Lo más especial del festival de Woodstock no fueron tanto los nombres que allí se dieron a conocer (como en una epifanía de los prototipos míticos, sucios, desarrapados y nacidos bajo un cielo desmaquillado de los que Operación Triunfo son parodia, souvenir y degeneración aséptica e iluminada por focos) como el oxímoron que supuso todo ello, ahora que esta figura literaria se menciona a menudo. Woodstock, en efecto, es sinónimo de una pequeñez colosal, de un exitoso fracaso, de una chapuza eficaz y de una disonancia armoniosa. Todo se fue de madre, allí acudieron masas postulantes como a la Tierra Prometida, hubo que cambiar el tinglado de lugar, medio mundo se coló por la patilla, las substancias psicotrópicas rulaban alegremente, los organizadores no ganaron ni medio dólar, el barro omnipresente parecía jurásico y follar lo que se dice follar se folló más que en Sodoma y Gomorra pero con una candidez prelapsaria (que es una palabra que aprendí ayer y que sin haberlo pretendido mucho me viene al pelo ahora). Hubo incluso algún muerto, creo, en aquel potaje de vida pilosa, semidesnuda y tirada por los suelos, lo cual también pudiera ser oxímoron.
Los hijos de los que habían vuelto vivos de la Segunda Guerra Mundial de verdad se creyeron durante aquellos tres días de hace ya cincuenta años que Dios -un dios o diosa muy enrollado o enrollada, por supuesto, como la deidad jamaicana de Bob Marley- había puesto al ser humano sobre la Tierra para gozar de su cuerpo, vibrar con la nueva música y entregarse a un ágape de fraternidad cuasiuniversal. Los lunes habían sido abolidos, nada tenía consecuencias, el viejo Marcuse tenía razón, Janis Joplin era una ménade doliente, Santana sonaba tropical y caliente, Grateful Dead eran como el flautista de Hamelin llamando a huir de la rutina y la estafa laboral pero con un petardo humeante en vez de flauta canora, y el himno solemne del gran país que se desangraba en una guerra lejana lo tocó con distorsión e ironía un tipo mezcla de negro e indio que revolucionó el uso de la guitarra eléctrica pero al que le quedaba poco más de un año de vida. Se lo pasaron bien, en Woodstock, aunque en realidad no fue en Woodstock, los más hippies, lanzados y gorrones de entre nuestros padres -o los padres de los usamericanos actuales dispuestos a expulsar a Trump en 2020-, apuesto que hasta los muertos se sintieron menos muertos y menos solos en el bullicio dionisiaco de su tránsito, y sólo los pobres desgraciados al mando vivieron todo el evento con el corazón en la boca y el escroto encogido.
Hoy todo aquello no nos parece tanto viejo como más bien ingenuo. La Era de Aquarius resulta que se ha concretado en una constelación de dispositivos interconectados que generan una especie de ágora partida en millones de pedazos donde todo el mundo quiere aparecer o por lo menos participar. La propia música se ha convertido en otra cosa: sigue estando en el mismo trono de las artes en que la situaron aquellos pioneros de la rebelión juvenil -igualmente los que acudieron a Woodstock como los que no-, pero transformada en una elección individual, una cuestión de gusto, no una comunión generacional. Cada uno se hace su playlist, la escucha en sus propios auriculares y no siente por ello, creo, una lealtad demasiado marcada por ninguna de las canciones o grupos que atraviesan sus oídos y, llenando el hueco entre ellos, cerebro. Como la oferta es prácticamente infinita, y el criterio totalmente personal, nada nos convoca a esta u otra actitud, los macrofestivales pueden sucederse con exactitud estacional. Yo casi lo prefiero así, había mucha mística tonta en los tiempos de Woodstock, esa misma mística que se llevaba por delante vía sobredosis o accidente de tráfico músicos y fans por igual. Pero sí me gusta rememorar el carácter imprevisto de aquel gran desastre creativo que fue Woodstock, que lo mismo te salía Joe Cocker al que nadie conocía de nada y bordaba una versión soul de The Beatles que molaba mucho más -con perdón, y todos los respetos a la memoria de John Lennon- que la de los mismos Beatles. Woodstock no tuvo lugar en Woodstock, sino en ese lugar virtual que tanto flipaba a los chiflados posmodernos porque allí el orden se descontrola, el arché se venía abajo, callaba el sujeto y entonces something happens…
La verdad es que da gusto mirar los rostros de esos muchachos que parecen no temer a nada: ni a los rayos, ni a la lluvia, ni al sol, ni al barro, ni a la noche, ni quizá, a la muerte. Parecen poseídos por ese orgón azul que contenía el universo, según Reich, que solo era capaz de penetrar en los cuerpos abiertos, sin corazas, no reprimidos, conscientes del gozo posible, dionisiacos.
