Veo lo que es la vida de una mujer trabajadora. No hay tiempo para pensar.
Diario, Virginia Woolf, diciembre, 1940.
Esta misma mañana he tenido lío en clase a primera hora. Me encantan los líos. La cosa ha sido en un Segundo de la E.S.O, donde les he entregado un ejercicio sobre la eutanasia. Ya sé que es un tema de Valores éticos completamente manido, pero no para ellos, que no tienen ni idea, y menos ahora que es ya una ley en vigor y una realidad efectiva en España, algo tan extraordinario que todavía cuesta creérselo. No sé de qué manera ha ocurrido, seguramente para no tener que escribir, pero estos alumnos de Segundo, majos y listos, se me han rebelado quejándose de lo de siempre, eso de que para qué nos sirve venir aquí a penar al instituto si nada tendrá aplicación en nuestra vida futura. No lo decían por mi ejercicio de hoy, sino por esas asignaturas de “memorizar, vomitarlo en el examen y olvidarlo todo al día siguiente”. Es curioso, pero no sorprendente, que los chavales, por una muy natural conveniencia, hayan adoptado el lenguaje de los pedagogos que van de rompedores, los cuales les sirven en bandeja los argumentos para el motín. Pero conmigo han pinchado en hueso. Soy un convencido defensor de la necesidad al tiempo que inutilidad del conocimiento[1], y creo que les he comido el coco al menos por unos minutos acerca de que, primero, aquel que sólo aspire a aprender aquellas destrezas de las que pueda obtener utilidad y dinero es un roedor, y no un hombre, y, segundo, de que efectivamente la educación pública es el mejor amparo y baluarte que una chica o chico de 13 años pueden tener frente a un mercado laboral exterior que sólo sabría aprovecharse de ellos exprimiéndoles al máximo. De modo que, como son alumnos honestos, la cuestión ha girado de repente del qué al cómo. Lo que ocurre, entonces, visto ya desde otro ángulo, es que los profesores somos un muermo, que venimos enfadados de casa (en realidad, están pensando en las palabras “amargados” y “malfollados”), que no transmitimos el menor entusiasmo por nuestras materias y que lo único que parece importarnos es mantener la disciplina para que no nos tomen el pelo y la clase termine por escapársenos de las manos. Pues es totalmente cierto, les he dicho, el problema es saber qué viene antes, si el huevo o la gallina del famoso dilema. O sea, que qué sucedió primero: ¿nos convertimos en unos guardias porque ellos adoptan naturalmente una actitud de presos o es que ellos son reprimidos porque tendemos espontáneamente a la tiranía? La cuestión, en fin, del tonto pero célebre experimento de la prisión de Stanford…
Yo creo que el gran reto al que se enfrenta la educación en la actualidad no tiene nada que ver en esencia con una nueva ley educativa polémica o con el papel de una economía invasiva y egoísta que se inmiscuya en el desarrollo del trabajo en el aula. Quiero decir: claro que tiene que ver, pero de forma exógena, pero eso nadie va a hacer nada para solucionarlo y sólo a muy poca gente, como a algunas amigas mías de izquierdas, les importa de verdad. Porque, en realidad, de forma endógena, nuestro verdadero reto, el de los profesores, es hoy el de competir con los youtubers. No porque los youtubers sean especialmente imaginativos o interesantes, que no lo son y más bien son bruticos y sin interés alguno, sino porque dan la sensación de estar más cerca de sus seguidores que nosotros los profesores en el sentido de que aparentan ser tan básicos como ellos y de que les acarician con la idea de que es mucho mejor serlo. Yo, a eso, lo siento, lo llamo “carne de cañón”. Ser carne de cañón es tener quince años y ya haberse rendido, haberse replegado a la concha y no aspirar en el porvenir nada más que a ganar lo justo para meterse en una ratonera, vestir chándal todo el día, tener si acaso dos vástagos y comprarse una Play. Ni que decir tiene que ese es el sueño dorado de los empleadores sin escrúpulos, y los educadores en general deberíamos ponérselo algo más difícil. Porque los youtubers, sin embargo, sí que hay algo que hacen pero que muy bien. Como están ahí por dinero -o por no trabajar a la manera del resto de la carne de cañón-, pueden perfectamente no presumir de vocación alguna excepto la muy universalizable de ser famosos y llevarse bien con su audiencia. Los profesores, en