La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes.
John Lennon
Es bien sabido que, a veces, la gente se muere por sorpresa, cuando menos lo esperaban, cuando todavía eran demasiado jóvenes o, al menos, cuando no habían hecho esas cosas que querían conseguir en la vida o cuando estaban a punto de lograrlas, justo en ese momento en que se creían inmortales o al menos sentían el horizonte luminoso y muy despejado. Esa posibilidad que tantas veces nos contaban de pequeños para mantenernos alerta y alejados de morir en pecado, con el alma irreversiblemente manchada, lo que nos podía llevar directos al tórrido infierno por toda la eternidad. Eso que le ocurre a Joe Gadner, ese músico de jazz que estaba tan contento de estar a punto de cumplir su sueño de tocar en un garito de verdad, nada menos que con la gran saxofonista Dorotea Williams, después de haberla fascinado en una prueba que le proporcionó un alumno del instituto en el que trabajaba como profesor de música. Justo el mismo día en que le ofrecieron un contrato que representaba su seguridad económica (el sueño de su madre) pero que él vivía como la renuncia definitiva a sus sueños de pianista de jazz, esa “música negra de improvisación”, que le descubrió su padre cuando era muy joven, una noche en que lo llevo a uno de esos tugurios donde él también tocaba con placer y muchas dificultades para ganarse la vida.
Así comienza la película, con el esbozo de un dilema que siempre tendrán los jóvenes de cualquier época y que quizá hoy, en las sociedades modernas interconectadas, cuando refulgen tanto los espejos y muchos se ven capaces de alcanzar lo que otros alcanzan o al menos intentarlo en serio, se ha vuelto una cuestión crucial para la sensación de satisfacción individual a la vez que un reto que puede convertirse fácilmente en sumamente angustioso. Primero escucharse y saber reconocer cuál es el “verdadero propósito” de la vida, aquello para lo que se está dotado y cuyo desempeño resultaría intrínsecamente placentero (“El elemento” del que habla Ken Robinson). Después, conseguir aprenderlo con cierta excelencia aunque sea de forma autodidacta y, por fín, tener la capacidad personal y la suerte de lograr dedicarse a ello profesionalmente ganando el suficiente dinero con ese oficio. Con esa perspectiva parecería que el éxito o el fracaso de una vida dependería exclusivamente de haber conseguido descubrir un “propósito” y haber tenido la capacidad de llevarlo a cabo y vivir de ello. Si no se ha conseguido del todo o se ha tenido que transigir de alguna manera, la vida parecería que pierde mucho de su sentido, que se justifica la perdida de la hedonía o la sensación perenne de derrota. Lo que le ocurre a esas “almas perdidas”, muertas en vida que tienen que salir a rescatar los “místicos sin fronteras” para devolverles algo intangible y esencial que no estaban buscando dónde realmente se encontraba. Quizá el resultado de una herencia del Romanticismo trasmutada de muchas maneras desde entonces incluso a través del humanismo de Maslow y su modelo de autorrealización. Comprender la subjetividad según el modelo del artista y al artista según el modelo de genio, eso que según Javier Gomá da como resultado “la extendida creencia de que el verdadero hombre es aquel que, como el genio, vive exclusivamente para su propio mundo y sus necesidades interiores“. Y quizá también abocado a la insatisfacción porque las expectativas pueden ser infinitas e irse alejando cuando parece que ya se las roza con los dedos o pueden defraudar las emociones que se tienen cuando, por fin, se consiguen.