Cuerpos desde los que podía emerger, como por ensalmo, el yo auténtico, solo dejándose llevar por la música, el ambiente, o las drogas que parecían llaves que abrían dimensiones desconocidas de uno mismo que ya no podrían olvidarse nunca, incluso a la vuelta del viaje o al final de la fiesta.
Me viene a la cabeza el debate que surgió a raíz de la publicación de “El cuerpo del amor” de Norman O Brauwn, donde especulaba sobre lo que entonces parecía evidente. El hombre estaba oprimido, insatisfecho, infeliz, alienado, con una falsa conciencia del mundo, ajeno así. Para él la causa última de esa represión era la conciencia de la muerte y su rechazo, lo que llevaba a negar el cuerpo y sus potencialidades, sobre todo el sexo. Por eso animaba a estar con el tiempo, no contra el tiempo, a crearse un yo dionisiaco donde la sensación, el instinto, la pasión, el goce pudieran expresarse en toda su potencialidad. Un cuerpo capaz de vivir plenamente que no tendría miedo a morir. Una mística del cuerpo desde la que es muy fácil levantar los pies del suelo.
Marcuse que ya había escrito “Eros y civilización”, no estuvo de acuerdo en el origen de la represión que para él era económica, histórica, acercándose más a Marx que a Freud. Aceptaba una represión básica necesaria para crear una sociedad pero asumía que existía en ese momento una “sobrerepresión” que habría que eliminar para conseguir un estado más feliz. Lo que recuerda “Moral sexual cultural y nerviosidad moderna” aquel artículo de Freud.
Casi todos los que hablan en los documentales se sienten extasiados por encontrar a otros como ellos, con comprobar que otro mundo, otras relaciones, otra estética, otros valores, pueden ser posibles. La energía que dan los otros al lado, vibrando al mismo tiempo, sintonizando, sobre todo si son muchos. Como la apelación, a la pasión, a los instintos, a lo misterioso, al impulso. Lo que ya reivindicó el romanticismo y también las vanguardias. Los surrealistas pero también Marinetti. Y todos los nacionalismos.
El “tan tan” de la selva que siempre estará ahí y que todo individuo quizá tiene que experimentar e integrar en su vida, en la historia de su cuerpo que al final le permitirá hacer o no hacer, disfrutar o no, según qué cosas, porque la represión más profunda siempre sería opaca.
Esos chicos la suerte de vivir, a pesar de todo, en sociedades abiertas donde puedan existir márgenes habitables, con tipos como esos vecinos conservadores que sin embargo les alquilaron un campo y les llevaron viandas cuando las necesitaron. Y no pasó nada y todos llegaron a salvo a casa. Algo no tan fácil en otros sitios.
Y ¡qué musica!
Es totalmente sintomático, sí, cómo los teóricos desde los sesenta nos han vendido con convicción y entusiasmo el placer. Incluso Foucault, que no creía en la represión. Una vez muerto Dios, parece que ese el tesoro que le hemos quitado, como si Dios fuera un dragón que tenía secuestrado el gozo. La libertad como libertad económica y libertad sexual, y ya. Ayer vi 50 sombras de Grey, muy recomendada por mis salidillos alumnos. Una película que blanquea el extremismo sexual, pero que incluso a mis alumnas femeninas les gusta, porque argumentan que es consentido. Yo les digo que tengan cuidado, que si te dejas dar una hostia consentida igual luego te cae otra sin previo aviso. En fin, me parece una locura la hipersexualización que vive Occidente desde los sesenta, so pretexto de acabar con la insidiosa represión. No creo que nuestros antepasados fueran reprimidos, creo simplemente que querían asumirse a sí mismos de un modo que entendían más digno que montándose como perros. Follar está muy bien, pero el hombre es un animal racional, decían los escolásticos, no un animal follador. Ya es hora de que lo naturalizemos y nos olvidemos de Freud, que es el culpable de haber convertido el deseo en clave de todo. El personaje de Grey en la película no es más que un Heatcliff capitalista. Chingar solo lleva un ratito al día, y eso con suerte (aunque he leído que los varones piensan en ello 7 veces por minuto, XD), los Marcuse y compañía no nos dicen cuales son las tareas del ser humano civilizado el resto de la jornada.
Gracias por tan magnífico comentario. Make love not war.