Sudáfrica 2010: cuando fuimos campeones

La circularidad del balón y de la historia

por José Rivero Serrano

La circularidad del fútbol es tan evidente que no necesita demostración ni teorema que cobije la teoría circular del pomposamente denominado esférico, por los comentaristas engolados. ¡Y luego dicen y peroran del verbo imperial de Matías Prat padre! Y no ocurre ello, por la esfera perfecta del balón que representa el juego rey, sino por la repetición de los acontecimientos, como un eterno retorno. Todo es igual siendo distinto, y todo es distinto siendo lo mismo.

Ahora que nos disponemos a conmemorar el fasto del 11 de julio de 2010 como un cuasi acontecimiento nacional, equiparable en todo al Descubrimiento de América o a la aprobación de la Constitución de 1978. Fecha, esta del 11 de julio de 2010, en que España quedó paralizada como un solo hombre –si ello fuera posible y no pura exageración del habla– ante el televisor que transmitía desde Sudáfrica el gol de Andrés Iniesta, que a la postre supuso el primer mundial en la cuenta nacional. Circunstancias que, en unos momentos de inestabilidad política como aquellos, fueron sentidas como una revancha de la historia en un ejercicio de autoestima para un país cariacontecido y deprimido. Tan cariacontecido como estamos en el momento presente de pospandemia, en que, a falta de mitologías particulares, buenas son las prestadas por el pasado. Aunque sean de este tipo.

Otro julio, pero 1950, particularmente el día 2 en los cuartos de final del Mundial de Brasil, tuvo también lugar el llamado maracanazo. Aunque luego, ese nombre inolvidable de maracanazo, fuera robado por la gesta uruguaya en la final, al eliminar al club local y máximo favorito del campeonato: Brasil. El maracanazo español –el que aquí interesa– consistió en la eliminación de Inglaterra –la pérfida Albión, en el relato dramatizado del encuentro, glosado y sostenido por el imprescindible Matías Prat. Relato dramatizado del gol de Telmo Zarra –representante específico de la furia española, atributo de nuestros jugadores, que a falta de técnica suplían el esfuerzo con cojones–. Fue tal el efecto del gol de Zarra en Maracaná, con el apoyo de Igoa todo hay que decirlo, que, según cuenta Manuel Vázquez Montalbán en su imprescindible Crónica sentimental de España, su voz –la del Matías Prat– resuena por las galaxias como un extraño eco de un objeto sideral que orbita o como una estación estelar que repite la buena nueva, antes de que la NASA adquiriera estatuto de normalidad en nuestras vidas galácticas y futbolísticas. De tal suerte que luego las balanzas futbolísticas equilibraron la depauperada autoestima del pueblo español, que cerraba de esta forma el ciclo económico de la larga posguerra, con la supresión de las cartillas de racionamiento y la elástica roja en el almario común. Aunque luego, en la fase final fuéramos derrotados por Uruguay, Brasil y Suecia, los otros finalistas. Sólo un empate con Uruguayo, el 9 de julio, nos devolvió a la tierra después de la borrachera de gloria del día 2,

A pesar de todo ello, la definición de la prensa del momento era reveladora del valor simbólico otorgado a la victoria sobre la nueva flota de Drake, al retomar opiniones deformadas e interesadas, como argumentario del nacionalismo ramplón del franquismo de sacristía. Y así se expresó y se expresaron, al decir que “España acaba de dar una estocada definitiva al sistema inglés. Inglaterra está veinte años atrasada en el fútbol”, según uno de los jugadores ingleses tras el partido. Estocada taurina al bicho inglés, que tanto era el león de San Jorge, como el dragón del lago Ness, como un astado de la dehesa hispana. De igual forma el Daily Herald publicó la siguiente esquela sintomática, digna del Celtiberia Show de Luís Carandell: “Nuestro afectuoso recuerdo al fútbol inglés, que falleció en Río de Janeiro el 2 de julio de 1950. Un numeroso círculo de amigos lamenta su dolorosa pérdida. R.I.P. Nota: El cadáver será incinerado y sus cenizas trasladadas a España”. ¡Menudo funeral!