cambio, suelen tener verdadera vocación para la enseñanza, y eso les pierde. No paran de defraudarse, día tras día, de que con las ganas que tenían ellos de transmitir cabalmente el saber de la humanidad, los niñatos pasen completamente de ellos e incluso les revienten la clase. Muchos de esos profesores, de hecho, fueron muy buenos alumnos, alumnos modélicos, y de ahí que no entiendan nada de nada y les entre un pathos tan trágico[2]. A mí, con perdón por la intromisión personal, no me ocurre eso. Fui mal alumno y estoy en esto por ganarme la vida, pero creo que ello me da, si se me disculpa de nuevo, una perspectiva distinta, acaso más ecuánime…
Esas amigas de izquierdas a las que me dirijo aquí piensan, por ejemplo, o así lo he interpretado yo, que la escuela debe estar abierta a la vez que integrada en su entorno social, al afuera que dirían los pedantes foucaultianos, y a mí eso es justamente lo que me sobra del todo. El “afuera” de la escuela no sólo está compuesto de problemas gravísimos de desestructuración laboral y familiar, marginación social, paro, reguetón y otras desgracias, está penetrado también de todo eso que nunca debería entrar en un instituto, como los mencionados youtubers, los videojuegos, las redes sociales, el botellón, los canutos, el racismo, la xenofobia, la discriminación sexual y la estupidez criminal de las bandas callejeras. No digo que no deba existir todo eso, yo no soy Jesús Gil y no expulsaría a los vagabundos de mi ciudad, sólo digo que, a diferencia de mis amigas, servidor excavaría un foso con cocodrilos en torno a un centro educativo para que dentro pueda reinar el Juego de los Abalorios de Hesse[3], mientras que fuera espera su turno toda esa mierda. Esa mierda, en efecto, no es tan mierda, yo participo sin duda de esa mierda, siempre que se quede respetuosamente en su lugar. Y no me parece que haya ningún elitismo en ello, puesto que ese Juego de los Abalorios cultural es un juego para todas y todos, sin ningún tipo de discriminación y para colmo igualitario y obligatorio hasta los 16 años –¿qué otro espacio reglado de la tierra puede decir eso?; no entro ahora en la cuestión de los para/centros educativos que existen precisamente para poder hacer trampa en ese Juego: los privados, en los que trabajé[4], y, lo que todavía es peor, los concertados. El centro educativo debería ser como un santuario, el monasterio laico de un barrio en sustitución de la misión evangelizadora de las iglesias. Marina Garcés[5] dice que la calle debería tomar las aulas, pero yo desde luego no tengo la menor intención de permitir que un padre venga a decirme cómo se debe dar Filosofía de Bachillerato y mucho menos Valores éticos de Cuarto. ¿Os imagináis a la calle, al procumún, al demos[6], pudiendo terciar en si el profesor de Matemáticas puede abordar o no ahora la Trigonometría? Si os lo imagináis en zona depauperada, tenéis la pesadilla de una señora gritándole al profesor en la oreja que su hija lo ha pasado muy mal con la muerte de su abuela y que no le entra la caída de los graves, y si lo imagináis en zona privilegiada obtenéis en cambio la pesadilla del señor con Rolex diciéndole al profesor que su hija necesita como sea una nota alta para ingresar en Eton. Por eso creo que la relación dentro/fuera debe ser al revés de como la concibe Garcés. “Dentro”, templo[7], alecciona al “fuera”, feligresía, y jamás a la inversa, a la inversa sería la invasión de los bárbaros. Fuera la gente trabaja, o sobrevive, fuera no hay tiempo para pensar, como se dio cuenta Woolf faenando en mitad de la Segunda Guerra Mundial. Dentro, el culto, el misterio, la salvación de las almas atribuladas, el lugar donde dejas de ser el Guille o la Juani para ser un pre-ciudadano tan digno de conocer las gestas de un vil Napoleón como un catedrático de Historia. Garcés querría, noblemente, abrir las compuertas de un instituto para inundar a la gente con la formación académica mínima que mane de él, así como que la gente okupe la educación pública para marcarle la orientación ética o política que debe seguir. Yo entiendo, en cambio, que si hacemos algo parecido a eso nos quedamos sin instituto, y que si lo hiciéramos también con los tribunales, por ejemplo, nos quedaríamos sin justicia, o convertiríamos la justicia en justicia popular, como en tiempos del maoismo.
