Juan Cueto, la escritura visual
Con Juan Cueto Alas (Oviedo 1942- Madrid, 2019) desaparece una peculiar forma de entender el periodismo contemporáneo al que algunos hemos asistido en las últimas décadas. Cosa, la de las desapariciones, que ocurren periódicamente, cuando desaparece un maestro en el empleo de algunas características propias de la comunicación y de algunas formas personales de plantearla. Y todo eso en el momento del cambio de soporte físico, del papel al medio digital.
Ocurrió con Vázquez Montalbán, ocurrió con Francisco Umbral, como antes había ocurrido con muchos otros escritores de periódicos: desde el primer Plá al último González Ruano. Y ha ocurrido hace poco con Vicente Verdú. Con quien lo hermana Juan Cruz, en su inagotable fuente de datos personales y literarios, Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria. “A Cueto le llamaba todos los sábados, para tratar de entender, gracias a él, como iba el mundo; llamaba también a Vicente Verdú”. Ese carácter de vidente o de arúspice de ambos escritores viene dado por sus capacidades para leer el futuro. Desde el presente atareado del último tercio del siglo XX. En unos momentos en que se ponen en marcha las transformaciones conocidas por todos: ecologismo, feminismo, pacifismo y tantos otros movimientos culturales que pivotan entre la paz y el amor, entre la electrónica y el movimiento. Y para todo ello hace falta tanto buen oído, como buena vista
De tal suerte que con todos esos vaivenes, Cueto es capaz de entender la crítica de televisión como un nuevo campo de ensayos semiológicos, sociológicos y comunicativos. Como vino demostrando en su columna La cueva del dinosaurio, primero en La Nueva Asturias y después en El País. Entender la televisión y la publicidad como campos exploratorios de la nueva sensibilidad y de los nuevos saberes, fue la propuesta central de ese recorrido. Como demostró en sus trabajos de 1982 Mitologías de la modernidad, y de 1983 La sociedad de consumo de masas. Concebido el primero, casi en clave de las Mitologías de Roland Barthes, y el segundo en la onda de las revelaciones de Marshall Mcluhan. Por ello resulta creíble la afirmación de Juan Cruz al señalarlo “acaso como el hombre más moderno, dinámico y estimulante”. Más bien, un auténtico adelantado a nuestro tiempo y con capacidad de atisbar lo próximo.
Todas esas miradas de la aceleración cibernética, electrónica, digital e informática, fueron producidas, paradójicamente, desde la periferia del norte español. Como si Cueto fuera ajeno al ruido de la máquina contemporánea en el espacio, a la vez que prestaba una atención minuciosa en el tiempo a esa misma máquina. Y así, desde su retiro norteño comando una excepcional revista Los cuadernos del Norte, desde 1980 y con el patrocinio de la Caja de Ahorros de Asturias. Donde frente al vértigo del share y de los bits, de sus trabajos de Canal+, El País o Triunfo, se contraponía un orden diferente y más pausado.
Como si Cueto funcionara en dos velocidades diferentes, la larga y la corta, como ocurre con la luces de la conducción nocturna. Luces de lejanía y luces de proximidad. Velocidad vertiginosa del tráfago del trabajo diario o semanal del menudeo periodístico y televisivo, y velocidad de la quietud sosegada de los trabajos literarios de Los Cuadernos del Norte. Donde, por ejemplo, en el número 3 de septiembre-octubre de 1980, era capaz de reunir a Ángel González, Ricardo Gullón, Álvaro Cunqueiro, Manuel Andújar o Juan Benet, como si de una revista decimonónica se tratara, al tiempo que era capaz de escribir sus Pasiones catódicas en 1990. Pasiones televisivas de sus críticas recogidas, que volvía del revés su anterior trabajo de 1985 Exterior noche; ahora conmovido por el cinematógrafo y su potencia imaginaria y visual. Fruto en ambos casos de su pasión por la imagen sin menoscabo de la palabra. Por ello, la denominación de Escritura visual que le doy a estas notas; porque a Cueto le habría gustado que sus escritos se leyeran como proyecciones visuales.
Tal vez y desde esta percepción dual de su trabajo (acelerado y lento, visual y literario) nos regaló su última entrega en 2012, con Yo nací con la infamia. Para dar cuenta de esa devastación que sobre las almas delicadas producen las imágenes contemporáneas. Sin olvidar que esa infamia aparece subtitulada como La mirada vagabunda. Mirada del vagabundo moderno como nos enseñaron Baudelaire y Walter Benjamin, que ha perdido sus mejores relatos literarios y no acierta a entender la complejidad de las imágenes. Mirada del vagabundo moderno como condición contemporánea por excelencia de los tiempos cambiantes.
