Francis Kéré, Pritzker 2022 y bienaventurado

Bastarían los dos enunciados –del 2015 y del 2022– de la arquitectura de Diébédo Francis Kéré (Gando, Burkina Faso, 1965) para advertir la inflexión en la que se instala este año el jurado del Premio Pritzker –y el propio Premio Pritzker– al otorgar el galardón al africano Kéré. “La Arquitectura es ensuciarse y empujar todos juntos”, decía en la entrevista sostenida en El País el 1 de octubre de 2015. Sin saber qué significado pueda tener ese ‘empujar todos juntos’. Definición ésta que nos aproxima al concepto romántico de Víctor Hugo de la Arquitectura como obra entera del pueblo –un albañil colectivo, así decía: “los grandes edificios, como las grandes montañas, son la obra de los siglos…El tiempo es el arquitecto, el pueblo el albañil”– frente a la creencia de la obra individual por excelencia. En la misma órbita del ‘anonimato autoral’ o de la ‘opacidad del autor’, se expresó Bernard Rudofsky en su obra de 1964 Arquitectura sin arquitectos. Publicado, paradójicamente, por el MoMA –templo de la excelencia del autor y sede institucional que propiciaría el primer premiado en la persona de Philip Johnson en 1979– y que con su éxito daba cuenta de la pasión moderna por las líneas de construcción popular, como nos muestra Kére. Basta señalar la reseña Las manos en la tierra, de Muñoz Molina (Babelia, 12 de marzo 2022), para dar cuenta de la muestra de Anna Heringer en la Fundación ICO, comisariada por Luís Fernández Galiano, para fijar las tendencias del momento. Hasta el extremo de poder hablarse de ese cuasi oxímoron, de Arquitectura sin arquitectos, equivalente al del pan sin trigo.

Ocurre que vivimos –desde ese año ejemplar de 1964, por citar una fecha posible– en la edad del ersatz y del simulacro, y todo es posible en el recuento de las expresiones y sus valores: lo real y lo fingido, lo virtual y lo aparente, para encabalgar el ideal de lo políticamente correcto. Habrá que ver, por ello, en qué dirección se empuja y como se soporta esa presión, para admitir que ello –‘empujar todos juntos’– coincida con la arquitectura; porque empujar por empujar, puede ser un simple movimiento de masas o una simple barahúnda en una aglomeración o en un gentío. Habrá que ver, por ello, en qué dirección se empuja para admitir que eso –ese empuje o empujón– coincida con la arquitectura. Que ciertamente es un trabajo social –precisa de un encargo detallado, de unas condiciones productivas e industriales y de una estructura económica que permita el desarrollo y financiación de la obra– y de un equipo –cada vez más, es evidente la complejidad disciplinar que requiere la arquitectura y por ello precisa una concurrencia de colaboradores en la definición del proyecto y su posterior desarrollo–.

Y, pese a ello, el Pritzker ha venido reconociendo en ejercicios anteriores el talento de creadores individuales que han condicionado con sus proyectos y obras el entendimiento de la Arquitectura y de las ciudades. Aunque haya habido leves movimientos en los últimos años que han premiado más situaciones ideológicas y sentimentales que obras finales y hayan abierto el catálogo de premios a otros continentes lejos del eurocentrismo dominante. Por ello, la inflexión advertida este año al premiar a un arquitecto joven –para lo que es habitual–, que representa no tanto a un continente –tan joven y novedoso, como olvidado, que eso es finalmente África– como a un proceso productivo diferente como el que pueda darse en Burkina Faso, inaugura una nueva secuencia de difícil conjetura venidera. Eso es lo que afirma Anatxu Zabalbescoa en El País del 15 de marzo de 2022: “La elección del proyectista burkinés marca un cambio de paradigma en la historia del galardón al reconocer el papel del arquitecto como un guía capaz de cambiar la suerte de una comunidad y la ambición de su disciplina”. Incluso esa percepción de que “La historia de Kéré parece una mezcla entre un cuento de hadas y un lavado de conciencia del mundo occidental”. En esa dualidad del cuento de hadas que premia algo imprevisto, se sustancia la deuda moral y el lavado de conciencia que verifica este ejercicio de perdonar otros excesos del pasado colonial.

Ya el pasado año –con el premio de Lacaton y Vassal– se apostaban por otras líneas argumentales y temáticas, como había ocurrido en 2018 con el premiado de la India Balkrishna Doshi, o incluso en 2016 con el igualmente desconocido Alejandro Aravena de un Chile lejano. Como si los distintos jurados estuvieran tratando de dilucidar otras alternativas en las que pesaran más aspectos morales e ideológicos que los referidos estrictamente a una obra construida y al mundo rutilante de las revistas influyentes. Por lo que afirma la periodista Zabalbescoa “que el jurado no haya querido que quede como una anécdota pintoresca y excepcional denota que el Pritzker quiere volver a ser un referente”.