A menudo no nos damos cuenta que el común de los mortales caminamos por el tiempo con certezas, que justifican nuestros esfuerzos o por las que nos jugamos literalmente la vida, que son sumamente frágiles, que dependen de pensamientos ligados a sistemas de creencias que dependen de la cultura del contexto histórico en que vivimos que, en muchos casos, son opacas a nosotros mismos o forman parte de religiones o ideologías establecidas en el grupo social, introyectadas de muy distintas maneras según la personalidad y el aprendizaje de cada uno y que, a menudo, operan psicológicamente de formas muy automáticas o paradójicas y nos llevan a lugares a los que no estábamos seguros de querer ir o dejan de ser adaptativas en el sistema social o en el grupo en el que nos movemos. Quizá por eso tenemos “crisis”, por la toma de conciencia, en un momento determinado, de que los que nos mueve o nos sostiene se ha vuelto demasiado quebradizo o ya no explica asuntos que consideramos esenciales y hay que encontrar otra manera de comprender y tomarnos las cosas porque el cuerpo se nos ha inundado de angustia o de tristeza y deja de estar en nuestras manos. Un cuerpo siempre lastrado por la amenaza de la muerte que nunca quiere creerse y para la que cada cultura ha procurado sus cosméticos en forma de religiones o relatos compartidos que tranquilicen, que den una cierta seguridad en lo que se sospecha un campo de minas en el que, al final, está todo perdido. Y tengo la sensación de que Pete Docter en “Soul” pretende hacer justo esto: una adecuación o una nueva síntesis de distintos relatos existenciales para confortar, dar esperanza y clavos a los que agarrarse a la gente que vive en el mundo globalizado, donde conviven ideas antiguas y nuevas, donde la física cuantica coexiste con el misticismo oriental, con los dioses griegos o con los ángeles del antiguo testamento que a menudo se trasmutan en los personajes de los comic o de los videojuegos. Una nueva época helenística donde ya casi todo el mundo espera un cielo en la tierra en forma de bienestar o ataraxia, “aquí y ahora”, pero donde, a menudo, no sabe como conseguirlo y se encuentra solo e insatisfecho, aunque tenga suficientes recursos materiales para no estarlo y donde la doctrina del “valle de lágrimas” no parece convencer ya a nadie al menos en la parte mas soleada del mundo.
Si pudieramos vivir otra vez, tener otra oportunidad. Si pudieramos contemplar nuestra vida y el mundo en que se desarrolló ¿de que nos daríamos cuenta?, ¿qué cosas no haríamos o sí volveríamos a hacer?, ¿Cómo amaríamos o a quien o qué amaríamos de otra manera? ¿a qué dedicaríamos nuestra atención o nuestro tiempo? Esa oportunidad quiere tener Joe Gadner cuando se ve como un alma ascendiendo hacia el “Gran Más Allá” por una escala deslizante quizá para convertirse en “polvo de estrellas”, la gran metáfora desculpabilizadora de la posibilidad evanescente de trascendencia en el mundo moderno. Está rodeado de almas resignadas, trasparentes y azules, con aspectos simpáticos, que ascienden sin miedo aparente a ningún juicio final, ni a la caldera de Pedro Botero o al menos eso estaría al otro lado donde no se ve ni por tanto da lugar a pensarse. Pero Joe no se resigna, no se siente muerto todavía (en realidad está en coma) y trata de escaparse para terminar, despues de vagar en el espacio tiempo, en el “Gran Antes” donde las almas nuevas son preparadas y dotadas de cualidades por psicólogos/ángeles que son “la conjunción de todos los campos cuanticos del universo” pero se hacen llamar Jerry y se presentan con aspecto picassiano para que el cerebro limitado de los humanos los puedan percibir. Joe es confundido con un nuevo “mentor” (almas que han muerto pero que se quedan un tiempo en el “Gran Antes” por sus grandes cualidades y lo que pueden enseñar a las almas nuevas) y es conducido al “seminario del tour” donde se entera cómo esas almas adquieren los diferentes tonos de su personalidad o los talentos que les llevarán a encontrar un “propósito” y por fin la “chispa” que les dará paso a la estación terrenal. Quizá un intento de remodelar las ideas judeocristianas para que resulten menos intimidantes, sin aristas, compatibles con algunos descubrimientos científicos ya irrebatibles, asumiendo una dualidad alma/cuerpo ya muy contaminada por la idea materialista de mente/cerebro, por ejemplo, en lo que respecta a la idea de libre albedrío: la personalidad y otras cualidades (¿la inteligencia?) vendrían dadas de fábrica lo que marcaría de alguna manera los límites de los individuos, lo que habría que aceptar o de lo que habría que partir (“La anatomía es tu destino” decía Freud.
