Bertolucci, después de la Revolución
por José Rivero Serrano
La muerte de Bernardo Bertolucci (Parma 1941- Roma 2018) ha abierto la revisión nominal de su cinematografía, donde de forma intencionada e interesada se subrayan algunas piezas importantes en su filmografía de veintisiete títulos. Que van desde El último tango en Paris (1972), hasta Novecento (1976) o La luna (1979); desde El último emperador (1987) a El cielo protector (1990) o El pequeño Buda (1993).
Con la rara coincidencia de la omisión repetida de la que fuera su piedra fundacional cinematográfica, como resultara finalmente Prima della revoluzione (1964). Como si todas las onomásticas y obituarios vertidos quisieran olvidar los orígenes del cine comprometido políticamente de Bertolucci; como si todas las rememoraciones incluso quisieran olvidar las equivocaciones políticas cometidas en la acelerada juventud de Antes de mayo del 68.
De tal forma que Bertolucci da inicio a su primer largometraje Prima della revoluzione, con una declaración de principios formidable y reveladora. Declaración de principios en el pórtico de la película, tan relevante como fueran años después las imágenes de Francis Bacon, en los créditos de El último tango en Paris; como si ambas realizaciones supusieran el haz y el envés en un viaje que de Marx llegaría a Freud, de la historia colectiva a la historia personal y de la Revolución al psicoanálisis. De forma que la cita de una y la viñeta de otra, representan la síntesis de lo que vendrá más tarde, o representa la otra lectura de las películas desde algún emblema preliminar y explicativo.
Cita y abertura de Prima della revoluzione que compone de boca de un personaje tan cambiante y tan titubeante como Talleyrand un alegato de eficacia dudosa: A favor o en contra de la revolución, como la propia vida de Talleyrand. Pero ¿cómo saberlo? Y así, Prima della revoluzione se abre con la voz en off de quien nos advierte de esa ambigüedad de tiempos y de propósitos, de vidas y proyectos. Y así oímos que “Quien no ha vivido en los años anteriores a la Revolución no puede entender la dulzura de la vida”. Cita no casual, sino que da cuenta de la visión partida del alma bifronte de Bertolucci en esos años fértiles y dubitativos, entre la fidelidad a unos orígenes burgueses adormecidos y la voluntad de cambio que, a su juicio, encarnan en esos años deslizantes la aventura del Eurocomunismo, la promesa del Partido Comunista Italiano y la dirigencia de un líder tan carismático y elegante como fuera Enrico Berlinguer. Obsérvese, por otra parte, el juego de equilibrios del propio guión, entre el joven Fabrizio confuso y titubeante, que da cuenta de un homenaje velado al Stendhal de La cartuja de Parma, y al mismo tiempo la filmación del multitudinario entierro del padre fundador del partido comunista (PCI) Palmiro Togliatti. Junto a ese equilibrio complejo de cultura burguesa y de cultura proletaria, la declaración de cinefilia vital, con la afirmación vertida en un café parmesano por un amigo de Fabrizio de: “No se puede vivir sin Rossellini”.
Aunque en el Bernardo Bertolucci inicial cuenten más las presencias de Pasolini que las de Rosellini, como da cuenta su colaboración en 1961 con Pasolini como ayudante de dirección en Acattone, y de que fuera Pasolini el productor de su primera película La comare seca (1962). De igual forma que cuentan más las influencias de la Nouvelle Vague, vía Jean-Luc Godard que las del Neorrealismo del Rossellini imprescindible.
Un cine temprano y primerizo el de Prima della revoluzione que abriría, por ejemplo, la puerta a Los puños en el bolsillo (1965) de Marco Bellochio, quien dos años después, daría paso a la exaltación maoísta de La China está cerca (1967), sin esconder carta alguna y sin complejos. Y es que, agotada la vía democrática al socialismo y gripado el Compromiso histórico expuesto por Berlinguer, tras las huellas de Gramsci, solo quedaría la aventura oriental del Mao-Tse-Tung reinante y por ello, en diferentes momentos se producen esas películas de alabanza del Libro rojo y del Maoísmo como nueva vía revolucionaria. Vía estrecha y loa ancha en la que tantos cayeron rendidos en el Occidente cultural, arrebatados por un rayo rojo y dorado. Exaltación cinematográfica del peor maoísmo, como fuera el de la Revolución cultural que mereció no sólo la pieza colectiva Amor y rabia (1969), dirigida por Bertolucci, Marco Bellochio, Jean-Luc Godard, Carlo Lizzani y Pier Paolo Passolini, sino la pieza hagiográfica de altura propagandística de Godard La chinoise (1967).