Juan Cueto besa a Cybill Shepherd
Morirse es una molesta vulgaridad en la que incurrimos todos, pero lo peor es lo que viene después. Si eras una persona anónima, felizmente intrahistórica, entonces el efecto más chocante de tu muerte consiste en que ya nadie puede echarse un parrafito contigo, no ya porque no quiera, sino porque no puede. Eso es, creo, lo que le resulta a la gente cercana al muerto más difícil de asumir en el duelo: el finado no está ni estará ya nunca disponible para que le cuentes el estupor y el vacío que te ha producido la noticia de su muerte, a él, que sería el primer interesado en saberlo y decir algo al respecto, sea consolatorio o sea más bien imprecatorio. De ahí que la muerte sea tan de regusto singularmente metafísico, tal vez la única prueba, junto con el cielo azul, el espacio infinito y el mar profundo, de que no todo puede ser reducido al prosaísmo y desengaño habitual de la vida cotidiana adulta. Pero si además la has palmado y eras famoso, aunque sólo fuera ligeramente famoso (es decir, no bestialmente famoso, como Cristiano Ronaldo hoy), entonces lo peor no es el agujero negro que dejas al irte -siempre mayor, extrañamente, que el modesto volumen que ocupabas vivo, pero que luego se va colapsando sobre sí mismo-, lo peor son sin duda las trapisondas que la posteridad vaya a hacer con tu imagen, que pasa desde ese momento a formar parte de los tejemanejes de los vivos sin que el protagonista supuesto esté en condiciones de protestar enérgicamente, interponer una demanda o hacer desmentidos. Aquiles, el de ligeros pies, era un loco si de verdad pensaba que podría vivir eternamente mediante la fama de su nombre asociado a sus gestas, pero era más loco aún si creía que podría conservar algún control acerca de lo que a sus descendientes les diera por opinar de él en innúmeros volúmenes eruditos, hexámetros dactílicos, películas de Hollywood e incluso algún tema perdido y olvidado de los Led Zeppelin…
Afortunadamente, Juan Cueto, de cuyo fin nos hemos enterado hoy, no era de esos que buscan estampar su firma en piedra indestructible, ni poner su nombre a un planeta remoto. Era un hombre de proyectos, según parece, el tipo que siempre está ocupado en algo nuevo y distinto porque resulta interesante, y aunque el mérito se lo termine llevando un equipo o una marca de empresa. Yo le leía los veranos de mis dieciocho a veinte años, o por ahí, en un camping de Francia al que llegaba la prensa hispana. Escribía entonces una página en El País Semanal dedicada a lo que le daba la gana, pero principalmente a la crítica y degustación del panorama televisivo. Nadie más, que yo supiera, se dedicaba a eso en nuestro país, a la sazón: ver en la luz el tránsito de la luz, o sea, tratar de esclarecer que inéditos mensajes sobrenadan (o son, siguiendo al viejo McLuhan) en los nuevos medios y por qué nos gusta lo que nos gusta. Recuerdo especialmente un artículo en que glosaba el episodio de Luz de luna, hablando de luz, en que por fin Bruce Willis le endiñaba un beso a Cybill Shepherd. Fue apoteósico, tras varias temporadas de andar los personajes respectivos de ambos actores persiguiéndose pero evitándose como el perro y el gato proverbiales pero en este caso encelados, y bien supo Cueto analizarnos el trasfondo audiovisual del ósculo mediático. Esas cosas, ya digo, no las hacía nadie en Iberia Sumergida, o no con tan fina ironía y amenidad de escritura. Se lo pasaba bien, Juan Cueto, siendo el hombre que buscaba la otra vuelta de tuerca a la cultura reinante y logrando con ello reflexionar al paso de ella, como un detective sabueso que acecha a su presa convirtiéndose en su sombra, pero es que además conseguía que se entretuviese también el lector. O es que también él quería hincarle el diente, como media España (la otra media quería arrimarse al Bruce), a la Shepherd, aunque fuera por persona interpuesta, y por eso seguía esa serie, y otras, con tanta pasión. Luego Luz de luna decayó, porque una vez que coges la ola grande las pequeñas pierden un poco su interés, y Bruce Willis se transmutó en héroe de acción chistoso, pero el surfero de la cultura que era Cueto ya estaba a otra cosa, con sus pies desnudos en otras playas…
Es una molesta vulgaridad morirse, con que, al menos, conviene hacerlo dejando tras de ti un perfume cuanto menos agradable. Juan Cueto fue el gran “progre” de los grupos mediáticos surgidos de la Transición, tan progre que, dicen, esa palabra la inventó él mismo, no sin cierta sorna. Descanse, pues, en paz, o, en caso contrario, que la Parca se de un aire a la Cybill Shepherd de los ochenta…
