Mi primer conocimiento de Joan Margarit, Premio Cervantes 2019, no fue propiamente de naturaleza literaria, sino más bien referido al campo de las Estructuras de edificación y en particular a la asignatura denominada como Cálculo de Estructuras, que el premiado ahora impartía en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, junto a su compañero Carles Buixadé, con el que llegó a publicar algún texto de cálculo de estructuras, tenido en los primeros años setenta como ejemplar de texto en la citada Escuela, y que desde allí pasó a otras Escuelas de España.
Y tal era la fama de ambos maestros del cálculo de estructuras, que todos hablaban del dúo Margarit/Buixadé como una pareja inseparable, cual Dúo Dinámico del análisis estructural en una época en que los ordenadores no eran aún herramientas usuales y todo se sustanciaba a través del Análisis Iterativo (tipo método Cross) y de la Regla de Cálculo. Yo aún recuerdo mi primer contacto, en 1974, con el llamado entonces como Cálculo automático, que se realizaba desde la Facultad de Ciencias Exactas, con acceso postergado y diferido al ordenador central del Ministerio de Educación, que era un UNIVAC 1130 y utilizando las fichas perforadas en la introducción de datos en ingles. Dúo inseparable y deseable el de Margarit/Buixadé, en la medida en que por entonces, en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla, donde me formé como arquitecto, cursar estructuras era un empeño de elevada dificultad, por lo que muchos alumnos desistieron de la apuesta y se embarcaron en la aventura barcelonesa, donde los rigores de Margarit/Buixadé no eran tan impíos como los de Oraá/Manzanares/López Polanco en el Sur.
La particularidad, por cierto es que los profesores barceloneses era arquitectos mientras que los profesores de Sevilla eran ingenieros de Caminos, y daban la sensación de querer desplazar de esa parcela competencial a los arquitectos en formación. Y de aquí el rigorismo excesivo y el tecnicismo exagerado en la Escuela de Sevilla, frente a la de Barcelona. Y ese siempre fue un mérito en el universo barcelonés: más humano y accesible frente al tecnicismo y complejidad del grupo profesoral de Sevilla. Circunstancias que fueron relatadas por algunos de los emigrados a cursar Estructuras en la Ciudad Condal. Y ello, ese potencial humanismo de la enseñanza desplegada por Margarit/Buixadé, quizás estuviera residenciado en el talante y en la naturaleza de estirpe poética del profesor Margarit, que por entonces estaría velando sus armas poéticas y alimentando el gusano interior de la escritura poética. Sus primeros trabajos de índole poética aparecen signados (y no sé si por coincidencia) hacia 1975. Como da cuenta la antologíaTodos los poemas (1975-2015) de 2018.
De aquí, del magisterio de profesor de Estructuras en los años 60 y 70, Margarit se fue abriendo al meollo del lenguaje poético. Como si la floración de algo aparentemente ajeno al universo poético como el Cálculo de Estructuras, se produjera de manera análoga a como se cumple la rara floración del cactus: con sutileza, con fragilidad y con emoción. Término éste que es el que Javier Rodríguez Marcos utiliza cuando define la obra poética de Margarit como desplegada ‘entre la emoción y la exactitud’. Por ello describe la sustancia poética entre esos dos polos: “Descarnado, conversacional, narrativo y meditativo, confesional y amoroso, en Margarit no se da tanto una tensión entre claridad y hermetismo como entre lo concreto y lo abstracto. Por algo dice que las matemáticas son las más exactas de las ciencias y la poesía, la más exacta de las letras. Por algo dice también que Newton le enseñó tanto como Rilke: “La ciencia convence; la poesía conmueve. Una maneja el futuro igual que la otra maneja el pasado”.
Junto a esa dualidad anotada, Rodríguez Marcos señala la capacidad margaritiana para transformar en poesía asuntos de cualquier estirpe y diverso tonelaje; como si su paso prosaico por el mundo instrumental del cálculo de las estructuras le hubiera dotado de un radar preciso para distinguir los asuntos de la materia y los sesgos del espíritu; el cálculo numérico y la rudeza del hormigón vertido en la obra, la sutileza de una ecuación diferencial y la vocación alada del acero laminado. Por ello para él “todo es susceptible de convertirse en poema: lo más alto y lo más bajo, un semáforo y una sinfonía. “Se debe rastrear la poesía / por los juzgados y los hospitales: / más tarde ya hablará de la amada”, dicen tres versos de ‘La educación sentimental’, incluido en Aguafuertes, un libro de 1995 que vale por toda una biografía: Sanaüja ( su lugar de nacimiento en Lérida en 1938), Tenerife, las hijas, el padre al que conoció cuando salió de la cárcel después de la guerra. Había sido soldado republicano pero su vástago lo retrata así: “La ternura te había abandonado: / como el país entero, / te ibas convirtiendo en un fascista”. En 2002 publica una de las grandes obras de la literatura fúnebre en España, se trata de Joana, libro dedicado a la muerte de su hija, poemario que produce una profunda sensación de desolación y desconsuelo. Y esta pérdida y el dolor consecuente es la que pudiera modular el tono de su obra posterior como se advierte en Cálculo de estructuras (2005). Una obra cuyo lenguaje se endurece y reseca, para advertir ese proceso que el mismo Margarit ha definido como “un camino hacia una retórica que pretende eliminar al máximo la retórica”.