Hay que venir al colegio por las mañanas con el alma ya más o menos confortada o no muy destrozada, pero si así fuese en los departamentos de orientación de los institutos tienen herramientas y puertas de atrás de emergencia para tales casos. No obstante, esa no es la tarea fundamental de la enseñanza, su tarea perentoria es arrebatarle en lo posible al mercado carne de cañón humana. Es cierto que yo he tenido muchas veces la desagradable sensación de que únicamente un porcentaje pequeño de nuestros alumnos aprenden, y lo que es peor, que esos mismos alumnos eran los que estaban predestinados a aprender desde el principio (incluso yo, que era una calamidad), de manera tal que a veces pienso que a lo que nos dedicamos en realidad es a calificar temperamentos, más que cerebros. El que tiene buen temperamento, por la razón que sea, es casi eugenésicamente aupado por los profesores y alcanza los niveles más altos, mientras que el que se muestra insolente desde el primer día ya puede ser Évariste Galois que lo llevará crudo. Pero eso no significa que la escuela deba ser en absoluto, y de ningún modo, una institución cuya primera preocupación sea “motivar” al infante. También el alumno debe venir de casa motivado, y si lo que quiere es divertirse en clase, esa patraña publicitaria del “aprender sin esfuerzo”, el circo está unas calles más arriba, como dice mi compañera Merche. Es el chaval el que debe aspirar a alcanzar el nivel del profesor, y no el profesor el que se rebaje al del alumno[8]. No veo que quepa aquí horizontalidad o reciprocidad alguna, a lo Garcés, un centro de enseñanza es el peor lugar del mundo para predicar la anarquía, como decía Jack Aubrey de un barco de guerra. Si lo que buscas es un falansterio, selecciona unos cuantos adultos desengañados, pero deja en paz a los adolescentes, que necesitan desengancharse por un rato de youtubers, sí, pero no a cambio de imponer su ley propia de El señor de las moscas. Dicho esto, está claro que los profesores han de dejar de ser tan impenetrables y hieráticos como son o les fuerzan las circunstancias a ser. Julio César arengaba a sus legiones comiendo una manzana y haciendo chistes sexuales, sin que por ello perdiera la auctoritas que merecía un general, y un general victorioso además. Los chicxs suelen tener una natural curiosidad a querer saber de la vida privada del profesor, sencillamente porque sus profesores son los únicos adultos al margen de su familia con los que tienen trato, y yo la satisfago siempre que puedo de manera por supuesto edificante. La mayoría de mis compañeros, sin embargo, se protegen como erizos, al igual que se protegieron lo que pudieron cuando eran los aplicados de la clase y los matones y revoltosos se metían con ellos[9] o les ignoraban. En mi opinión, un profesor no puede esquivar ningún desafío de los que le plantean sus alumnos, sino que debe tirarse a todos los barros y, después, salir triunfante o reconocer la derrota. No hay reputación que salvar, lo único que hay que salvar si acaso es la programación de la asignatura[10]…
Está bien tener vocación para la enseñanza, si tienes esa suerte, pero es mejor tener vocación para entenderse con los adolescentes. A quien le pongan nervioso las travesuras, las palabrotas, los chupones en el cuello, los cortes de pelo de moda y la tontería y la ingratitud general de la juventud –“¡es que la juventud de hoy, señor mío…!”- que se meta a dar clase en una academia, o en una penitenciaría, que me han contado que los convictos se lo toman muy en serio. Sin humor, y yo diría más, sin una sabia combinación de una convicción inquebrantable en tu propia superioridad moral e intelectual como adulto a la par que una envidia disimulada por la tierna y frívola edad de tus pupilos no se puede ser profesor, no al menos de Primaria y Secundaria. En el frontispicio de todo centro debería haber una inscripción que rezase “nadie entre aquí a quién le estomaguen los adolescentes”, y eso vale también para los bedeles o celadores. Si no recuerdas nada de cuando tú eras igual de tonto que ellos, no seas profesor ni te reproduzcas, haz el favor, que ya hay superpoblación en el planeta, y se calculan nada menos que 9.800 miles de millones de bípedos implumes para 2050. ¿Qué es un adolescente inmerso en un proceso de enseñanza cuyo currículo ha sido diseñado por el Estado conforme a criterios, espero, humanistas? Voy a arriesgar una definición propia, habida cuenta de que abomino de pedagogos, psicólogos y pediatras que jamás han pisado un aula, y que todo lo que nos ofrecen son moñerías del estilo “edad difícil que busca desgarradoramente forjar su propia identidad en un momento de aguda incertidumbre” y bla, bla, bla, o sea, más combustible para que ardan en su propia hoguera. Un adolescente en la escuela es un ser humano que aún no comprende la experiencia del comprender mismo, y en parte por eso la enseñanza es obligatoria, porque no se puede ir por la vida sin saber cuándo has comprendido algo y cuándo no, o, dicho de otra forma, cómo de honda puede ser la experiencia de la compresión, lo cual se aprende cuando te explican lo que comprendió Galileo mirando un lámpara pendular o Dante viendo pasar a Beatriz. Si no conseguimos nada de eso, vana es nuestra fe, y ya lo mismo nos da que aprueben, no aprueben, nos igualemos a Finlandia o a Burundi o que lean las obras completas de J. K. Rowling en inglés. Hay que sentir alguna vez en la vida lo que sintió Arquímedes al exclamar “¡Eureka!”, o Bécquer al versificar -a los profesores de lengua y literatura españoles parece encantarles Bécquer, nuestro Heine sin humor -“¡y entonces comprendí por qué se llora / y entonces comprendí por qué se mata!”, o si no todo el proyecto de la educación estética de la humanidad, como lo llamaba Schiller, será ya papel mojado. Y eso, en mi opinión, no pasa lo más mínimo por divertirse mucho en clase, sacar al chavalerío a pasear al parque cercano en plan peripatético, aprender “técnicas de estudio” para dar de comer a los pedagogos[11] o estar la mar de “motivado”, como un futbolista antes de saltar al campo: se ha de sufrir un poco o no funciona.