Juan Cueto: cuando el medio podía contener buenos mensajes
Recuerdo estar en una tertulia de esas que hacíamos entonces al final de los setenta con Manuel Vicent. Hablamos de muchas cosas que ahora, tantos años después, sería incapaz de recordar pero si recuerdo que hablamos de Juan Cueto al que Vicent apreciaba especialmente. Lo tenia por un moderno con moto y chupa que estaba activo en la vida moderna a la vez que leía y escribía mucho, que tenía muchos amigos, que sostenía opiniones afiladas y entendía de cosas distintas, siempre un poco por delante, aparentemente alejadas de la caspa que se suponía que arrastraba el pais y que también salpicaba a muchos militantes de izquierda. Esa imagen se me quedó en la cabeza un poco mitificada y desde ella leía luego sus artículos y las cosas que hacía. Esa imagen que hoy Vicent dibuja con su habitual maestría y supongo que con un punto de esa melancolía inevitable que nos invade cuando vamos perdiendo amigos y tenemos cada vez más años. Entonces leía sus artículos de El Pais como si fueran los de un hermano mayor, buscando la opinión de alguien que se supone que sabe lo que tu deberías saber aunque no lo entiendas del todo, alguien que ya tiene las claves que tú todavía no has descubierto. Muy pronto comenzó a escribir de temas de comunicación y nuevas tecnologías dando la sensación de que conocía bien las ideas de Marshall McLuhan, Guy Debord, Baudrillard y los teóricos de la Nueva Izquierda americana, pero dando la sensación de no dejarse convencer del todo por ellos. A lo mejor me equivoco pero me quedó la idea de que no solo veía en los nuevos medios de comunicación un peligro para la libertad y una nueva vuelta de tuerca en la alienación de las masas dentro de la sociedad del espectáculo sino también nuevas posibilidades para el conocimiento de los individuos (y su liberación psicológica) y también para un entretenimiento de calidad directamente entroncado con la mejor cultura. Las buenas armas contra el aburrimiento siempre terminan siendo revolucionarias.
Quizá por eso decidió meterse a intentarlo con el Canal Plus y, al principio, lo consiguió. Durante un tiempo ese canal estaba a años luz de los demás y conectarse a él era como entrar en un club muy especial donde los telediarios parecían independientes y racionales, la mayoría de las películas eran buenas, los partidos de futbol los mejores, se hablaba de libros y hasta ponían porno los sábados por la noche. Luego, imagino que los despachos y los grandes números se lo comieron y toda la deriva del grupo Prisa lo debió llevar a algún sitio oscuro que desconozco, porque nunca leí nada suyo donde lo explicara. Quizá lo hizo y me gustaría leerlo porque a estas alturas esos chicos mayores a los que tanto admirábamos nos han defraudado bastante y sería muy interesante que alguien con cierto talento literario explicara de verdad al menos lo que vio, en lo que quedaron aquellos sueños y las palabras más o menos brillantes cuando se pusieron a prueba en la realidad, entre los tiburones de verdad.
Cuando murió Vicente Verdú me acordé de él porque los tenía asociados y busqué algún ejemplar que guardaba por casa de “Los Cuadernos del Norte” una revista muy intelectual que dirigió durante una década (1980-1990) donde participaron las mejores cabezas del momento y que estaba editada con mucho lujo y gusto quizá porque entonces la financiación oficial era muy pródiga, mucho más que ahora para esas cosas. Leí también algunos artículos suyos. Encontré uno sobre Woody Allen cuando estrenó “Manhatan” que definía muy bien el estilo de lo que escribía entonces y la imagen que quería dar. Pensé que llevaba mucho tiempo sin saber de él, como si hubiera desaparecido, a pesar de lo presente que estuvo en el periódico (y en mi vida) durante tantos años. Quizá fue algo voluntario. Curiosamente no puede encontrarse ni una sola entrevista con él en Youtube donde poder escucharle hablar, lo que debe ser algo más que una casualidad en alguien que conocia tan bien la televisión.
Hoy me entero de que llevaba tiempo enfermo y que ha muerto de una “larga enfermedad”, eufemismo que no me pega mucho con la imagen jovial y lúcida que siempre tuve la sensación que quiso mantener.
Otro gran tipo que se nos va. C´est la vie.