Como los personajes de las novelas de Carmen Martín Gaite, yo también tengo que tirar del hilo para rememorar ese primer encuentro con la escritora. En un bar de la Gran Vía, con sofás de skai verde que invitaban a la conversación sosegada, un bar que ya no existe, que ha sido fagocitado por el grupo Inditex, me encontré allá por 1988, con mi profesor de literatura, Elías Serra. Yo estaba cursando 2º de Filología Francesa y había quedado con él para contarle cómo me iba con los estudios universitarios. Recuerdo que hablamos del Lazarillo de Tormes y que él me dijo que había venido a Madrid para encontrarse con la escritora Carmen Martín Gaite ya que estaba escribiendo una tesis doctoral sobre ella. Debió ver en mí la cara de extrañeza y me preguntó: ¿no conoces a Carmen Martín Gaite? No puede haber filóloga que se precie que no haya leído El cuento de nunca acabar. Y yo que siempre fui una alumna disciplinada y obediente, me lo compré en la feria del libro de ese año y me lo leí del tirón las mañanas de los lunes y los jueves, que era cuando no iba a vender con mi padre, en el salón del comedor de mi casa, un refugio de silencio y de frescor en medio de ese calor agostero con que nos asolan los veranos en Castilla, mirando por los ventanales al arroyo de Cantarranas y a la torre de la iglesia rematada con una veleta. Me empapé de su lectura y me enamoré de su escritura. Gracias, sean dadas de paso, a mis profesores de instituto que me enseñaron todo lo que sé.
Lo primero que me llamó la atención de este libro, que es un híbrido entre la novela y el ensayo fue su lenguaje, lleno de metáforas de costura que hablaban de la escritura, un mundo que a mí me era muy familiar, porque siempre he visto a mi madre tocar las telas, coser, tejer, bordar, bordar escuchando el sonido tan especial que hace la aguja al prenderse en la tela tensada del bastidor. Mi madre me decía que había que aprender a coser con esmero y con paciencia, cualidades necesarias también para el mundo de la escritura y que, a su vez la madre de Carmen le había enseñado a ella. Además, texto quiere decir trama, entramado de hilos, tejido de palabras. El libro estaba lleno de expresiones que yo oía a mi abuela y que intuía se iban a perder con el tiempo, que se iban a quedar obsoletas, tales como como: “pachasco”, “meterse en un brete”, “andar con monsergas”, “ser un mentecato”. Pero sobre todo, El cuento de nunca acabar trataba una serie de temas que me interesan mucho en ese momento de mis veinte años y que me siguen interesando ahora. Esos temas son los que quiero compartir con vosotros en una fecha como la presente:
La necesidad de interlocutor; como decía Unamuno: “No sé hablar si no veo delante de mí unos ojos que me miran y no siento tras ellos un espíritu que me atiende”. Cuántas veces en la vida nos ha salvado saber que lo que estamos pensando va dirigido a alguien, tiene un destinario. Nuestra propia identidad se entreteje a través de la interlocución.
El valor de la narración oral y cotidiana tanto como de la narración escrita y literaria, narración que involucra al que cuenta, al cuento mismo y su destinatario y que empieza a forjarse en la infancia, cuando los adultos nos engatusan con los cuentos que nos leen y con las historias que nos cuentan, atizando la llama de la curiosidad infantil.
El valor del juego y esa invitación que hace Carmen a recuperar la espontaneidad de la niñez; hemos oído cómo habla de sus veranos en Galicia, Carmen nos insta siempre a que integremos el juego en la vida para no tomárnosla demasiado en serio, sobre todo en el amor.
El amor es otro de los temas a los que dedica muchas páginas. Carmen dice que el amor empieza a ensayarse a solas sobre modelos literarios y que se vuelve verdad cuando se ensaya con otro. Pero cuando se rompe.. ¿qué hacer?, ¿qué hacer cuando nos quedamos huérfanos del mundo del otro, que se ha ido a vivir a otra parte, a otro texto? Carmen nos dice que a cada amor hay que buscarle su propia filiación, su propia verdad, y empezar cada historia “con los ojos limpios de telarañas”. Pero esto no es posible si no hay soledad.
La soledad es, por tanto, otro leit-motive en su obra y que le inspira muchas reflexiones dirigidas a la mujer. Ella nunca se declaró feminista ni comulgó con el feminismo que choca frontalmente contra el hombre. Defendió un espacio propio, íntimo y advirtió que la mujer nunca podría sentirse libre de ataduras (que en un principio eran las del padre, del marido y luego de los hijos) si cambiaba esas ataduras por otras: por ejemplo seguir determinados cánones de belleza o banalizar las relaciones. Pero sobre todo insta a la mujer a abrazar a la soledad, a aprender a afrontarse a pie quieto a sí misma. Aquí hablo de las mujeres que en los años 70 tenían 40 años. Más tarde supo adaptar su escritura y su pensamiento a los cambios que se producían en la sociedad. La soledad es para ella cantera de creación y de conocimiento de uno mismo, la única manera de forjarse un yo auténtico y fuerte. Pero para eso para hay que aprender a habitar el tiempo.
El tiempo, eje conductor de su obra y siempre presente en sus reflexiones. Decía Aldecoa, ese escritor al que Carmen tanto admiraba y que la introdujo en el círculo de amigos que más tarde conformarán la Generación de los 50 y en el que se encontró con Sánchez Ferlosio, aquel que se convertiría en su marido, dice Aldecoa sobre el tiempo, digo, que: “El tiempo no es inocente. Lleva siempre la hoz afilada y va cerrando puertas y tapiando horizontes aunque finja lo contrario”. Para Carmen, la única manera de plantarle cara al tiempo y de ganarle una batalla de antemano perdida era entregarse a él, habitarlo. Contrapone la expresión “matar el tiempo” a la de “habitar el tiempo”. ¿Y de qué manera lo habita Carmen? Pues con la escritura.