No sólo, por tanto, la miopía política suya, sino la miopía de un momento de la cinematografía italiana y europea, en torno a 1964 y también de la política en su conjunto que quieren ver la Nueva Cultura de la Europa de los años 60 hermanada con una pretendida Nueva Política altamente utópica. Momentos en que coincide cierta radicalización ante el agotamiento de las vías políticas democráticas convencionales y que llevarán a Bertolucci a la indagación de otras realidades personales más complejas, frente al esquematismo de la política de la segunda mitad de los años sesenta. Y así serian los casos de El conformista y La estrategia de la araña, ambas de 1970 y basadas en guiones adaptados de Alberto Moravia y Jorge Luís Borges, donde juegan valores personales más complejos sobre la traición, el compromiso y la mentira; eludiendo la simplificación política precedente Para llegar, ya en 1972, a la avenida deshojada de la destrucción personal de El último tango en París. Donde ya las proclamas rojas y los panfletos chinos han dejado lugar al análisis del cuerpo desgajado y al borde del suicidio.
Todo ello, todo ese temor del cuerpo acosado por la historia se precipita en ese cronicón rojo de la superioridad moral de la izquierda (dicho en palabras actuales) que es Novecento (1976); donde la bondad de los obreros militantes se corresponde milimétricamente con la maldad congénita de amos y patrones vestidos con camisas negras. Como si en lo sucesivo Bertolucci fuera dando una de cal política y otra de arena personal camino de una disolución. Donde las miradas revisionistas sobre el protopasado imperial de Pu Yi, se acoplan convenientemente con el presente maoísta del Libro Rojo y de la Revolución cultural. Aunque esa confesión parcialmente abochornada de 1987, merezca otra consideración como ocurriera con el trío imposible de Los soñadores (2003) y su visión de los días y las noches de Mayo de 1968. De la misma forma que el fervor comunista de Prima della revoluzione aparezca atemperado en el documental de 1984 El adiós a Enrico Berlinguer. Que probablemente fuera su autentica despedida de un mundo al que había contribuido a levantar, para luego ser devorado por sus propias contradicciones.
Bernardo Bertolucci: la mirada de cierto director de cine
por Ramón González Correales
De Bertolucci tengo sobre todo un recuerdo antiguo, de aquellos cines clubs de la adolescencia o de los cines de los colegios mayores donde había que tragarse por obligación (ideológica o estética) esas peliculas de arte y ensayo que a veces eran tan dificiles de deglutir a pesar de toda la buena voluntad que se pusiera por intentar ser buenos para acceder al nuevo cielo al que pretendidamente queriamos ascender y para el que había que hacer méritos y que se notaran mediante algunos sacrificios. A veces, al final, había una tertulia dirigida por algún presunto experto donde se buscaban mensajes ocultos y se alentaba a gozar de la oscuridad y la posible voluntad de trasgresión que siempre solia tener la película, lo que se interpretaba como un síntoma de lucidez del director y de todo lo que nos faltaba por aprender, como si estuvieramos embarcados en la descodificación de un papiro egipcio. Eran los tiempos de las películas de Bergman, de Antonioni, de Passolini o de Godard.
De aquella primera época recuerdo “La estrategia de la araña” que no he vuelto a ver después y de la que me quedó una vaga sensación de inquietud, de un peligro indeterminado que siempre acechaba “desde el sistema” a los que se complicaban la vida comprometiéndose e intentando cambiar el mundo. Aunque cuando llegué a Madrid en el 75 su película más famosa y que todo el mundo quería ver era “El último tango en Paris”. Visto con distancia es difícil comprender los motivos puramente eróticos que estimulaban el peregrinaje a Perpiñán de tanta gente para vislumbrar la anatomía de María Schneider, porque la verdad es que la película es bastante deprimente y la masculinidad que representa Brando resulta patéticamente (in)trascendente en sus pretensiones y en ese famoso gesto (que tanto escitaba las mentalidades reprimidas), que al parecer fue real y sin aviso, de dar por culo al mundo a través del trasero de una chica bella, ingénua y desconocida, que tiene que tragar con mantequilla con todas esas gilipolleces de la angustia existencial y las crisis de identidad producidas por el sistema de las que había que vengarse o evadirse y que entonces estaban tan de moda. Ya se sabe que en aquel tiempo todos los auténticos izquierdistas estaban al tanto de que “no podía haber vida verdadera en la falsa” (Adorno dixit) y de que Paris, como todo occidente, era un infierno capitalista donde todas las transgresiones, preludios de la autentica revolución, eran justificables y necesarias.