22 es un alma cínica que no quiere completar su insignia para viajar a la tierra porque no le ve nigún interés a vivir en ella. No encuentra un propósito por mucho que haya tenido los mejores mentores (hilarante la secuencia en que acaba con la paciencia de Teresa de Calcuta, Aristóteles o Cassius Clay), se ha hecho un remolón perenne en el “Gran antes” y se sabe todos los trucos incluso cómo llegar a esa “zona intermedia” (el espacio entre los fisico y lo espiritual) donde caminan errantes las “almas perdidas” y donde tratan de rescatarlas los “misticos sin fronteras” pero también donde puede llegar las almas enamoradas o en estado de flujo desarrollando cualquier actividad. Lleva allí a Joe, su nuevo mentor, porque le causa curiosidad que habiendo llevado una vida, según él tan patética, que considera fracasada, sin embargo quiera volver a ella. Los hippies místicos consiguen que el alma de Joe conecte de nuevo, a través de la meditación, con su cuerpo en coma en un hospital y que pueda a volver a la tierra. Pero 22 también hace lo mismo y al final es él quien se instala en el cuerpo de Joe mientras que el alma de Joe termina en el cuerpo de un gato de terapia. Es entonces cuando comienza un viaje iniciático donde las dos almas vivirán experiencias donde tomarán conciencia de cosas esenciales que, a menudo, no se comprenden o no se advierten cuando los humanos nos instalamos en sistemas cerrados de creencias que nos impiden percibir que ya estamos en el agua mientras nos angustiamos buscando el océano, según esa pequeña historia de los peces donde el director mete en la película el famoso discurso de Foster Wallace, “Esto es agua”.
Los objetivos de la psicología en EE.UU, y en general en Occidente, se han movido en el siglo XX entre el interés por desarrollar técnicas de control social que inculcaran valores (ya alejados de los religiosos o morales y ligados al cientifismo), que mejoraran la adaptación social y el estímulo del culto al yo, del crecimiento y el desarrollo continuo de los individuos, lo que era congruente con sociedades fundamentalmente individualistas. Es interesante saber que en el siglo XIX la principal cualidad de la individualidad era el “caracter” que Emerson definía como “el orden moral visto a través de una naturaleza individual“, que se relacionaba con conceptos como deber, trabajo, acciones meritorias, integridad, honor y valentía. Desarrollarlo exigía autodisciplina y sacrificio y existían psicólogos populares como los frenólogos que ofrecían consejos para mejorarlo. Sin embargo en el siglo XX el concepto moral de caracter comenzó a ser reemplazado por el concepto narcisista de personalidad y la idea de sacrificio por la de autorrealización . Tener una buena personalidad ya no exigía la conformidad con el orden moral sino que más bien implicaba el cumplimiento de los deseos personales y alcanzar el poder sobre los otros a través del éxito social. Así una personalidad podía ser enérgica, fascinante, magnética o débil. El crecimiento personal pasaría por la realización del propio potencial y no con vivir según ciertas normas morales impersonales. Eso inevitablemente crea tensiones en la adaptación social y también en los propios individuos que, a menudo, se ven frustrados (y con gran sensación de fracaso) cuando no consiguen sus objetivos personales.