Escribir es su manera de habitar el tiempo, de salvar lo vivido de las fauces de la muerte, rescatarlo de su caducidad. Escribir y vivir se entretejen y en su obra en la que se mezclan autobiografía y ficción. Y la novela que mejor lo refleja será El cuarto de atrás, con la que se erigió en ser la primera mujer ganadora del premio nacional de literatura en 1978. En su obra hay una reflexión constante sobre el hecho de escribir. Ella apuntaba sus pensamientos, sus ideas, en papelitos que guardaba en los bolsillos del abrigo, en el bolso y que después aparecían al azar y daban lugar a otras reflexiones que podían ser el germen de una nueva novela. Siempre tenía un cuaderno en el bolsillo. Al principio en cada cuaderno escribía sobre un tema concreto, pero el día que cumplió 36 años, su hija le pidió una moneda y bajó a la papelería de enfrente a comprarle un cuaderno. Se lo dedicó así: Calila Martín Gaite, cuaderno de todo. Y desde ese momento su hija le dio permiso para mezclarlo todo en sus cuadernos. Estos cuadernos han sido publicados en la edición de Vittoria Calvi y ese dietario ha sido para mí un afortunado descubrimiento.
Recapitulemos: interlocutor, narración, juego, amor, mujer, soledad, tiempo, escritura. Hay otros, el orden y el caos, la poética del espacio…
En realidad, escribir aquella biografía literaria me permitió descubrir a una mujer polifacética, que hubiera podido ser actriz, solo que no estaba bien visto en la época, o quizá es que la literatura le tiraba más. Le gustaba cantar, recitar romances y poemas y fue una mujer que cultivó todos los géneros, novela, teatro, poesía, ensayo… Fue una excelente articulista, una mujer de pensamiento. No le gustaban las certezas, siempre se dejó llevar por los interrogantes y nunca dio nada por sabido. Supo mezclar la novela rosa, el cine, las coplas y los boleros, la narración oral con un amplísimo bagaje literario. Sus referentes españoles eran Cervantes, Galdós, Baroja, y los extranjeros Eça de Queiroz, Svevo, Dickens y Natalia Ginzburg. Tradujo del inglés, del francés, del italiano y del portugués y escribió el guion de las series Santa Teresa de Jesús y Celia.
Además, se hizo un hueco como otras mujeres de su tiempo en un mundo de hombres, y defendió que la particularidad de la mujer era la de mirar lo de fuera desde dentro. Consiguió también tener unos lectores fieles a su obra. Yo creo que el éxito de sus novelas se debe a la esperanza que respiran sus personajes, que buscan en el pasado, una búsqueda nunca exenta de dolor y de sufrimiento, pero que les permite mirar en el desván donde se acumulan los trastos viejos, y rescatar a través del diálogo y de la conversación las piecitas que van a ayudarles a reconciliarse con el presente y recomponer el puzle que es la vida de cada persona.
Para cerrar este homenaje a Carmen Martín Gaite, veinte años después, nada mejor que sus reflexiones sobre algo que yo también valoro enormemente, la amistad:
“Los amigos son para mí la cosa más importante del mundo, la más significante y consoladora, y se requiere una delicadeza y un tino especiales para no perderlos. Creo que el secreto está en no tiranizarlos ni exigirles más de lo que buenamente quieran darte cómo y cuándo puedan, en respetar su albedrío, en ser tolerante con sus defectos, y en no pretender acapararlos, poseerlos ni ejercer sobre ellos coacción de ningún tipo. Solo así no se pierden y reaparecen siempre como un milagro inesperado, porque únicamente se tiene de verdad aquello que no se somete a las reglas de la obligatoriedad o de la posesión, lo que nace en el seno de la libertad”.
______________________________________________________________________
______________________________________________________________________
Para mi hay, al menos, tres escritoras magníficas en la Generación del 50: Carmen Martin Gaite, Josefina Aldecoa y Ana María Matute. Las tres siempre continuaron escribiendo una obra propia a pesar de que no les debió de ser fácil en muchas fases de su vida, sobre todo por el tiempo que les toco vivir y por motivos derivados de su condición de mujeres que, como en el caso de Martin Gaite, estaban casadas con tipos muy difíciles para convivir con ellos justo en ese momento en que había que criar hijos y responsabilizarse de su cuidado y educación (imagino como debió sentirse ella en el periodo anfetamínico de Ferlosio o en el deterioro y muerte de su hija). A pesar de eso envejecieron bien, sin caer en el resentimiento, elaborando de forma comprensiva y enriquecedora esas experiencias, sin parar de escribir con el mayor compromiso y con la mayor exigencia. Y creo que ganando peso con el tiempo respecto a otros escritores de su época.
Estupendo artículo
Pues sí, en una de estas entrevistas Carmen dice claramente que no escribiría si tuviera alguien con quien hablar. Lo proclama alegre, pero debía haber un saco de piedras de dolor detrás de eso…
Esa es, Oscar, la pretensión de las cartas cruzadas entre CMG y Juan Benet: buscar un interlocutor. Porque Ferlosio, como dice Ramón, era un poema imposible. Otras virtudes de CMG es su voluntad de Otras escrituras, como todo su bloque de ensayos. Desde su trabajo sobre Macanaz hasta lo usos amorosos de la posguerra española. Tan descacharrante como poco citado. Tengo un relato personal de Sarrión sobre la noche que murió Benet, llorando los dos CMG y AMS, en el interior de un coche en la fría noche del enero madrileño, que me conmovió tanto como impresionó.
Pues estoy esperando que me lo envíes…