Máxima y principio que se hacen visibles en las poéticas desplegadas en los prólogos y epílogos de sus sucesivos poemarios y que componen no sólo una peculiar poética sino otra de forma de biografía como la que nos ha presentado recientemente con Per tenir casa cal guanyar la guerra(memòria d’infància i primera joventut) de 2018. Donde captura una idea central de su maestro en sus años de estudiante, José Antonio Coderch: “Una casa no debe ser ni independiente, ni hecha en vano, ni original, ni suntuosa”. Y esta visión es, a juicio de Rodríguez Marcos, su propia expresión poética. Ni casa independiente, ni casa vana, ni casa original, ni casa suntuosa. Póngase en lugar de casa, poema y saldrá el retrato poético de Joan Margarit.
Cuestiones que se plasman en ese viaje de la vida a la escritura. “Mi tiempo ha huido y me ha dejado solo en otro tiempo, pero mi soledad es una soledad de lujo. Me hace pensar en el exilio final de Maquiavelo en el mundo rural de su infancia, en aquellas tabernas donde, como explica en sus memorias, sólo hablaba con los rudos e incultos campesinos. Pero por la noche ponía una gran mesa con los mejores y más finos manteles, vajillas y cristalerías, que había traído de Florencia, y cenaba y conversaba con los sabios de la Antigüedad…Por lo que a mí respecta, en este otro exilio que es, por su propia naturaleza, la etapa final larga o corta de la vida, siento que yo soy mi propio interlocutor. Ahora, ya no se está a tiempo de improvisar, debo haber hablado ya, desde hace mucho tiempo, con los sabios antiguos o modernos para que, efectivamente, y en muchas ocasiones a través de mis propios poemas, pueda reencontrarme conmigo mismo en el territorio de la dignidad. La dignidad de no asustarme de mi destino.
Más allá de la extrañeza que para algunos ha revestido el Premio Cervantes de 2019, quedo a la espera de las palabras de José Carlos Mainer, quien en 2006 y en un singular empeño denominado Geometría lírica, interrogó la cuestión de La arquitectura en las letras españolas c.1930. El espacio de las reflexiones futuras de ese duplo, deberá cubrir el flanco de Joan Margarit, por encima de otras cuestiones de coyuntura. Otra cosa será la ocasión del debate de los Premios, de cualquier tipo de premios literarios y extraliterarios, que siempre trae disputas y polémicas, como este año con los otorgados a Cristina Morales (Premio Nacional de Literatura) y a Núñez Seixas (Premio Nacional de Ensayo). Y no digamos nada si el juicio merecido se trata del Premio Cervantes, que en España e Iberoamérica son una suerte de termómetro de muchas cosas, no sólo de veleidades literarias sino diplomáticas y hasta políticas. Concesión de la distinción que siempre tienen polémica dentro, no sólo por el reparto de áreas: ahora España, luego Iberoamérica; de géneros: ahora varón, luego mujer; incluso de nacionalidades reales y virtuales. Y de ello da cuenta la indiscreción de la premiada de 2018, Ida Vitale, en la presentación del año en curso. “Espontánea y divertida, Ida Vitale no dudó en explicar –contraviniendo la discreción que normalmente impera en torno a las deliberaciones del jurado– que ella estaba “en disidencia”. El poema que leyó el ministro dijo que la “ganó mucho”, pero aclaró que su candidato era Enrique Vila-Matas, a quien no conoce personalmente, pero con cuya obra ha disfrutado mucho. “Tener que juzgar toda la literatura que has leído es bastante horrible”, afirmó divertida. “Quedas exenta del error cuando se premia eso que no conozco y eso te obliga a leer un montón de autores. Hay que pensar que los otros en el jurado saben más, entienden más y son más futuro”. El ministro cariñosamente la reprendió por contar más de la cuenta, pero Vitale siguió adelante con sus explicaciones. “Me gusta leer en prosa a Vila-Matas. Éramos cuatro que estábamos con él, pero se vota por el pasado o la esperanza de futuro. Un jurado es una experiencia química con resultados impredecibles. Yo aún no entiendo cómo me votaron a mí”. El ministro respondió, cerrando la discusión: “Yo tampoco, porque no estaba, pero como lector de poesía me alegró mucho y este año estoy muy contento también con el premio a Margarit”. Revelador.
Creo que era en La Escopeta nacional que Luís Escobar se quejaba de que hubiese mérito y nadie lo reconociese, algo así como “pues si os está gustando, se dice, coño, se dice…” No recuerdo bien, pero eso: que me ha gustado, y lo digo.
