Que la novia de América Doris Day, fallecida el 13 de mayo a los 97 años, no vaya a tener “ningún funeral, ningún monumento ni ninguna tumba”, según ha desvelado Bob Bashara, su representante y amigo a la revista People, da cuenta del fondo de un raro enigma que aletea en la vida de Dorys Mary Ann von Kappelhoff. Incluso, parece ser que tiene que ver con un temor reverencial con lo mortuorio. Y así, afirman que “Su relación con la muerte era negarla, mirar para otro lado”. Pese a considerarse una profunda católica practicante que no debería ostentar esos temores finales.
Un enigma de fácil solución como cuenta Luis Martinez en el diario El Mundo, que fija el relato de su historia “como la más bella mentira de América”. Y ya se sabe que toda mentira no deja de esconder una falsedad. Y todo ello, en la medida en que en su carrera cinematográfica, Doris Day ha representado el universo del ama de casa feliz, pizpireta y risueña del American way of life, que expresa la primera prosperidad económica y material de posguerra, en lo que podíamos llamar Comedias rosas y blandas. Comedias blandas como una goma masticable a lo Chewing-gum, que vinieron a moldear toda una educación sentimental de los estado-unidenses del baby-boom y de sus precedentes temporales. Cerrado el ciclo de la guerra fría y de la obsesión anticomunista del maccarthysmo, sólo quedaban las vías de una prosperidad asentada en Bretton Woods, en diciembre de 1945, y en el dólar como divisa universal.
Todo ello con una fuerte exaltación de los valores genuinamente americanos, como cierto tabaco que se anunciaría años más tarde como algo ‘Inequívocamente americano’. Si la exaltación del fascismo mussoliniano contó con las llamadas comedias de teléfonos blancos, la prosperidad americana de Truman y Eisenhower necesitaba un soporte argumental con las Comedias rosas y optimistas, como las protagonizadas por Doris Day junto a Rock Hudson, preferentemente. No en balde su carrera transcurre entre 1948, con “Romanza de altamar“, dirigida por Michel Curtiz, y se cierra en 1968 con “El novio de mamá” de Howard Morris.
Es decir las andanzas de Doris Day en el mundo del cine transcurren en los años del auge y declive del imperio americano con todo su esplendor y tecnicolor y se cierran, inevitablemente, con el final de la guerra de Vietnam, que supuso entre otras cosas la rotura del espejo mágico de los años cincuenta y sesenta.
Aunque haya piezas memorables con capacidad de soportar el bisturí de la historia y de sus adversidades sobrevenidas. Desde “No os comáis las margaritas” (Charles Walter, 1960) a “Pijama para dos” (Norman Jewison, 1961), desde “Juego de pijamas” (Stanley Donen y George Abbot, 1957) a “No me mandes flores” (Norman Jewison, 1964) o “Suave como el visón” (Delbert Mann, 1962). Sin olvidar la inefable e imprescindible “El hombre que sabía demasiado” (Alfred Hitchcock, 1956), donde Doris Day se presenta en su otra vertiente, tan señalada o más que la de actriz, como fuera la de cantante del mítico ¿Qué será, será?, como resumen de tantas incertidumbres. Y ese papel de cantante melódica de dulces baladas, que ve pasar trenes a los que nunca subirá Doris Day, es una adecuada correspondencia con su estela cinematográfica apacible.
Todas ellas, todas esas obras señaladas componen un ramillete de sensaciones ideales y de divagaciones precisas sobre el estado de la sociedad estado-unidense de finales de los cincuenta. También sobre el papel de la mujer como objeto referencial y referenciado en esa sociedad, capaz de simultanear el matriarcado rural de la América profunda, con la aparición del universo Play boy. Objeto referencial y modelo referenciado, sobre todo como Madre feliz y aún atractiva, aunque sexualmente inactiva, al menos en las pantallas. Aunque la vida real, no ya de Doris Day, sino de Dorys Mary Ann von Kappelhof fuera otra realidad bien diferente, con matrimonios múltiples y fallidos, que la alejaban de la felicidad almibarada de cocinas de luxe y de dormitorios de ensueño tridimensional.
La otra vertiente, por ello, de las películas de Doris Day tiene que ver con la valoración velada y aplazada de la sexualidad cinematográfica de esos años rosas y mullidos, y con un papel asumido de mujer americana sin reivindicaciones feministas destacadas, como ocurre con las actuales tendencias del Me too avizorado. Por ello el feminismo actual discrepa de estas rememoraciones sobre un paraíso inexistente. Por más que persistan sus ecos en las pantallas del recuerdo.
Si la distancia entre Doris Day (D.D) y Marilyn Monroe (M.M.) salta a la vista en lo físico y en lo simbólico, algo parecido podríamos decir en lo cinematográfico: la perversa sexualidad juguetona de Marilyn contrasta con el cuerpo subliminal y doméstico de Doris. Lo mismo podríamos decir de otras actrices afamadas que esconden en su inicial duplicada un papel distinto al asumido y ejemplificado por la casta y pacífica Doris Day. No sería por ello el caso de Brigitte Bardot (B.B), de Claudia Cardinale (C.C.), incluso el de Anouk Aimé (A.A.), que llegan a componer el contraargumento del ama de casa feliz y adocenada y de imposible adulterio. Habría que esperar a los noventa y los primeros años del siglo (American beauty, Revolutionary road, El árbol de la vida) para voltear el imaginario feliz de la prosperidad enlatada en las películas.