llama no le hicieran ni caso.

Pero en sus cartas, frivolidades aparte, también hay un hueco para hablar del mundillo literario, de sus primeros libros, de las revistas de literatura, de sus guiones para el cine, de las muchas dificultades por las que pasó mientras escribía su más importante obra “A sangre fría”, obra que le convertiría en un mito. Incluso se le escapa algún consejo literario a un joven aspirante a escritor amigo suyo, que codiciosa como soy, ya he hecho mío: “Escribir sobre lo que conoces”, “No creer que la buena escritura es la más vistosa” y “Aprender a reescribir las cosas. A pulirlas”

Bien es verdad que algunas de sus cartas parecen estar escritas con la prisa que un temperamento como el suyo le imponía. Cartas escritas casi del tirón como él mismo reconoce, sin importarle otra cosa que tenerlas listas antes que le cerraran la estafeta de correos. Así le dice a Arwin Newton: “Solo tengo cinco minutos, no me tengas en cuenta la redacción, pero lo que necesitaba es escribirte”, se excusa. O cuando le escribe a Alvin Dewey: “Esto son solo unas líneas garabateadas deprisa; cuando estemos en ruta os enviaré postales y os escribiré como Dios manda…”.

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Cualquiera dirá, no sin razón… ¿ y qué más da que fuera así? Lo único importante es que sus cartas, frívolas, escritas deprisa o no, son un ejercicio de literatura; un regalo que sus admiradores apreciamos, el balcón desde el que asomarnos a una vida turbulenta y viajera. Y no lo niego, mientras las leo no dejo de sentir envidia, en estos tiempos en los que todo se reduce a un whatsapp acelerado y a veces ni eso, a mí también me gustaría sentir ese placer fugaz. Que alguien encabezara una carta llamándome preciosidad mientras se dirige a mi diciéndome: “Perdona que te escriba en este pedacito de papel (no tengo otra cosa) pero te quería enviar una notita solo para decirte que te quiero… “.

*Fotografías de Arnold Newman y James Karales.

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