Negra noche, no me trates así
Negra noche, espero tanto de ti
Noche maquillada, como una maniquí
Noche perfumada con pachulí, con pachulí
“Negra noche”, Joaquín Sabina
Aunque densamente poblada de cielos, susurros y criaturas, a nuestros antepasados la noche se les hacía como desértica, en contraste con el tráfico humano y la variedad cromática del día. No les gustaba nada, la noche, amparo de conspiraciones, lobos y sórdidos lupanares. Si a eso le añadimos que las noches de antaño era verdaderas noches, noches completas, es decir, en las que ninguna luz artificial o sonido producido por el hombre podía amortiguar la negrura profunda y el frío de la noche, aventurarse a alejarse del fuego del hogar para internarse en lo incierto tan sólo podía ser propio de gente tan audaz como peligrosa. Cuando, al fin, las farolas de gas dieron forma a las calles de una ciudad incluso siendo de noche, dibujando sus esquinas y recovecos, fue cuando la noche pasó de ser extrañamente monstruosa, algo así como el contra-Dios, a ser la mórbida atracción de poetas y juerguistas. Soy de la opinión, pues, de que las farolas de gas engendraron el Romanticismo. De hecho, en un ensayo de Robert Louis Stevenson, contenido en Virginibus puerisque, el escritor hace una encendida loa de las farolas de gas, junto en el momento en que están a punto de ser sustituidas por el alumbrado eléctrico. Y dice algo muy significativo, y es que “no hay estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo”, una frase literalmente escandalosa para un astrónomo o astrónoma (Hypatia de Alejandría) griegos o barrocos. No creo exagerar si apunto que, con esa aparentemente inocente apología, Stevenson, sin pretenderlo, se carga el enorme prestigio teratológico de la noche. A partir de ese instante1, noche es noche de la ciudad, esas metrópolis que nunca duermen, las Big city lights que cantan los Scorpions, el territorio donde campa a sus anchas y da rienda suelta a todos sus vicios el Mr. Hyde del propio Stevenson. Al margen del propósito alegórico moral de El doctor Jeckyll y Mr. Hyde2, parece claro que Stevenson se adelantó a nuestro modo de vida urbano actual, aquel en que nos permitimos de noche cosas que nos parecerían indecorosas o inapropiadas durante el día.

El alumbrado público hizo posible el Romanticismo, pero también el Psicoanálisis, por ejemplo. ¿Qué es el Psicoanálisis si no tomarse el pie de la letra el cuento de Stevenson e incrustar en nuestra alma un bestial Mr. Hyde, el inconsciente? Y el inconsciente es el reverso oscuro, la noche pavorosa de nuestros ancestros que ya no está ahí fuera, acechando, sino que ha sido antropologizada (como todo, por otra parte, hasta la Hipótesis Gaia tiene todavía mucho de antropomórfica) y convertida en objeto de patología y sanación. Pero en esa noche nuestra, encanijada y secuestrada en la psique humana, no amanece jamás, como cantaba también Joaquín Sabina. En la llamada Prehistoria la noche te tragaba a ti, pero al menos rayaba el alba y el día renacía victorioso -nuestra Navidad, de hecho, se colocó en el solsticio de invierno adrede para eclipsar la fiesta romana del “Sol invicto”. En cambio, para el Psicoanálisis, tú te has tragado a la noche, pero al precio de llevarla siempre dentro sin posibilidad alguna de redención…
Shakespeare, en fin, en La tempestad, acuñó esa enigmática expresión, dark backward and abysm of time que la crítica literaria no sabe por dónde agarrar, pero que, si se mira bien, podría ser una paráfrasis perfecta de la noche. Pero no de esa noche subjetiva, en la que un Bruce Wayne podrido de dinero sueña con ser un justiciero nocturno vestido de roedor volador, ni esa noche de megalópolis en decadencia salpicada de neón a lo Blade Runner, sino de la noche inmensa, cósmica y ciclópea, esa que parece reinar incuestionada en el entero universo …

1 Noventa años antes Novalis había publicado sus Himnos a la noche, pero hay que recordar que Novalis era dueño y trabajador de una mina, con que el origen de su inspiración no puede ser más claro -es decir, oscuro…
2 Jeckyll confiesa que “mis dos caras eran igualmente sinceras. Era yo mismo, tanto cuando, abandonado todo freno, me sumía en el deshonor y la vergüenza, como cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento”.
Habría que conectar el proyecto de historia de la noche, con el trabajo de Vicente Monroy “Breve historia de la oscuridad”. Aunque no sea lo mismo la noche natural con lo oscuro artificial y cultural. Incluso, en ese reguero de destellos, el viaje de Josep Pla a New York de 1954, donde queda alucinado por el vigor luminoso de neones y reflectores. Pura noche americana, como la película de Truffaut sobre el truco cinematográfico.
Ya antes Juan Ramón Jiménez había quedado sorprendido por lo mismo (y es que a veces no recordamos que fueron dos nuestros poetas en Nueva York…)