Catorce años más tarde, y ahora en el Madrid rompeolas de las Españas, se consumó el segundo acto de estas representaciones balompédicas con final glorioso, con el gol alabado de Marcelino en el estadio Santiago Bernabéu. Gol obtenido de cabeza –emblema del aguerrido fútbol hispano, más dado a la bravura que a la inteligencia– el 21 de junio, para derrotar al enemigo secular de la hispanidad, como fuera la selección de la Unión Soviética. Algunos propagandistas del franquismo leyeron el triunfo en la Eurocopa como una segunda derrota infringida al comunismo, como ya lo fuera en abril de 1939, al concluir la Guerra Civil. Y de aquí, la exaltación onomástica en el mismo año en que se celebraban –con pompa y circunstancia los XXV Años de Paz–. Gol de cabeza, pero con los cojones de la historia. Y con la sonrisa de Franco en el palco del estadio.

https://www.youtube.com/watch?v=2xcMYWHxMdI

La glosa continuada de todo ello se aplaza, como es obvio, al referido 11 de julio de 2010, con el gol de Andrés Iniesta, que ya no representaba la furia hispana precedente de Zarra, Igoa y Marcelino, sino de otras maneras de control y posesión, bautizadas como tiqui-taca. Y por ello, rompía el viejo esquema de poder ofensivo testicular en las áreas rivales. Y esa fue la inversión más relevante de entonces llamada ‘roja’. Si el gol hubiera sido obra de Ramos o de Pujol, estaríamos hablando de la continuidad de la furia española. Pero fue el pequeño jugador de Fuentealbilla, el que voleó a la portería de Holanda –otro secular enemigo de la hispanidad, con sus guerras de religión del siglo XVI–para proporcionar el primer mundial para España. Con los efectos consiguientes de bálsamo para curar las heridas abiertas y no cicatrizadas. Por ello, ahora a la falta de otra cosa que llevarnos a la boca y desde la cueva de la Nueva Normalidad, nos complacemos con los diez años de gloria que nos contemplan dese Johannesburgo.

Indolencia hacia el Fútbol, pero viva el Mundial 2010

por Oscar Sánchez Vadillo …

Desde tiempos inmemoriales, cada uno es de su equipo de su corazón y siente los colores hasta la médula porque ya su padre defendía la camiseta sin más motivo que haber nacido en determinado (siempre infeliz pero justamente por ello mismo precisado de jubiloso sacrificio) terruño o simplemente por tener ojeriza a los qué-se-habrán-creído del pueblo de al lado. El fútbol es sin duda una continuación de la política por otros medios, contribuyendo a reforzarla simbólicamente, pero también a desvirtuar su virulencia. Hay bibloquismo en España por eso mismo, ya que yo soy de esos de toda la vida, y los demás otra clase de gente, o de gentuza, y ya está, punto en boca. Así, tenemos un clásico Barça-Madrid cada cierto tiempo, en el que se aquilatan y hacen toma de tierra todos los odios de parroquia acumulados durante el año, y todavía sabe a poco, es cierto, pero gracias a ello se bromea con el compañero de oficina, se toman unas cervezas nacionales y de importación, se fantasea con la idea de que el deporte pudiera ser trasversal a las clases sociales y las declaraciones acerca del estado de la liga lúdico/bélica se suceden ante micrófono minuto a minuto, en vez de acerca del estado de la nación. El sedicente pluralismo futbolístico y político se reduce a eso, me parece a mí: es bueno que existan muchos partidos y muchos equipos para que en cualquier caso yo me reafirme en el mío hasta la muerte y manque pierda -hay, por cierto, un pequeño paraíso de vinos y tapas en el Puerto de Santa María que se llama Er Beti y que luce con orgullo tal lema del club; yo, si tuviese que elegir este verano dónde pillar el coronavirus sería allí, dando cuenta de una tapa de sangre frita y poniéndome fino de finos, y no necesariamente mostrando pectorales en Malibú…