En fin, Ernesto Castro, otro youtuber pero instruido y no sólo youtuber -”cultuber”, creo que se dice, y en el presente caso metralleta doxográfica- opina que el diseño perfecto para la educación se definió en la Escolástica medieval, mediante la distinción entre Lectio, Questio y Disputatio, o sea, clase magistral, debate y tutoría personalizada, y yo estoy completamente de acuerdo. Otras innovaciones, como las que últimamente están interesando a mis amigas, de la “enseñanza por proyectos” y tal me resultan completamente ajenas, seguramente por mi edad y asqueroso individualismo, y ciertamente tengo poco claro si yo hubiera aprendido algo con ellas. En cuanto a la teoría de la educación misma, a la propedeútica y la antropología subyacentes a ella, suscribo punto por punto -¡pero punto por punto!: como si lo hubiera escrito yo mismo- el librito El valor de educar de Fernando Savater, retruécano incluido y aunque no comparta ni por lo más remoto su deriva ideológica actual, tanto política como sentimental (bueno, tampoco compartía su antigua delectación por Cioranes y Batailles, escorpiones del pensamiento, y de aquellos polvos estos lodos…). Más allá, creo que sí, que los que fueron buenos alumnos pueden y deben conspirar contra los youtubers, que también conspiran por contraprogramarnos a los niños, y sobre todo contra la desesperanza brutal que habita en nuestras calles y en nuestras pantallas. La enseñanza reglada, y por tanto necesaria y no caprichosa, debe propiciar eso que los libreros denominan el “encuentro feliz” entre determinado libro y determinado lector, sólo que aquí las condiciones del encuentro las pone la república, no el discente. Un alumno tiene que aprender mucho en poco tiempo, y tiene que dilatar en lo posible su horizonte de comprensión (para pedir a tu cabeza un “más difícil todavía” tiene que haberse abierto y rajado alguna vez, como los músculos en un gimnasio), porque quizá más adelante cuando sea adulto ya no disponga de más tiempo para pensar, como Virginia Woolf, o sea tarde para saber cómo demonios hacerlo. Como dijera Franz Kafka enigmáticamente, a ver si “la desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza…”
[1]La conspiración de los malos alumnos (o “La educación prohibitiva”) – Hyperbole
[2] Algo enfadado, y sin duda injusto, escribía yo en enero de 2010 sin que nadie lo leyera: “De pobrecitos nada. La mayoría se merecen lo que les pasa. Desprecian al alumno olímpicamente porque no es como ellos han llegado a ser veinte o más años después. ¿Y qué son ellos? Funcionarios del A, B y luego C, ortopedias del libro de texto, enanos adocenados, currantes camastrones, culturetas de folleto. Sus melindres harían vomitar hasta la duquesa de Alba, su medrosidad ratonil incluso a José Blanco, su cerrilidad altiva también a Bernarda Alba. Los estudios más fascinantes se vulgarizan entre sus manos como fruta que se pocha, y hasta sus propios hijos se ven obligados a comerla descompuesta. Aquellos que no se sientan del todo cómodos entre el murmullo de patio de vecindad de sus compañeros de profesión, aún tienen entreabierta una puerta de salvación: que la dejen así, adivinando el exterior, traten de comunicárselo disimuladamente a sus chicos como una ligera brisa fresca y callen acerca de sí mismos, no vaya a ser que se enteren en la inspección”.
