Godard (JLG): Deshago las películas más de lo que las hago.
Duras: Estás en condenación Jean-Luc. No puedes escuchar, no puedes leer, no puedes escribir, así que el cine te sirve para olvidarte de eso.
JLG: La representación nos consuela de la vida. Y la vida nos consuela que la representación no es nada.
Estos aforismos casi destructivos en su raíz y en su copa –unos más entre una copiosa colección disponible de pensamientos sintéticos y de ráfagas de locuacidad– de Jean Luc Godard (Paris, 1930-Rolle, Suiza, 2022), replicantes a la pregunta de Marguerite Duras, pueden servir como espejo –un espejo duplica tanto como distorsiona la mirada y por ende la realidad– que aumenta multiplicando las personales obsesiones de un realizador de cine tan problemático como mitificado, tan ensalzado como denostado.
Baste ver las declaraciones del –por otra parte, mitómano e iconoclasta– crítico de cine Carlos Boyero al advertir en la presentación del documental El crítico– un trabajo sobre sí mismo y sus soledades y extravíos– en el Festival de San Sebastián: “con mentiras como Godard he tenido que vivir. Me parece de las cosas más impostadas e inocuas. Decía que lo suyo no era cine, sino poemas fílmicos…Pues váyase a tomar por culo con sus poemas fílmicos”. Argumentos que, dos días después desmenuza en El País, en su texto ¿Para qué sirvió la revolución de Godard? Todo ello, en un ejercicio presuroso de liquidación de un legado cinematográfico, que puede merecer diversas ponderaciones, pero no un simplismo ‘porculero’ a que acostumbra en ocasiones Boyero: salirse por la tangente en debates complejos. De otro tenor en el mismo diario El Mundo del 14 de septiembre, es el trabajo de Luís Martínez, JLG, la eterna reinvención del cine. Que deja lugar aparte a las filias y a las fobias, pero que no puede evitar el reconocimiento del papel –nos guste más o nos guste menos– desempeñado por JLG tanto en su faceta de crítico en Cahiers du Cinéma como en su posterior trayectoria como realizador y luego como realizador-agitador. Donde anota entre otras observaciones que “el oficio de cineasta consistía ya sólo en hacer colisionar las imágenes, confundir y confiar (o esperar) que en el choque surja un nuevo sentido”. Algo parecido a lo afirmado muchos años antes por Roman Gubern en su imprescindible trabajo de 1969, Godard polémico, cuando fijaba las coordenadas –ya tan tempranas en ese año de 1969– del cine de Godard entre dos tentaciones. Coordenadas contrapuestas, como ocurrió al principio, con las críticas encontradas entre Cahiers du Cinéma –que lo situaba como uno de los más altos exponentes del cine moderno– y Positif –“logorrea de lugares comunes…chapucero impenitente de película, autor de conversaciones imbéciles…la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual”–. Y eso, todo eso, había ocurrido antes de la deriva política hacia el cine político, bajo la fórmula Grupo Vertov y de otros desplantes y discursos. El eje, a juicio de Gubern se desplaza “La del subjetivismo total y la del objetivismo total. Entre esos dos polos, que va de Man Ray y Ritcher hasta Dziga Vertov y Jean Rouche”. En una demostración de que “los grandes artistas toman prestado, los genios roban”.
La tentación presurosa entre la cámara subjetiva de los primeros y la cámara objetiva de los dos últimos, entre el yo y el ellos-nosotros. Padres que fueron de expresiones como Cine-Ojo en Vertov, y Cinèma verité en Rouch. Y esa tentación dual y contrapuesta es la que gravita en buen parte del cine de Godard y su obsesión creciente por la Objetividad del cine, por cuenta de alguien que fue tremendamente subjetivo al decir que “una película no es del que la hace y realiza, sino del que la ve y contempla”. Contraposición de la historia personal y del motor colectivo de la historia, que por extensión del conflicto godardiano, se introduce en algunas secuencias cuasi normativas de la Nouvelle Vague, como consecuencia, además, de algunas conclusiones extraídas del Neorrealismo italiano, vía Rosellini. Todo ese ejercicio de Objetividad y de Objetivación, como forma de mirada contrapuesta al conocido como Cinéma de qualité de la Francia de postguerra –que los de la Nouvelle Vague quieren olvidar: Clair, Clement, ¿Renoir?, ¿Vigo?– plantea algunos desavenencias, entre la crítica desplegada por JLG en Cahiers du Cinéma en sus años de formación –y su consecuente Política de Autores, en defensa de los realizadores por excelencia del universo de Hollywood y de la industria americana: Ford, Lang, Hawks, Wilder, Hitchcock, Ray – y el posterior trayecto de JLG tras el paso de Mayo de 1968. Recuérdese que tanto Godard como Truffaut, en el Festival de Cannes de ese año, trataron de boicotear su celebración, buscando la contraposición entre el Cine Industrial y el Cine Político. Y Cannes, en ese contexto había que pararlo y desmontarlo, dando comienzo a la radicalización política y –consecuentemente– estilística. Por más que JLG con Le petit soldat (1960), tratara de superar las ideologías y superar la distinción entre la izquierda y la derecha. Incluso parodiar ese conflicto con el periódico imaginario, Figaro-Pravda, que aparece en Alphaville (1964), un periódico imposible de existir e imposible de leer. Para redondear la chanza con la afirmación vertida en Masculin-Féminin (1966) de que “somos hijos de Marx y la Coca-Cola”. Otro imposible, cuando en los países del antiguo Telón de acero y en las Democracias Populares –así llamadas– no existía la Coca Cola, sólo parodias de Colas libres. En estos contrastes y vaivenes ideológicos y formales –algunos optan por la clasificación del hermetismo artístico, como hace Manuel Asín en El País, Lo que no hace falta entender en las películas de Godard– que llevados al límite dejarían la afirmación en ‘Lo que no se entiende’ y por ello, de poner la etiqueta de artista hermético en paralelo a Kafka, John Cage y Pessoa.