Malditos tiempos en que los periódicos hablan más de las opiniones políticas de los poetas que de sus versos y un premio es un pretexto para ahondar las trincheras y hablar de cualquier cosa menos de sus versos o de sus otros e importantes oficios. No conocía a Joan Marguerit y me alegro de haberlo conocido. Al frágil solecillo del otoño no quiero plantearme si merece el Cervantes, si su estatura es suficiente para merecerlo, si está infectado de algún virus que me impida acercarme a él. Prescindo de todo eso y paladeo la nostalgia que vaga en sus palabras, la llave de esas cosas que parecen perdidas y retornan de nuevo, al menos un momento, y nos recuerdan que seguimos vivos a pesar de todo, y que siempre será posible algún tipo de belleza o que es ahora cuando hay que intentar vivir lo que tanto echaremos de menos en cualquier momento. Las palabras como una música o un viento que despierta los qualias más azules que dan más intensidad a la vida.
Magnífico artículo
Algunos de sus poemas en “A media voz” http://amediavoz.com/margarit.htm
La espera
Te están echando en falta tantas cosas.
Así llenan los días
instantes hechos de esperar tus manos,
de echar de menos tus pequeñas manos,
que cogieron las mías tantas veces.
Hemos de acostumbramos a tu ausencia.
Ya ha pasado un verano sin tus ojos
y el mar también habrá de acostumbrarse.
Tu calle, aún durante mucho tiempo,
esperará, delante de tu puerta,
con paciencia, tus pasos.
No se cansará nunca de esperar:
nadie sabe esperar como una calle.
Y a mí me colma esta voluntad
de que me toques y de que me mires,
de que me digas qué hago con mi vida,
mientras los días van, con lluvia o cielo azul,
organizando ya la soledad.
Cosas en común
Habernos conocido
un otoño en un tren que iba vacío;
La radiante, aunque cruel
promesa del deseo.
La cicatriz de la melancolía
y el viejo afecto con el que entendemos
los motivos del lobo.
La luna que acompaña al tren nocturno
Barcelona-París.
Un cuchillo de luz para los crímenes
que por amor debemos cometer.
Nuestra maldita e inocente suerte.
La voz del mar, que siempre te dirá
dónde estoy, porque es nuestro confidente.
Los poemas, que son cartas anónimas
escritas desde donde no imaginas
a la misma muchacha que un otoño
conocí en aquel tren que iba vacío.
Edad roja
A Àlex Susanna
Tanto tiempo has tardado en aprender
que llegas tarde al gran amor:
Que nunca habrás vivido una edad de oro.
Las rosas de Ronsard
nunca serán perfume en tu mirada,
ningún otoño habrá de deshojar,
en los brazos de nadie, lentos pétalos.
Con el olvido tapas los espejos
igual que acostumbraban en las casas
donde había un difunto.
No vuelven las mujeres con las cuales
cambiabas años de tu soledad
por un fugaz momento de ternura.
Tan ardiente es la vida en el otoño,
que en las horas de angustia no podrás
amar ni a la mujer que ya has perdido.
La carta
Mirabas siempre hacia adelante
como si allí estuviese el mar. Creabas
de esta manera un movimiento de olas
ajeno y mítico en alguna playa.
Nos unía la fuerza peligrosa
que da al amor la soledad.
Aún hace temblar entre mis dedos,
de forma imperceptible este papel.
Camino abandonado entre tú y yo,
cubierto por las cartas, hojas muertas.
Pero sé que el camino persiste.
Si abandono la mano sobre el pequeño fajo,
la siento descansar sobre tu espalda.
Solías escuchar hacia adelante
como si allí estuviese el mar, ya transformado
en una voz cansada, ronca y cálida.
Poco nos une aún: sólo el temblor
de este papel tan fino entre los dedos.
No tires las cartas de amor
Ellas no te abandonarán.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
-esta flecha de sombra-
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Caerán los años. Te cansarán los libros.
Descenderás aún más
e, incluso, perderás la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que habrás guardado
serán tu última literatura.
La muchacha del semáforo
Tienes la misma edad que yo tenía
cuando empezaba a soñar en encontrarte.
No sabía aún, igual que tú
no lo has aprendido aún, que algún día
el amor es esta arma cargada
de soledad y de melancolía
que ahora te está apuntando desde mis ojos.
Tú eres la muchacha que yo estuve buscando
durante tanto tiempo cuando aún no existías.
Y yo soy aquel hombre hacia el cual
querrás un día dirigir tus pasos.
Pero estaré entonces tan lejos de ti
como ahora tú de mí en este semáforo.
Una fotografía colgada en la pared
(Xavier Miserachs)
El Paseo de Gracia en la nevada
de aquel invierno en que nos conocimos.
En primer plano, dándome la espalda,
se alejan transeúntes:
quizá soy yo este hombre del paraguas,
y tal vez la mujer con el gorrito
de lana seas tú. Al fondo,
todo se va borrando tras los copos,
que ponen este velo de neblina.
Debajo de los árboles parece
la nave de una blanca catedral.
Ahora estoy en la fotografía:
no se oye nada, hay coches aparcados
y sepultados hasta media rueda.
Cruzamos solos el Paseo helado,
entre los plátanos y los herrajes
negros, medio cubiertos por la nieve,
de una de las farolas de Gaudí.
Estamos dentro de aquel mismo invierno
en donde no sabíamos que el hacha
del frío ya esperaba para cuando
el porvenir no fuese nada más
que el amor de dos viejos a un fantasma.