Idéntico espíritu de facción grita en las gradas y vota en las urnas. En uno y otro caso el publicista apenas tiene nada que hacer y todavía menos el que analiza la situación sine ira et estudio. Quizá los fichajes de cada temporada puedan alterar la balanza ligeramente hacia una parte u otra, pero eso tendrán que demostrarlo ellos en el terreno de juego durante unos poquísimos años de su vida profesional. Total, el resultado de cada temporada es únicamente indiciario para la mayoría, y sólo cambia realmente el reparto de ganancias entre los directivos. A mi esa es la cosa que más me fascina del fútbol, y a la vez la que más me repele: que, en el fondo, la fórmula y el secreto del fútbol es heroísmo local + vértigo del infinito. Quiero decir que nada podría acabar jamás con el fútbol, es literalmente invulnerable. El pueblo, entendiendo por tal cosa los trabajadores que jamás pintarán nada económica y políticamente, siempre necesitará del fútbol, y el fútbol consiste en un conteo interminable. Los jugadores se retirarán, se deprimirán o se harán entrenadores, los presidentes de cada club se morirán de viejos o de viciosos (un recuerdo muy sincero a Lorenzo Sanz, clavado al mafioso de Los Simpsons, que murió hace unos meses de la covid), Maradona estrenará otra década con el timón roto, etc., pero el fútbol como tal, sus federaciones, sus mitos y sus ritos seguirá cumpliendo años, y, sobre todo, cifras victoriosas pase lo que pase. “Estos tipos de verdifucsia tienen ya 150 Ligas, 95 Champions League, 70 Copas del Rey…”, lo que sea, esos números podrían incrementarse indefinidamente, y si unos colores no los agencian, ya lo hará otros. No hay una meta, no hay un “el que llegue a 1000 gana”, o algo así, como hacíamos en el barrio cuando éramos niños. El aficionado vive en ese vértigo, en ese sublime matemático, que diría Kant, disfruta del fútbol a sabiendas de que el fútbol, como espectáculo, negocio e improbable ordalía le sobrevivirá y su equipo seguirá peleando indefinidamente aún sin su apoyo. Hay algo de abismático, de irracional en todo ello, pero también, por qué no decirlo, de grande, admirable y hasta sobrehumano.

Todo lo republicano que habría que decir sobre el Deporte-Rey ya está divertidísimamente expuesto por mi amigo Jaime aquí, pero todavía hay algo más. Ves un informativo cualquiera con su parafernalia tecnológica de cortinillas, sintonía, pantallas al fondo y demás y comprendes que el fútbol es lo único anticuadamente humano y no trágico que las noticias podrían contener. Un mundo cada vez más artificial y simulado necesitará gradualmente más de estas ficciones en las que se escenifica que aún resta algo así como una apariencia de hombres como los de antes (o mujeres, es igual, ahora que está en alza el fútbol femenino), rudos y bravos, que se esfuerzan por algo sin ortopedias de imagen o cachivaches “última generación”. La gente, claro, quiere creérselo, arde por creérselo, porque echan de menos la realidad tangible y dolorosa de sus abuelos, cuando el fútbol era de verdad. Y, efectivamente, en el fútbol ves algo así como personas que sudan, que se pegan, que lloran, que se lesionan, que se enfadan, y, en general, todo lo que crea la sugestión de que nada ha cambiado en las últimas décadas de digitalización orbi et orbe y domesticación planetaria. Es mentira, desde luego, pero funciona, y funcionará de maravilla en el incierto futuro. El fútbol es algo así como el culebrón de los hombres, y cada vez el de más mujeres: un porvenir como el de Blade Runner, por ejemplo, no podrá pasarse sin cosa semejante. Cuando en 2050 esto sea irrespirable, vistamos como los Fremen de Dune, nos transportemos en Uber-camello-eléctrico y tengamos instalada nanotecnología en cada una de nuestras terminaciones nerviosas, nada nos enardecerá más que un campo de juego de falsa hierba fluorescente habitado por tip@s de veintipocos años cargados de tatuajes, piercings, lentillas de Termineitor, colmillos de metal e implantes genitales celebrando en trance un gol o gritando muscularmente en la cara de un árbitro. Tenemos Fútbol 3.0, pues, para mucho rato…