Hijo primogénito del jefe de un poblado en Gando (Burkina Faso), a Kéré le tocó estudiar y, parece que odió hacerlo. Pasó de ocuparse de llevar agua y jugar con sus 12 hermanos a caminar 20 kilómetros al día para aprender a leer y escribir en una escuela de Tenkodogo. Y aquí nace la inspiración, de un ejercicio de rebeldía. Aquel colegio estaba mal construido –a la occidental, sin duda, y sin mucho interés– con bloques de hormigón y parece que mal ventilado. Kéré no olvidó el calor africano –cosa rara en los africanos, que son capaces de convivir con altas temperaturas habituales– de esos años que pasó en ese edificio. Por eso, cuando fue becado en Berlín, prolongó sus estudios hasta graduarse como arquitecto en 2004, y entonces tuvo una idea fija en la cabeza: que los hijos de sus paisanos tuvieran sus oportunidades y que pasaran menos calor. Entonces, se convirtió en promotor a su manera; como lo han sido las misiones religiosas en África, que han creado escuelas y pequeños hospitales, con un apostolado similar al desplegado por Kéré, aunque menos publicitado. Reunió dinero para levantar la Escuela Primaria de Gando. Sabía cómo construirla: ventilada, sobre todo muy ventilada. Los hombres harían la argamasa y los ladrillos con su escantillón o gradilla correspondiente, mientras que las mujeres prepararían el suelo para recibir las piezas de adobe y paja. La cubierta quedaría elevada sobre el muro de ladrillos para dejar pasar el aire y evitar parte del calor, buscando la ansiada ventilación. Para 2001, Gando seguía sin electricidad y sin agua corriente, pero tenía escuela. “Con la gente implicada, los diseños prosperan. El mejor mantenimiento es el entusiasmo”, dice Kéré en lo que parecen ejercicios evangélicos y misionales: pura bienaventuranza.

El reconocimiento obtenido, propició la invitación de países extranjeros en intervenciones temporales como la Royal Academy (2013) o el pabellón temporal de la Serpentine en Londres (2017). Kéré justificó entonces, que esas intervenciones –más de pasarela y frivolidad que de proyecto colectivo del medio rural africano– aumentaban su fama e informaban al público en general de que hay otra manera de construir –aunque no esté en esa anterior– y, por tanto, le permiten financiarse para seguir construyendo en África, a la africana debería haber dicho. Por ello, dice Zabalbescoa que “La doble lista –oculta en tantos arquitectos conocidos– o pública en Francis Ford Coppola –que hacía Padrinos para producir películas más arriesgadas– había llegado a la arquitectura. Solo que, en el caso de Kéré, dejar de construir es un riesgo para mucha más gente que él. ¿Lo tiene todo hecho, entonces? ¿Qué premia el Pritzker?”. Esa es la pregunta que habría que hacer al jurado en su conjunto, o a cada uno de sus miembros: Alejandro Aravena (Priztker 2016), Stephen Breyer, André Aranha Corrêa do Lago, Barry Bergdoll, Deborah Berke, Kazuyo Sejima, Benedetta Tagliabue, Wang Shu (Priztker 2012) y Manuela Lucá-Dazio. Dicho esto, cuando la quiniela de la revista digital brasileña Archidaily, establecía otros nombres entre las preferencias de sus lectores: desde David Chipperfield a Kengo Kuma, desde Alberto Campo Baeza a Aires Mateus, desde Bjarke Ingels a Steven Holl. Donde, ciertamente, aparecía Kéré en cuarto lugar.

Ese es ahora el paso que le queda dar a Kéré, un arquitecto de nueva generación (¿2.0 o 5G?) que ha conseguido que su arquitectura pase a ser parábola evangélica o Sermón de la Montaña con el despliegue de las Bienaventuranzas. De tal suerte que afirma que su pretensión es “involucrar a la gente [para que] abandone el egocentrismo”. El carácter de líder moral de Kéré, queda claro cuando la revista italiana Archello, habla de él como ‘arquitecto social’, para contraponerlo a otra suerte de arquitecto. También la revista digital Hoyesarte.com, fija la posición de Kéré como la de ‘arquitecto solidario’. Por ello se entiende el juicio propio: “Para mí la arquitectura es un reto. Una vía para solucionar problemas y aportar algo a la sociedad”. También el razonamiento del jurado, al citar: “Su sensibilidad cultural no solo entrega justicia social y ambiental, sino que orienta todo su proceso, en la conciencia de que es el camino hacia la legitimidad de un edificio en una comunidad. Sabe, desde dentro, que la arquitectura no se trata del objeto sino del objetivo; no el producto, sino el proceso…En un mundo en crisis, en medio de cambios de valores y generaciones, nos recuerda lo que ha sido, y sin duda seguirá siendo, un pilar de la práctica arquitectónica: el sentido de comunidad y la calidad narrativa, que él mismo es tan capaz de contar con compasión y orgullo. En esto, proporciona una narrativa en la que la arquitectura puede convertirse en una fuente de felicidad y alegría continua y duradera”.

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