“La libertad es algo que se tiene y no se tiene a la vez, que se quiere, que se conquista…”
Friedrich Nietzsche
Ya era más bien mayorcita cuando Virginia Woolf recibió, en 1935, la carta de un bienintencionado señor que temía la proximidad de guerras en Europa. En el tiempo que tardó la Woolf en responder, tres años, estalló la Guerra Civil Española y Hitler y Mussolini mostraron bien a las claras su intención beligerante. Lo que quería aquel señor era que la escritora firmase una carta dirigida a los periódicos, que ingresase en una sociedad antibélica y que, si acaso, contribuyese con fondos a dicha sociedad. Además, le formulaba una pregunta bien difícil, que decía: “¿cómo cree usted que se podría parar la guerra?” Virginia se puso a discurrir y tanto discurrió que articuló su contestación a aquella petición en una respuesta de más de 250 páginas con un abundante aparato de notas, que es el libro que hoy conocemos como Tres guineas. También escribió una novela a propósito de ello, Los años, pero esa es otra historia. Porque Tres guineas es pura dinamita, lo fue y lo sigue siendo, y basta con este texto para justificar toda una vida de reivindicación y pensamiento feminista. Una década antes había publicado el célebre Una habitación propia, pero Tres guineas es mucho más maduro, mucho más argumentado y, tal como yo lo veo, mucho más asombroso…
Virginia se puso pues a escribir con una gran carpeta de documentación seleccionada por ella a un lado y con unas fotos de cadáveres y casas derruidas de la guerra española en el otro. Calculadamente, empleó un estilo frío, expositivo, casi platónico, que gusta se desplegar los razonamientos hasta el final sin importarle la repetición de las clausulas sintácticas implicadas [1]. Pero de vez en cuando hace asomar la furia [2], la furia de no querer jugar al juego de la cultura masculina tradicional, que es la que precisamente conduce a las guerras. La Woolf no se mete en el espinoso terreno de tratar de averiguar si esa cultura es la única a la que lleva por esencia el patriarcalismo o sencillamente Occidente ha devenido en esa posibilidad concreta que tan bien conocemos entre muchas otras que quizá hubieran sido más benévolas; pero en lo que sí entra es en juzgarla tal como es y se nos muestra, en crudo. Y es, a su parecer, tan nefasta como irracional. Uno lee Tres guineas, y a base de espigar textos de la ideología victoriana, no puede más que estar de acuerdo con la indignación de la escritora. Sin embargo, esa indignación no se da al lector como se da una bofetada en la cara, esa indignación se mastica lentamente, entre líneas. Virginia Woolf se apea en pocos momentos de su actitud serena, meditativa, puramente analítica, como propia de alguien que desea aprender, pero que no se va a dejar convencer fácilmente. No en vano, se trata de la carta de respuesta más larga de la historia, demorada casi tres años. Y, mientras, han aparecido en su buzón otras cartas por responder, de las que también da cumplida cuenta a la vez en esta.
Pues bien: las razones se encadenan unas con otras sosegadamente hasta que llega lo más emocionante. Y lo emocionante es una propuesta, que se presenta como una alternativa mucho más justa y verdadera que los deseos de aquel digno señor, para los cuales, en cualquier caso, termina la escritora por donar una guinea en concepto de ayuda. Esa alternativa pasa por el reconocimiento de la condición de hecho de la rebelión real de muchas personas aisladas, sobre todo mujeres, a las que Virginia agrupa como pertenecientes a una virtual “Sociedad de las Marginadas” (outsiders en inglés), y para las definir las cuales enumera en la segunda guinea los siguientes rasgos, casi un conjunto de votos propios de una suerte de hermandad o sororeidad laica: pobreza, castidad, burla y libertad de las lealtades irreales. Nuestra protagonista, como suele decirse, tiene la palabra:
Por pobreza entendemos dinero suficiente para vivir. Es decir, debe ganar lo bastante para ser independiente de otro ser humano y comprar ese mínimo de salud, ocio, conocimientos, etcétera, necesarios para el desarrollo del cuerpo y la mente. Pero no más. Ni un penique más.
Por castidad se entiende que, cuando haya ganado lo suficiente para vivir mediante su profesión, se negará a vender la mente por dinero. Es decir, deberá abandonar el ejercicio de la profesión, o bien ejercerla a fines de investigación y experimentación; o, si usted es artista, buscar el arte por el arte; o bien impartir de manera gratuita los conocimientos adquiridos en el ejercicio de la profesión a quienes los necesitan (…)
Por burla -una palabra fea, pero repetimos que el idioma inglés necesita nuevas voces- se entiende que debe usted rechazar todos los medios para anunciar sus méritos y sostener que el ridículo, la oscuridad y la censura son preferibles, por razones psicológicas, a la fama y los elogios. En cuanto le ofrezcan condecoraciones, títulos y el ingreso en órdenes, arrójelos a la cara de quien se lo ofrece.
Por libertad con respecto a lealtades irreales se entiende que debe despojarse del orgullo de la nacionalidad en primer lugar; también del orgullo religioso, del orgullo de la universidad, del orgullo de la escuela, del orgullo de la familia, del orgullo del sexo y de todas las lealtades irreales que surgen de ellos.