No obstante, en 2010 fue épico. Ni Zapatero, con lo que le molestaba a él disgustar a sus súbditos (y al que habíamos votado sólo por joder a Ángel Acebes), podía disimular ya que estábamos en el valle de una crisis del copón. Rajoy había perdido dos elecciones seguidas, pero al menos se dio este alegrón que lo petaba en el Marca. Wikileaks dejaba obsoletas las novelas de John Le Carré y Tom Clancy, Obama estaba realmente bello en la sala oval, pero por lo bajinis hacía una política exterior agresiva. A mí el fútbol contemplado siempre me había resbalado bastante, excepto por el partido sobrenatural/sospechoso España-Malta y por el gran Pedja Mijatovic, a quién amaba por aquel gol del Real Madrid y por su look de cani serbio con gomina de banquero. Pero esa tarde del triunfo de La Roja -no confundir con La Pasionaria- estaba con mis niños de año y medio jugando en los alcorques de una plazuela del Madrid de los Austrias, con otro vástago en espera, y las terrazas repletas de gente desparramaban entusiasmo. Las fermosas piernas de Shakira ambientaban eróticamente la final, y España terminaba ganando por un gol de Iniesta, el otro, el que no se dedica al Rock Transgresivo. Iniesta es mucho menos carismático que Pedja, vale, además de no tener boscosidad que abrillantar, pero toda madre del barrio Salamanca o de Pedralbes bien lo querría de yerno, por bonito, por winner y por modoso. El Rey aún era el Rey, y no un viejoverde lastimoso. Se dijo que el trofeo del Mundial iba a insuflar en el país la energía que parecía necesaria para remontar la crisis, y, bueno, pongamos que algo de ello hubo. Cuesta mucho trabajo siempre sentirse orgulloso de ser español, porque es identitario, porque es algo atrasado (las naciones de nuestro entorno te superarán en cualquier capítulo excepto en el del número de bares), porque es un poco bobada folclólrica y porque lo normal es que nos quedemos en los Cuartos de Final. Precisamente por eso, ese único Mundial glorioso fue como el día de catar jamón de jabugo veteado en la casa del pobre…

Insisto: las piernas de Shakira eran elásticas, gráciles, esculturales, y por tanto dignas de un episodio posmoderno de Teen Titans Go y de algún waka-waka de celebración. Creo que aún lo siguen siendo, y ella se contagió también del futbolismo. Sin embargo, en 2011 nada más mejoró demasiado, pese a la transfusión roja. El 15-M vino a atestiguarlo, y desde las instancias del poder de toda la vida de Dios -esta expresión es impagable, el genio del idioma- les pidieron que si tan listos se creían que probasen a presentarse a las elecciones. Ejem. Ya digo que yo no soy muy futbolero, por alergia a los juegos en general, pero me gustó aquel buen rollo patriótico de 2010. Estar en contra del fútbol, y más si los tuyos ganan, tiene algo de misantrópico. ¡¡Y no, compatriotas míos, eso nunca, eso es lo último!! (Lo cual no quita que Javier Krahe, que aún alentaba, bebía y fumaba, no tuviera su gracia…

Pero es fantástico, martes y miércoles,
Jueves y sábados, lunes y vísperas,
Dan espectáculo con el esférico,
Y allí, al unísono, arman escándalo
Y es como un bálsamo para sus ánimas.

En las antípodas todo es idéntico,

Idéntico a lo autóctono…)

Un día de gloria después de tanto tiempo

por Ramón González Correales …

Creo que era por la tarde (ahora leo que aquella final de 1966 comenzó a las cuatro hora española) en la sala de estar de la Casa de Socorro, donde mi tio era conserje, ante una tele en blanco y negro que de vez en cuando hacía nieve y había que darle un golpe en algún lado, como quien da un cogotazo a un chico demasiado despistado, con un gran cuadro del generalísimo ataviado con pieles en la pared, presidiendo la escena, todavía con la melancolía de que aquella España de Iribar, Sanchís, Luis Suarez, Pirri, Amancio o Gento cayera ante Argentina y una vez más no pasara a cuartos de final, en un partido que oí por la radio ya aterido por esas sensaciones angustiosas, que no me abandonarían hasta mucho tiempo después, cuando perdía el equipo con el que iba. Contra la opinión general me gustó que ganara la Inglaterra de Bobby Charlton, no se muy bien porqué, aunque parece que aquel gol fantasma no entró de ninguna forma y todo podría haber sido facilmente de otra manera. Pero a los alemanes todavía les quedaba mucho que ganar en otros mundiales, mucho más que a los ingleses.

En 1970 los cromos, que compraba como podía y cambiaba en la plazuela entre partido y partido jugado entre los bancos y las flores que se deshacían al recibir algún impacto de aquellas pelotas verdes del “gorila”. Los cromos de Mazzola, de Sepp Maier, de Rivelino, de Uwe Seeler, de Jairzinho. Las caras congeladas y los nombres que se convertían en iconos que se creía conocer muy bien, con los que se establecían extrañas relaciones que también nos recordaban que los españoles no estaban en ese cielo. Los que salían repetidos y se jugaban con mucha emoción en juegos que no recuerdo, los que no salían nunca como Pelé, Müller o Facchetti y que luego alguien traía comprados en el rastro de Madrid y los enseñaba como una joya envidiada por todos, el álbum que nunca terminaba de llenarse. La final que no se donde ví, donde Brasil arroyó a Italia por 4 a 1.