Tengo la sensación que “Soul” trata de divulgar algunos de los recursos psicológicos actualmente en boga, particularmente provenientes de la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), pero también, en general, de la Terapia Cognitivo Conductual, para tratar de mitigar la ansiedad que cada vez parece percibirse más en las sociedades desarrolladas, incluso entre los que les va bien o tienen talentos valiosos que sin embargo no consiguen trasmutar en serenidad, satisfacción o sensación de sentido. Así la dualidad “chispa/propósito” que se convierte en la clave de la película para los personajes puede superponerse a la dualidad “valor/meta” de la ACT. El error estaría en concentrarse solo en las metas y cifrar en su consecución el único objetivo. Eso aisla de las otras cosas esenciales de la vida y termina siempre defraudando (¿Y ahora qué” le pregunta Joe a Dorotea Williams después de su gran triunfo). La clave estaría la “chispa”, eso que descubre 22, aprender a deslizarse por la vida sin grandes exigencias, conectado al momento presente, percibiendo todo lo que nos rodea (para conseguir eso el “Mindfulness” que proviene de la filosofía oriental y de su adaptación occidental en los 60, sería una técnica fundamental para “defusionarse” de esos pensamientos que muchas veces nos perturban y volver al momento presente), relacionandonos con autenticidad con los otros en distintos niveles de intimidad, descubriendo valores genuinos y desarrollándolos en el “aquí y ahora”, consiguiendo así ese “estado de flujo” que lleva al disfrute espiritual auténtico y quizá también a alcanzar metas muy altas, pero que no son, en sí mismas, el autentico objetivo porque se trata, sobre todo, de disfrutar del proceso o de mantenerse en las preferencias en vez de escalar a las exigencias absolutistas en lenguaje de la Terapia Racional Emotiva. 22 se da cuenta de la alegría espontánea que le produce mirar el mundo y asombrarse ante él, conversar honestamente con el peluquero y descubrir nuevas pespectivas poniendose en el lugar de los otros, saborear un caramelo o una pizza, estar vivo y disfrutar esa “joie de vivre”. Justo lo que había perdido Joe obsesionado con su música y con el éxito en ella, lo que incluso le impedía ayudar a esa alumna, adolescente y atormentada, a descubrir el placer de simplemente disfrutar tocando su instrumento (lo que sí sabe hacer 22) o, por fín, caer en la cuenta de que desconectarse de la vida lleva al bloqueo creativo y por el contrario conectarse a ella es lo que nutre la auténtica creación y la posibilidad de acceder a esa “zona intermedia” más cerca del cielo.
Otro cuestión relacionada sería el asunto del yo, de la autoestima, que no debería platearse como un valor global que se atribuyen las personas en función de la consecución de sus expectativas o del resultado de sus pensamientos y conductas sino más bien como la “autoaceptacion incondicional” de Albert Ellis o asumiendo el concepto de “Yo contextual” de la ACT, no identificando el yo con los pensamientos o las realizaciones en diferentes dimensiones sino imaginándolo por encima de todo eso, como lo que contiene a todo eso, como un yo narrador con el que nos podemos distanciar de lo que pensamos y sentimos en un determinado contexto y momento, desde el que podemos intentar cambiar. Algo que también se entrena con el “Mindfulness”, ese derivado de la meditación que se puso moda en los 60 y que en la película está representada por “los místicos sin fronteras” que lo utilizan para recuperar a las “almas perdidas”.
Todo esto en una película de animación a la altura de Pixar, recreando una ciudad de Nueva York idealizada y colorista, con personajes entrañables, llenos de matices evocadores que hacen que todo fluya y las emociones vayan arrastrando al espectador hacia un final feliz, donde el protagonista tiene otra oportunidad justo porque se ha dado cuenta de esas cosas esenciales y ha sabido compartirlas con 22. Justo lo contrario de lo que suele ocurrir en la realidad donde suele suceder aquello que dejó escrito Jünger: “La experiencia y la vida están insuficientemente acordadas entre sí. Nos vemos forzados a dejar la mesa de juego cuando por fin hemos llegado a conocer las reglas.” Aunque la vida siempre vuelve a comenzar y a las generaciones jóvenes pueden no servirles ya, o no quieren siquiera conocer, las claves que han servido a otras generaciones para conseguir la cierto nivel de seguridad y serenidad. Y las vuelven a buscar en valores morales duros desde los que pretenden reconstruir el mundo y la historia y buscar un sentido que siempre termina siendo otra construcción fragil y probablemente provisional. Quizá lo que está ocurriendo ahora con la Generación Z y lo woke. Nuevas formas inquietantes de la eterna ley del péndulo que esta película da pie a pensar, lo que la convierte también en una herramienta educativa bastante interesante aunque no se compartan algunos de sus presupuestos o simplemente en una oportunidad de repensar ciertas cosas o la solidez de los clavos ardiendo a los que nos vamos agarrando con el tiempo.