Cuando lo cierto no es el hermetismo, sino el cambio de punto de vista y de mirada y el intento de relativización del imaginario cinematográfico, como diría Edgard Morin. Esa radicalidad no racional está reconocida por su colega Agnés Varda –autora de un corto con Anna Karina y JLG y de la inmensa, Cleo de 5 a 7– que “afirma de JLG que era un inventor que cambió el cine”, al que años más tarde –por un conflicto personal acabó llamado rata–. Recuérdese que –como cita Gubern– “uno de sus primeros artículos publicado en 1950 en la Gazette du Cinéma, Por un cine político, JLG elogia el cine soviético estalinista”; un elogio incomprensible e inasumible. En una rara premonición de lo que vendría más tarde: llegar a Moscú-Vladivostok o ¿llegar adonde? Y ya, después de ello, la deriva militante prochina – Revolución Cultural mediante y la venta proselitista y callejera de Le cause du peuple, junto a Sartre– y el cine colectivo junto a Jean Claude Gorin en el Grupo Vertov –la muerte del autor en contraposición con la Política de Autores de los años 50– Pero si ello fuera así, quedarían cosas por contar, como los trayectos de autores coetáneos y paralelos, como Jacques Becker, Claude Sautet, Jean Pierre Melville, Jacques Tati y sobre todo el enigma inconmensurable de Robert Bresson. Por no hablar de la inflexión de sus compañeros de aventuras: Truffaut, Rohmer, Rivette, Chabrol, Varda, incluso el glacial e irreductible Resnais –cada vez más alejado del empeño nouvelvaguista, si es que lo fuera en algún momento–
Y ese choque tiene que ver con la contraposición de lo ordinario y lo extraordinario, el debate entre la vida y el cine, entre la creación y la sociedad. Por ello, podía afirmar “El cine no existe en sí. Es un movimiento. Una película no es nada si no se proyecta, y el hecho de proyectarse es un movimiento; la película no está en el aparato de proyección, ni sobre la pantalla, es un movimiento en el que se entra. No veo diferencia entre mi vida y el cine; antes tenía ideas sobre el cine, ahora las vivo”. Incluso de esa diferencia construía argumentos de la propia historia del cine, la verdadera Histoire du cinéma, como se empeñó en adjetivar en su tramo final: “Lo que le interesaba a Méliès era lo ordinario en lo extraordinario, y a los Lumière lo extraordinario en lo ordinario”. Y a pesar de esa simetría aparente, puede afirmar que “Una película no es nada si no se proyecta”, admitiendo la modificación alterada sobre la verdad de esa nada, o de esa mentira. En la medida en que “fotografiar un rostro es fotografiar e alma que hay detrás. La fotografía es la verdad. Y el cine es la verdad veinticuatro veces por minuto”.
Para Godard, nieto maoísta de un banquero amigo de Paul Valéry, las películas eran huellas de vida, un laboratorio hermético en el que cabía todo: “El cine no existe en sí. Es un movimiento”. Cuando alcanzó el medio siglo, Godard ya empezó a plantearse sus memorias subjetivas a través del cine y su obsesión –ya entrevista desde el comienzo– por el montaje cinematográfico, que es, finalmente, lo que da razón de ser al caudal de imágenes que desfilan ante nuestros ojos y que pueden ser una cosa u otra diferente. Su vida tuvo mucho de combate dentro de un oficio condenado a la imposibilidad: “Nosotros, los cineastas, tenemos a la vez palabras e imágenes, y debemos sufrir dos veces, es decir, definir e imaginar al mismo tiempo. Estamos condenados al análisis del mundo, de lo real, de nosotros mismos, mientras que ni el pintor ni el músico están condenados a ello”.
De forma inevitable fue crítico con el presente histórico y con el presente fílmico. “El cine es como el fútbol: nadie duda en dar su opinión, en decir que es formidable o asqueroso. El cine es un arte mutante, que viene al final de algo, que es un signo de algo. Ahora todo el mundo puede decir: ‘Yo hago cine’. Y la prensa añade: ‘Con las pequeñas cámaras digitales, todo el mundo puede llegar a ser cineasta’. Pues bien, amigos, llegad a serlo”.
Pero pese a su inevitable pesimismo, también afirmó. “El verdadero cine, el que para mí sigue siendo el gran cine, es el que no se ve”. Y por eso hoy, más a ciegas que nunca, después de su muerte, seguiremos intentando ver donde ya nadie ve. Para él el cine respondía a un proceso de investigación tan heredero del jazz como de Chaplin y Rossellini. Incluso la tardía afirmación, digna de Tolstoi de que “la alegría no produce buenas historias”. Por eso estamos tristes y no tenemos buenas historias. Incluso, posponerlas como hizo Michel Hazanvicius en Le redoutable (2017).