[3] Las tormentas apócrifas de Herman Hesse
[4] Nunca tuve una granja en África, al contrario: trabajé, como digo, un año y pico en un colegio privado. Voy a hacer el favor de no escribir su ahora y siempre ignominioso nombre, ciudad turca de ilustre pasado filosófico casi por casualidad fonética. Iba enchufado, naturalmente, y muy bien enchufado, por lo visto (tuvieron que explicarme dentro hasta cuánto, lo cual no deje de utilizar discretamente). Ya el segundo día me dijeron cómo tenía que vestir e incluso lo inadecuado del monedero que portaba entonces. De esos trabajos sucios se encargaba el orientador, dickensiano lacayo. Pero, en realidad, todo era más o menos sucio, pues allí se acogían los vertidos que otros institutos privados habían tirado a la basura, como un cementerio nuclear de los residuos de las familias adineradas. El director, que cambiaba las palabras como un siniestro Chiquito de la calzada de la trama Gürtel, obtenía amplia variedad de beneficios de ello, no sólo pecuniarios. Era favor por favor, lo cual implicaba su presencia en las juntas de evaluación para “matizar” las notas. Y su presencia centinela, también, en lo alto del edificio principal para controlar como un panóptico lo que sucedía en las aulas. Éstas, por cierto, constituían el colmo del despropósito. Como el colegio se había reciclado de dos edificios de viviendas pegados el uno al otro, las mesas eran grandes y redondas, y tenías a un alumno mirando a Cuenca, otro a Finisterre y la mayoría mirándose mutuamente, con varios dándote la espalda… Tales adorables muchachos sabían de sobra que debían aprobar, porque para eso pagaban, y así te lo recordaban cada vez que les amonestabas. Afortunadamente, en selectividad se estrellaban, pero ese contratiempo no impedía que pasasen a formar parte importante de la plantilla de papá. Algunos de los más pequeños extorsionaban a sus compañeros. Algunos de los grandes venían a clase por la mañana como una puta cuba. Pocos resultaban simpáticos, como mucho dignos de lástima. No se admitía tácitamente el derecho del profesor a tener libre el día de las oposiciones para tratar de mejorar en la profesión: te podían hacer la vida aún más imposible en adelante. Los “cuadros docentes”, en suma, andaban acojonados y en vilo por cualquier cosa todo el tiempo, e incluso los más cercanos a dirección sólo sabían transformar su miedo en abuso hacia los disidentes. Todo ello conviviendo juntos incluso en la comida, gran ceremonia de la hipocresía impuesta. En fin, para cuando me largué habían introducido dos grandes innovaciones de cara a los padres: una, batas uniformadas para el personal docente, y otra, horario ampliado de ocho a ocho, algún sábado por la mañana incluido. Bien, no digo -porque no lo sé- que ese sea el modelo que les gusta a los dirigentes de esta nuestra Comunidad, sólo digo que ahí sigue, como una mancha de pudrición en el sistema educativo, amén de en el sistema laboral en su conjunto. La pregunta es quién podría permitirse abandonar hoy un estercolero tal…
[5] “Less is bore”: una posible lección filosófica de la cuarentena
[6]Demos es barrio en griego, no pueblo. Los atenienses no eran románticos decimonónicos, no les gustaba el “pueblo”…
[7]Y más carácter de templo va adquiriendo, ahora que nos ponen música clásica en vez de timbre entre clase y clase.
[8] Es el mismo caso que esa locura que nos ha entrado de vender a los críos literatura infantil o juvenil, como si la literatura pudiera clasificarse por edades, o como si eso no fuera nada más que un truco comercial. Tú le dices al polígrafo Defoe que Robinson Crusoe es literatura juvenil y te tira el tintero a la cabeza. La Literatura es la Literatura, con mayúsculas, y pretender que Laura Gallego (incluso Alessandro Baricco) haga las veces de Homero (o el bueno de Charles Lamb de William Shakespeare) es adulterar las cosas por vender, capitalismo borrego. El colmo del absurdo llega cuando a continuación pretendes que el adolescente simultanee Laura Gallego con La Celestina. ¿No sería más fácil ni una cosa ni otra, proponiendo u obligando al alumnado a leer las novelas cortas y picarescas de Eduardo Mendoza, por ejemplo, que son entretenidísimas, que son originales de un autor vivo y mordaz para adultos y que muestran el mundo real actual?