Frenado por un fuerte prejuicio hacia Disney habiendo deglutido a Pixar no pensaba ir a verla, pero ahora voy a ir a por ella cuanto antes. Has conseguido concentrar en tu texto tal cantidad de preocupaciones de nuestro tiempo y formulaciones de tratan de dar cuenta de ellas que sólo cabe pillar la película y volver a tu texto. Pero mientras, dos observaciones. La primera es imaginar esas mismas preocupaciones en la cabeza de una mujer del mundo desarrollado. Opino que encontraríamos esas mismas inquietudes y esa misma frustración multiplicada por tres. Y la segunda es que el “estado de flujo” o el “flow” en que se embarca 22 es precisamente el término que utilizan los teóricos del mundo digital para referirse a ese trance en que entran los usuarios de Internet cuando miran el móvil o navegan por la red. Se trataría de eso mismo que dices que hace el personaje en la película, pero en las autopistas de la información o las redes sociales. Así que creo que el flow ya lo tenemos todos (o que ello nos tiene a nosotros…)
En cuanto a la magnífica conferencia de Foster Wallace, Esto es agua, la presentación que yo le escribí hace un tiempo:
“Cualquier médico o asistente de urgencias, sean “corrientes” o psiquiátricas, te lo puede decir: él ha visto cosas que ríete de los rayos Z más allá de Orión de Roy Batty. En esta tierra nuestra pesa una carga incalculable de sufrimiento, y hay que ser un poco hipócrita, o un bocazas, para afearle a la Madre Teresa de Calcuta tener dudas de su fe o ser una fanática o una conservadora. A saber qué pensaríamos nosotros, como nos cambiaría, vivir a diario en mitad de un infierno de gemidos, miseria y sábanas ensangrentadas. Yo mismo me encuentro jodido hoy, porque llevó un tubo que me perfora la nariz, atraviesa la garganta y alcanza el estómago, y eso que vivo en un país soleado, con sanidad gratuita, tengo un curro majo y puedo rodear a mis hijos de la cultura más avanzada –exactamente igual, por cierto, que un independentista catalán. Pero me quejo, un poco, para dar pena, otro poco, de vicio, aunque en realidad mi trabajo de tragasables forzoso termina en tres horas. De algo como eso trataba el famoso discurso pronunciado por el escritor David Foster Wallace en la Universidad de Kenyon (Gambier, Ohio) el 21 de mayo de 2005, titulado “This is water”. El que ya lo conozca, que me disculpe, pero hay que volver a él de vez en cuando, como un mantra, o una revelación de lo obvio, o una misa laica en un supermercado. Para muchos representantes de la French theory o para la pandilla de Michael Moore, un supermercado actual es una realidad espantosa, donde todo está envasado, procesado y colocado conforme a criterios de beneficio o lo que casi es peor, de falsa felicidad, como las risas enlatadas de las series malas. Pero tanto unos como otros creo yo que estarán de acuerdo en que la situación es inmensamente peor allí donde tales templos del consumo de porquerías vistosas no existen o están casi vacíos (todavía habrá quien diga: “por lo menos allí se ve la verdad del orden del mundo sin engaños”, pero nadie preferiría un espejismo a un oasis, aunque sea patrocinado por Apple).