Luego vino “Novecento” una gran película de propaganda que puso imágenes para al cuadro “El cuarto estado” de Giuseppe Pelliza a Volpedo que se pinchó con chinchetas en los pisos de muchos “compañeros de viaje”. Es una película épica, larga y con imágenes bellísimas, en la que la que creo que, en algún momento se aborda ese dilema que siempre termina surgiendo en cualquier revolución: ¿Qué hacer con los que no son los nuestros? ¿Buscamos su integración o los eliminamos?. Creo recordar (la ví, tambien, hace muchos años) que había secuencias donde eso se planteaba frontalmente y se abogaba, con muchas dudas, por la integración de los vencidos lo cual cuestionaba la doctrina leninista en el momento en que se planteaba en Italia el “compromiso histórico” y Berlinguer ya se distanciaba de Moscú con el eurocomunismo que entonces compartía con Carrillo. Aunque al final quedaba la duda de si “dejar al patrón vivo” no suponía el riesgo de la contrarrevolución o de que todo cambiara para que no cambiara nada. Un dilema que supongo que sigue vivo y sobre el que Mao acababa de dar, otra vez, su radical opinión con la Revolución Cultural, que tanto fascinó a la generación del mayo del 68.
De “La luna” recuerdo esa secuencia tan poetica de una escuela de pueblo con pocos niños, una bella maestra y el azul de la infancia en algún sitio, al fondo. Como la luna llena en el cielo que contemplan los ojos del niño mientras su madre lo lleva en la bicicleta en una noche de verano. La nostalgia del retorno de la felicidad neta y siempre amenazada de la infancia en una pelicula que juega con el incesto y el psicoanálisis. De “El cielo protector”, esa pelicula que narra la vida de Paul y Jean Bowles en Tánger que me resultó tan pesada como el sol del desierto, pegajosa como esas neuras lúgubres y estúpidas que no terminan llevando a ningun sitio y se cargan la juventud y la alegría.
En cambio “Soñadores” me pareció una mirada lúcida y distanciada sobre el Mayo francés que se presenta, sobre todo, como un juego estético y personal de jóvenes universitarios muy acomodados con padres muy radicales de boquilla que buscan la intensidad vital a través de nuevos idolos y nuevas experiencias. El contraste de la pareja de hermanos amantes del cine con el joven humilde que simplemente pretende prosperar y disfrutar de la vida resulta ilustrativa de lo que tan a menudo ha ocurrido, de como los más aparentemente radicales en algunas circunstancias terminan, tan pronto, volviendo al redil de su estatus social y sus matrimonios de conveniencia.
Poeta, hijo de poeta, cineasta precoz, artista lleno de talento, de la edad de oro del cine italiano, Bernardo Bertolucci ha sido un triunfador y una referencia de “artista comprometido” con el marxismo que fue tan preeminente en la cultura de la Europa occidental de la segunda mitad del siglo veinte y de lo que no ha abdicado nunca. Sus películas contienen los claroscuros y los silencios lúgubres que tuvo esa postura y también la belleza de las imágenes que se producen al margen de la ideología, solo por el talento o la capacidad poetica que tiene alguién, como aquella manifestación de los obreros, el trote del caballo blanco, la China melancólica del último emperador o el juego de adivinar películas cuando se estaba jugando a otra cosa que no se sabía exactamente.
Termino de ver ‘Amor y rabia’, y me ratifico en lo dicho sobre Bertolucci, con su pieza ‘Agonia’, donde la fascinación del Living Theatre con Julian Beck, es paralela al hermetismo y a cierta pomposidad vacua de ideas.. Ampliable al sketch insufrible de Godard sobre ‘El amor’, y multiplicable al llamado cine militante de Bellochio y su corto maoísta ‘Discutamos, discutimos’. Hasta a Pasolini le zumban los oídos entre tanto movimiento centrífugo. Y es que los fantasmas de la razón militante producen monstruos militantes.