[9] Otro compañero mío, buen y recto docente, ha usado la palabra “despojos” para sus malos alumnos esta misma mañana.
[10] Un fenómeno curiosísimo de resentimiento docente, que es minoritario pero que me he encontrado en todos mis años de itinerancia entre centros de la Comunidad de Madrid, es el del profesor que te cuenta escandalizado que sus alumnos desconocen cierta cosa. “¡Qué vergüenza, cómo han degenerado los tiempos!” Pues no, señor mío, los tiempos son los de siempre, y es justamente porque no saben esas cosas que usted da por descontadas por lo que están matriculados en un colegio o un instituto, y no le quepa duda de que su deber es repetírselas las veces que hagan falta. Su frase de usted es tan absurda como si un médico se lamentase de que todos sus pacientes viniesen realmente enfermos o un instructor de natación de que sus pupilos no supieran nadar. Por cierto, si es usted de lengua, mejor no vamos a preguntarle ahora si sabe usted lo que es un sistema inercial, que tiene cuatro siglos, y si es usted de ciencias, dejamos para otro día discretamente el sondear acerca de sus conocimientos de la obra del sin par François Rabelais, que tiene más de cinco siglos. En general, ya se sabe que ciertos gremios cuanto más privilegiados más quejicas… (se echan de menos, a veces, los malos tiempos del gran José Luís López Vázquez: “Fernando Galindo, ¡un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo!…”;
[11] En la Grecia antigua el “pedagogos” era el esclavo que llevaba al niño hasta la puerta del colegio (o sea, del profesor particular la mayoría de las veces), y que le zurraba la badana cuando se portaba mal. De ahí lo de “conducir al niño”, etimológicamente. Lo que luego ocurría dentro entre el maestro, el alumno, y las materias que se traían entre manos no era asunto suyo, del pedagogo. Y todavía sigue sin serlo, pienso yo. No es necesario reducir de nuevo a funciones de vigilante privado al pedagogo para constatar que entre Jorge Manrique y el chaval no hay otro -que no “mejor”- mediador que el profesor de Literatura, y sin embargo los pedagogos pretenden desde hace tiempo ser los arquitectos de ese puente bajo la superstición de que conocen a fondo una de las dos orillas. La otra, la del propio y viejo Jorge Manrique, nunca la ha pisado. Se diría que, con la nuevas orientaciones legislativas de los últimos años, el pedagogo quiere colonizar también ese territorio, y dárselo muerto y embalsamado a la empresa como ejemplo de inútil cultura que el niño debe desembarazar de su mochila y de su vida. Así, vuelve a su condición antigua convirtiéndose en el esclavo del empresario y conduciendo al crío de la nada domesticada al trabajo asalariado, y, mientras, el pobre Jorge Manrique ha sido arrojado para siempre a uno de esos ríos que va a parar al mar, que es el morir. Por otra parte, cuando algunos se refieren a los intereses de la razón, y no a los del mercado, quiero entender que se refieren a la dimensión universal de Jorge Manrique, por ejemplo, si es que la hay (que bien pudiera ser puro chauvinismo español, pero no lo creo), y no únicamente a la Crítica de la Economía Política. Porque en un entorno educativo y social bien ordenado conforme a la “Razón”… ¿Habría también que seguir enseñando a Jorge Manrique? En mi opinión, sólo el profesor o el debate entre profesores de la llamada “especialidad” pueden decidir eso. Lo que se juega es la liquidación no sólo del saber, sino así mismo de lo sabido. A mi juicio, el alumno debe aprender a desenvolverse en estas otras batallas antes de hacerlo en la de su oficio, o no tendrá nunca margen de maniobra ni siquiera en éste. Sea Jorge Manrique o sea el Binomio de Newton, que algunos chicos rabien, se disgusten o protesten, pero que se enfrenten a ellos cuando todavía pueden y les dejan. Luego ya les zurrarán la badana a fondo y en serio, tocándoles el bolsillo, y habrán cruzado su último puente. En conclusión, que tal como yo lo veo es el profesor el que “enseña a aprender” y el que “aprende a enseñar”, y su metodología se llama Jorge Manrique o Binomio de Newton, no CAP, ni Didáctica Especial ni Máster del Universo. El pedagogo que les lleve hasta clase y el empresario que espere en la puerta. Que lo que interesa al empleador si acaso se lo enseñen desde cero, y por la cuenta que les trae, no vamos a dárselos envuelto para regalo, faltaría más…