Se trata, como se ve, del reconocimiento (no de la creación, ya digo, si se tratase de eso estaríamos hablando de una secta, aún en el sentido noble del término[3]) de una posición común a mucha gente de su época, también de unos pocos varones -y por eso he escrito aquí mi título con una arroba que naturalmente la Woolf no utiliza-, bajo un principio máximo que la escritora no enuncia pero que yo denominaría, frente al socrático/tolstoista/gandhiano de “no resistencia al mal”, al modo de una variante más matizada de “no cooperación con el mal”. El mal actúa, pero la marginada o el marginado no es que únicamente no oponga una actitud violenta proporcional a esa agresión, sino que tampoco coopera con él, se pone deliberadamente al margen, desinteresándose por su desarrollo, que es lo que Virginia Woolf llama en este texto “indiferencia”. De hecho, lo que más sorprende en este punto de Tres guineas es que a las puertas de una guerra descomunal, y en apariencia justa desde el punto de vista de las naciones amenazadas, su autora, que tanto debe a la tradición literaria de su país, seguramente la más brillante de los siglos anteriores y ya depositaria entonces del idioma más hablado del mundo, llama al apátridismo consecuente en la tercera guinea:
“En consecuencia, si tú insistes en combatir para protegerme, o en proteger a nuestra patria, quede claramente establecido y aceptado por ambas partes, fría y racionalmente, que luchas para satisfacer un instinto sexual en el que yo no puedo participar, para conseguir unos beneficios que no he compartido y probablemente no compartiré, pero que no luchas para satisfacer mis instintos, ni para protegerme o proteger a mi patria”. Y la outsider proseguirá: “Y así es por cuanto, como mujer, no tengo patria. Como mujer, no quiero patria. Como mujer mi patria es el mundo entero”. Y si, después de haber dejado hablar a la razón, queda aún cierto obstinado sentimiento, cierto amor a Inglaterra suscitado en los oídos infantiles por el graznido de las cornejas posadas en el olmo, por el murmullo de las olas en la playa, por voces inglesas murmurando canciones de cuna, la outsider utilizará esa gota de pura, aunque irracional, emoción para dar primero a Inglaterra cuanto desea de paz y libertad para el mundo entero.
Y eso que Inglaterra, a las que las “hijas de los hombres instruidos” (o sea, las hermanas de los burgueses, pero cuya postergación social y profesional no les permite ser tildadas de burguesas, como la Woolf aclara en nota) deben el derecho al voto y sus primeros oficios remunerados, había sido la cuna, en 1869, de aquel tratado de John Stuart Mill y Harriet Taylor, El sometimiento de la mujer, donde ya parecía decirse todo lo importante respecto de la igualdad de los sexos… Se podría pensar, con algo de mala uva pero inteligentemente, que hay cierto orgullo luciferino en esa renuncia a todo orgullo, incluido el orgullo patriótico, y también que representa un ideal de pureza, de pureza personal y política, desfasado y patético, como si Virginia Woolf aspirase a la condición de monja de la cultura y quisiese encontrar compañeras de clausura artística. Su propia vida fue un poco así, recluida entre los miembros del Círculo de Bloomsbury, editando sus obras en una imprenta privada, llevando una vida sexual y afectiva realmente outsider, que es un término que en inglés no sabe de géneros. No obstante, resulta admirable hoy rememorar esa actitud, cuando muchas personas seguramente vivan “anónimas y secretas”, como pide este libro, sin querer mezclarse con la indecencia reinante, pero llevando a cabo a su manera y con sus límites materiales una cultura libre que es tan frágil que su prosecución depende de un solo “clic” de un ratón.
Y sigue habiendo, creo, un cierto derecho a la desconexión, que es lo que viene a decir el concepto de “indiferencia” de Tres guineas, el derecho a no tener que participar ni por activa ni por pasiva en una actualidad mediática que nos ofende, y, por el contrario, sentir la necesidad interior de desarrollar cierto trabajo “con medios privados y en privado”, como dice Virginia, a fin de desarrollarse artística y personalmente sin molestar a nadie pero sin cooperar tampoco con el mal en el plano cultural. Con cierto orgullo y cierta pureza, sí, porqué no, sin recibir favores ni tener que pedirlos, al menos fuera del ámbito más estrictamente íntimo, o sea, el amistoso y familiar. En todo eso sin duda Virginia Woolf se mostró firme y obstinada hasta el final, un final triste pero decoroso, lejos de lo que ahora llamaríamos el “postureo” banal de los premios, las conferencias y los trajes oficiales, haciéndose con ello merecedora de la frase que le dedica Antonio Muñoz Molina en la contraportada de la edición de Tres guineas de la editorial Debolsillo, y que dice así: Qué escritora más inmensa, más severa y rotunda en su enfado de mujer harta de limitaciones…
En cuanto a aquellos cadáveres y aquellas casas derruidas que esta larga carta tenía tan presentes, la Historia nos cuenta todo lo que vino después, en España y en el resto del mundo.
[1] Una amiga muy lista, que es quien me ha recomendado esta especie de ensayo como yo lo recomiendo ahora, me señala que esta repetición resulta muy retórica, como el “pero Bruto es un hombre honrado”, tan de amarga ironía, con que termina cada periodo del discurso de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, y que todos hemos visto en la estupenda versión cinematográfica de Joseph Mankiewicz interpretado por Marlon Brando
[2] Por ejemplo, en la primera guinea, un arrebato casi fuera de tono: Si esta es la verdadera naturaleza de nuestra influencia, y si todos aceptamos esta descripción y hemos reparado en sus efectos, o bien no está a nuestro alcance, porque muchas de nosotras carecemos de belleza y somos pobres y viejas, o bien merece nuestro desprecio, por cuanto muchas preferiríamos simplemente llamarnos prostitutas y ponernos bajo las farolas de Piccadilly.
[3] El sentido noble del término “secta”, en mi opinión, sería aquel en que un nuevo descubrimiento espiritual invita a la gente, no necesariamente a una élite, a sumarse a un estilo de vida distinto, que rompe con el modo de proceder común, a veces -las peores- en nombre de una verdad inconmovible y a veces -las mejores- por las propias ventajas internas que tal estilo de vida acarrea para sus iniciados, además de la intrínseca de separarse del sistémico.