Foster Wallace no llegó tan lejos. Él sólo quiso llamar la atención acerca precisamente de cómo emplear la atención, de para qué sirven los ojos, y la mente, que para Aristóteles era “un poco todas las cosas”, aprovechando de pasada para criticar el estudio de las Humanidades, que bien pueden convertirse en otra forma de ceguera. No hay nada peor que la ceguera, la ceguera del alma -no me duelen prendas en utilizar el término- es el origen de la crueldad, del orgullo, de la violencia real o simbólica y de lo que más parece denunciar Foster Wallace, o sea el egoísmo. Es verdad que, en aquella fecha, frente a tantos estudiantes que buscaban divertirse, el escritor fue algo simplista, pero consiguió que a mitad de discurso las risas se apagaran. Naturalmente, se pueden escribir tomos y tomos de Historia de la Ética, con cada capítulo elaborado por un catedrático eminente de diferentes zonas del mundo, la edición pagada por algún organismo internacional o emporio transnacional, todo lleno de sutilezas, de notas al pie y de citas en varios idiomas, pero nadie lo leerá jamás. Como mucho, el investigador erudito que busque plagios, que se va a poner seguramente las botas. De modo que Foster Wallace, con su aspecto de bicho raro de la clase, fue simplista pero al menos fue oído, lo cual es casi un milagro en la era del bromazo o del trompazo en Youtube que ostenta tres millones de visionados (a mis alumnos, la que más les gusta consiste en un tipo disfrazado de árabe que lanza una mochila a un grupo de gente y sale corriendo). Él ya sabía que lo que decía era obvio, ya lo dije antes, y por eso el “this is water”. El cielo es azul, la madera es áspera, 2 y 2 son 4, la gente lo pasa mal, hay que salir de la propia pecera e intuir que todo es delicado, que de nada sirve ganar el mundo si pierdes el alma (Mateo 16:26)… todo esto es obvio: Foster Wallace, que algún tiempo después se suicidaría -yo creo que por exceso de escrúpulos-, haciendo como que “se mojaba” (“this is wáter…”) les coló a aquellos chavales recién graduados e incautos las verdades del barquero como si fueran nuevas -o, si vd. lo prefiere, les pegó el rollo buenista. Sí, sí, pero, por favor, escúchenlas otra vez, por si la ceguera, por si el alma…”
El asunto es que vivimos una existencia con ciertas características inalterables (hay deseo, hay azar e incertidumbre, hay dolor, hay muerte, hay placer, hay relaciones con otros, hay alegría, hay tiempo) y en ella tenemos que tratar de deslizarnos, como un equilibrista sobre un cable, intentando sobrevivir siempre un poco solos, balanceándonos, guardando ciertas cautelas o a veces arriesgando un paso largo, con trucos o sabidurías, más o menos verdaderas, que tenemos que ir poniendo en práctica un poco a tientas, porque lo que funciona para unos, no funciona exactamente para otros, ni porque hayan funcionado una vez funcionan siempre, partiendo de situaciones muy distintas donde no suele ser ciertas del todo las generalizaciones, por mucho que tengamos tendencia a ellas. En ese sentido es verdad que las mujeres han tenido cortapisas históricamente pero también es verdad que, antes y ahora, ha habido mujeres privilegiadas con respecto a muchos hombres y con perfiles psicológicos más fuertes que otros hombres en concreto y en cuanto al aspecto existencial, en el mundo desarrollado, unos y otros nos enfrentamos a problemas similares que incluso, en una situación ideal, siempre tendremos que resolver de alguna manera desde nuestra anatomía, nuestros recursos y nuestro contexto cultural o social en cada fase de nuestra vida.
Con estado de flujo (y creo que a eso se refiere lo de “ascender a esa zona intermedia” en la película) me refería a esto que está bien reflejado en wiki: “El flujo, también conocido como “la zona”, es el estado mental operativo en el cual una persona está completamente inmersa en la actividad que ejecuta. Se caracteriza por un sentimiento de enfocar la energía, de total implicación con la tarea, y de éxito en la realización de la actividad. Este estado se logra dando confianza total al subconsciente para realizar actividades relacionadas con la memoria muscular y el movimiento, dejando espacio a la mente para que piense de manera creativa y estratégica sobre la tarea en cuestión. Esta sensación se experimenta mientras la actividad está en curso. El concepto de flujo fue propuesto por el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi en 1975 y a partir de entonces se ha difundido extensamente en diferentes campos.
Estupendo tu comentario a la conferencia de Foster Wallace. Pero permíteme añadir algunas cuestiones respecto a lo que plantea.