Y luego el mundial del 74, de Cruiff y Beckenbauer, donde España tampoco estuvo presente, antes de irme a Madrid y abandonar la religión del futbol porque habían aparecido en mi horizonte otras que lo veían como un opio banal incompatible con cualquier actitud intelectual. Así que comencé a despegarme y a ver desde lejos los goles de Kempes en el 78 o los de Rossi en ese mundial del 82 que me pilló en Madrid y se desinfló tan pronto porque España tampoco llegó a la fase final y acrecentó esa sensación de que siempre nos pasaba lo mismo. Ya nunca volví a vivir el fútbol con la nitidez y la memoria con que lo vive un niño aunque todavía veía algún partido de vez en cuando con cierta emoción y siempre, en los mundiales, con la sensación de que España nunca ganaría, nunca sería Brasil o Alemania o la Argentina de Maradona. Por mucho que se estuviera ya ganando en otros deportes sobre todo desde las olimpiadas del 92 y que ya se hubiera conseguido un campeonato mundial de baloncesto en 2006 lo que resultaba milagroso para los que vieron jugar a la generación de Emiliano o contemplaron a los pivots desgarbados de las “operaciones altura”. Pero un mundial de futbol era algo distinto que conectaba con los cromos y los ídolos míticos, con el maracanazo y con Garrincha, con los sueños de los hombres vencidos, de muchas generaciones, que resistieron con el futbol pisando el serrin de los bares con olor a calamares y a tabaco frío.

Los chicos ya eran muy grandes y les gustaba el futbol más que a mí. La metáfora de los brotes verdes estaba enturbiando definitivamente el aire social y consolidando la justificación de un resentimiento que luego explotaría de muchas maneras hasta hacernos pedazos. Pero el verano de 2010 había un Mundial en Sudafrica que parecía proponer una tregua. Creo que los primeros partidos los vi de refilón o al menos no los recuerdo con nitidez y me sorprenden los goles de Villa que ahora veo en los resúmenes. Sí noté una alegría muy antigua cuando el equipo comenzó a jugar tan bien y a mostrarse tan seguro incluso ante Alemania que terminó perdiendo con aquel gol poderoso de Pujol que parecía romper con un complejo de forma definitiva. Y luego la final que, a pesar de Robben, siempre me pareció ganable porque los jugadores no estaban bloqueados como otras veces, ni el entrenador daba demasiadas voces, ni le sudaban los sobacos. Eran todos muy buenos, sabían jugar en equipo y cualquiera podía hacer una jugada individual que llevara al gol de la victoria. Le tocó a Iniesta un jugador humilde y monumental que no iba a fallar, como otras veces, cuando apareció ese balón, que no era facil, casi al final del partido. En su persona representaba esa España popular que tuvo que emigrar a otras regiones ricas y que había conseguido triunfar cuando nadie lo hubiera creido por su aspecto o por su procedencia. Alguien que había salido de una familia humilde y de una crisis personal para estar en el sitio adecuado en el momento adecuado, rodeado de jugadores muy distintos que en ese momento se comportaron como un equipo que representaba a un pais civilizado que creía en sí mismo y podía competir con cualquiera.

A esas alturas ya el futbol había cambiado mucho, había demasiados partidos y muchas competiciones, todo iba muy deprisa y después de un par de meses yo mismo ya no me acordaba de nada. Incluso el recuerdo está enturbiado por lo que pasó en el mundial de Brasil de 2014 donde volvieron los antiguos fantasmas y Casillas daba patadas al aire en vez de hacer paradas memorables y las aguas volvieron a su cauce: volvió a ganar Alemania. Aunque, por un momento, aquel día de Julio de 2010 pasó algo parecido a lo que ocurrió también en Sudafrica en el Mundial de rugby del 95. Quizá una fantasía que como una música pareció trasmitirse tranversalmente y estableció conexiones entre gente muy diferente que, por un momento, compartieron una emoción que los unía de alguna manera muy significativa. Aunque las fauces de la crisis económica ya estaba acechando para destruir la alegría en la casa del pobre y los carroñeros se preparaban para sacar partido del resentimiento que iba a producir las expectativas frustradas.

Diez años después qué lejos parece la posibilidad de ganar otro mundial y de recuperar ese espíritu de concordia y de optimismo.

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