Todos los domingos iba a ver a mamá. A veces iba en la bici cuando hacía buen tiempo o en el coche cuando llovía o hacia demasiado frío. Aprovechaba para pasar por el centro de la ciudad y escuchar el rumor de la gente que paseaba distraídamente por la plaza o reía en los veladores que llenaban el sol de las aceras, como si quisiera llenarme de vida antes de contemplar el lado oscuro de la luna que ya no veía tan lejano.
El saludo a quien estuviera en la puerta, los olores característicos mientras subía las escaleras, el suelo tan limpio, el tintineo del comedor, mamá muchas veces dormitando, sus compañeras en sus sillas de ruedas que a veces me saludaban o me sonreían: la mujer tan entrañable de los neurofibromas, la que no paraba de colorear dibujos en una repisa, la que con casi cien años leía “Guerra y paz” en su Kindle y estaba atenta a todo lo de afuera. Los parientes que ayudaban a darles de comer, las cuidadoras y las monjas que se movían muy rápido para que todo estuviera a su hora.
Ya no me conocía, pero sonreía cuando le hacía carantoñas o le decía tonterías. Y olía a ella y tenía sus gestos e incluso todavía repetía algunas de sus frases lapidarias. A veces no me dejaba meterle la cuchara en la boca y yo inventaba trucos que quizá ella utilizó antes conmigo cuando era pequeño o le daba Fanta de naranja que siempre la hacía sonreír (¡qué rica!) o le mezclaba el puré con el pollo para conseguir que al final se lo comiera casi todo. Luego la limpiaba con el babero y ella hacía muchos aspavientos y yo me reía antes de sacarla un rato a la terraza, desde donde podían verse los árboles del jardín y piaban los pájaros, donde le echaba fotos disfrazándola un poco con mi sombrero y mis gafas del sol, mientras le ponía coplas de Concha Piquer o canciones de Lola Flores.
Miro ahora sus fotos de entonces: la niña de los ojos verdes en las rodillas de su madre; la adolescente tan delgada de los años cuarenta que encontró en el orden y en el deber un baluarte irreductible contra el miedo y la pobreza; la sonrisa incierta ante el “sobre cerrado” de los afectos más próximos; la modista que dibujaba patrones con un cuadradito muy fino de tiza y soñaba otro mundo en los vestidos que no eran para ella; el hijo único que se fue tan pronto y se dejó la barba; el hogar tan solido, tan limpio como los “chorros del oro”, con aquel olor a pisto y a croquetas de gambas; los dolores de cabeza que no mermaban un ápice el afán de sus días; la playa que no le gustaba, las excursiones a Zaragoza que le gustaban muchísimo; el cuello de la camisa que siempre me colocaba mientras yo me resistía inutilmente, la cuna que me construía con dos sillones de mimbre; el amor por su madre con la que nunca dejó de hablar, ni cuando ya no estaba; lo poco que le gustaban los bares y la gente que no era formal; lo que disfrutaba haciéndoles disfraces a los niños o invitándolos a un polo de limón; todo lo que no hice con ella, lo que no supe decirle a tiempo; todo lo que soy por ella.
Pienso ahora en que no iré ya más a darle de comer los domingos y en todas las compañeras de aquel comedor. Imagino a las supervivientes metidas en sus habitaciones, perdidas en ese desierto lleno de monstruos en que se convierte la memoria con el tiempo, indefensas ante un virus del que no supimos protegerlas a tiempo. Recuerdo la abnegación de todas las que la cuidaron hasta el final con serio riesgo para sus vidas, enfrentándose casi indefensas a un enemigo que tenía todas las ventajas. Recuerdo a aquellas monjas con mascarilla dispuestas a no rendirse, a las auxiliares que nunca dejaron de hacer su función, a las enfermeras tan jóvenes que ya parecían tan sabias, a esa médico que apareció en el momento que más la necesitaba, a mi compañero haciendo la ultima ECO. Recuerdo todo lo que no olvidaré para que ella siga viviendo mientras yo viva.
Ramón, yo conocí a tu madre y le daba de comer al menos dos o tres días todas las semanas. Soy Carmen, hija de su compañera de mesa Mª Ángeles, la que con cerca de 100 años leía Guerra y Paz en su tablet. Me han emocionado tus palabras tanto que esto te lo escribo llorando. Era un encanto, rarísimamente la vi enfadada y conmigo solía comer muy bien. Tanto que, al acabar, la ponía de modelo a las otras tres de la mesa; salvo cuando no quería y me ponía la lengua por medio, pero sin enfadarse. Lo siento muchísimo, Ramón. Se hacía querer y la recordaremos siempre. Un abrazo.
Ramón claro que seguirá viviendo en ti , día a día , imposible borrar su recuerdo que se hace cada vez más dulce . Cuídate mucho . Un fuerte abrazo
Es el amor de un hijo a su madre, madre que siempre estuvo muy, muy orgullosa de su hijo, y estoy muy seguro que desde donde esté (yo sé donde está), seguirá cuidándole por siempre, a él y a sus queridisimos nietos.
Abrazos