El discurso es estupendo porque también puede interpretarse de varias maneras y porque tiene contradicciones que pueden ser aprovechadas para pensar y para tratar de aprender. En este sentido puede intentar leerse sabiendo que se suicidó o haciendo como que no se sabe. Y luego añadir la causa de su suicidio por ahorcamiento ( tremendamente auto punitivo) quizá no causado por sus ideas o sus escrúpulos sino por una depresión melancólica, endógena, muy grave que le hacía tener un ánimo desde el que sobrevaloraba lo negativo del mundo (o se tomaba de cierta manera sus propios pensamientos) hasta lo insoportable, lo que introduce la variable de la enfermedad que puede ser determinante en una biografía ( ya sé que los aficionados a la “antipsiquiatría”, que estuvo muy de moda en los sesenta pueden negar la mayor, que exista la enfermedad mental o que está sea producto exclusivamente de la organización social, pero me temo que con respecto a las entidades de la “psiquiatría dura” como depresión endógena o esquizofrenia esto hoy en día es insostenible).
Así la idea de que podemos darnos cuenta de que es posible elegir sobre qué decidimos pensar, que podemos tomarnos lo que nos ocurre de muchas maneras (y esas maneras influirán sobre nuestro ánimo), que podemos intentar descubrir y cuestionar nuestros sistemas de creencias, que podemos decidir intentar no adorar nada de forma absoluta porque sobre todo nos empobrece, que nos conviene ser solidarios por muchos motivos y cuidar a los otros y al mundo. Todo eso está muy bien y, por cierto, es la base de lo que se considera salud psicológica en toda la psicología cognitiva, muy basada en las ideas de Russell de “La conquista de la felicidad”.
Pero si te das cuenta frente a lo establecido que considera aburrido y alienante y , a pesar de todo lo que plantea, de pronto pega un salto y le parece que solo habría una manera verdadera de aplicar esos presupuestos que tiene que llevar a un cierto compromiso social con un eco religioso evidente: “El tipo de libertad más importante involucra atención, consciencia, disciplina, esfuerzo, y ser capaces de preocuparse realmente por las demás personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, realizando miles de pequeños, y nada sexys, actos, día tras día. Esa es la verdadera libertad. Eso es ser enseñado a cómo pensar. La alternativa es la inconsciencia, la configuración predeterminada, la “carrera de ratas” –la constante e insistente sensación de haber tenido y perdido algo infinito.”
Y la hace cuestión de vida o muerte. Cito literalmente: “Nada de esto se trata de moral, religión, dogma o sofisticadas preguntas sobre la vida después de la muerte. La cuestión aquí, es la vida antes de la muerte. Es llegar hasta los treinta, o tal vez incluso los cincuenta, sin querer dispararse a sí mismo en la cabeza.”
Lo cual puede resultar un jaque mate respecto a lo mismo que defiende. Si a él descubrir y saber todo eso, elegir pensarlo y tomárselo de esa manera no le sirvió para NO colgarse de una cuerda ¿porqué piensa que le pueden servir a otros?. Porque ese es el asunto: lo que pone a prueba nuestras ideas es lo que hacen con nosotros mismos, con nuestra vida o con el mundo que nos rodea. Lo primero es que colaboren minimizar los daños, a tratar de no empeorar las cosas, a no añadir dolor evitable al mundo, a permitirnos vagar con él con suficiente hedonía el tiempo siempre amenazado que dura la vida. Que procuren un espacio para que podamos respirar y poder disfrutar de lo bueno de la vida además de tratar de mejorar nuestro entorno o de afrontar los problemas que inevitablemente van surgiendo, a veces por desgracia monumentales.
En ese sentido la película me parece que hace una interpretación benigna de “Esto es agua”, porque trata de mostrar recursos para hallar zonas transitables, estados intermedios, zonas vivibles donde podamos convivir con nosotros mismos o con los demás y sobrellevar los contratiempos con tolerancia a la frustración y tratando de disfrutar un poco en una existencia que siempre amenaza con oscurecerse y en la ademas nunca somos perfectos.