Cantar

Antes de que llegara la pandemia, a mi ya me parecía importante cantar y que la gente cantara. Era yo muy pequeña cuando me inicié en esa costumbre tan española de cantar en voz alta algo que, lejos de estar mal visto, era práctica habitual y cotidiana. La radio presidía entonces la vida y alegraba a golpe de canciones el color de los días. Por eso ninguna mujer cocinaba, hacía una cama o barría la casa sin el canturreo correspondiente; y se escuchaban ávidamente los programas en que los novios o los pretendientes te dedicaban una canción para felicitar el santo, el cumple o simplemente como acto de amor. También había dedicatorias radiofónicas para varones, aunque muchas de ellas- agárrense- eran para felicitarles porque en el sorteo de la mili no les había tocado Africa. Tiempos lejanos, sin duda, en los que tampoco en la calle era extraño que el que pasaba a tu lado fuera silbando o tarareando algo. Aquellas canciones- copla, bolero, tango- contaban sobre todo historias de amor y desamor y su eje era la letra y no la música, aunque esta reforzaba la belleza y la fuerza de la primera. La gente las cantaba con primor, con devoción, acariciando silabas. Un panorama muy distinto del actual, donde cada uno va encerrado en sus cascos y aislado del resto de la humanidad.

Fotografía Catalá-Roca

Pero antes de que llegaran los auriculares y demás inventos, aquella banda sonora que recorría España se fue silenciando poco a poco. Esto no significa que desaparecieran las canciones, capaces de resistir revoluciones y guerras, pero aquella forma de cantar, individual, espontánea e impudorosa, fue dejando paso a actitudes distintas. Un elemento importante pudo ser la aparición de los tocadiscos, que te permitían elegir tus temas y encerrarte en tu cuarto a escucharlos, solo o con amigos. Es bien sabido que todo cambió radicalmente en la década de los 60, cuando se consagró el fenómeno de las fans, que en sus inicios eran todas chicas y muy chillonas. Realmente la década prodigiosa marcó un antes y después porque conocimos los vaqueros, las chupas de cuero, la camiseta y sobre todo música, mucha música, que la juventud abanderó como una seña de identidad y como una barrera entre su mundo y el de los adultos. Aquí en España todo esto coincidió con las primeras revueltas del franquismo que, por supuesto, también crearon su propio repertorio. En mi generación-quizá también en otras posteriores- las pautas para enamorarse y rebelarse provenían de un canon musical que seguíamos como si fuera la Biblia. Porque a pesar de lo pegadizo de la música, era la letra la que expresaba nuestro credo y nuestros sueños. ¿Quién no recuerda desgañitarse, solo o acompañado, coreando las palabras de Paco Ibañez como si se nos fuera la vida en ello? ¿Alguien ha olvidado esas vibraciones que salían del pecho y estallaban en frases redondas, rotundas, con una voz que nunca supimos si era la nuestra, la del intérprete, o la de todos juntos ?.Cantábamos con unción, porque aquellas letras expresaban nuestros ideales, nuestros pesares y nuestras alegrías.

Fotografía Catalá-Roca

De todos modos hubo bastante desconcierto cuando la música anglosajona invadió nuestras vidas. Era muy fácil llegar a la hipnosis con la melodía, generalmente sublime, pero ya no era tan fácil corear las palabras en inglés. Recuerdo con especial nitidez la aparición de Sgt.Pepper´s Lonely Hearts Club Band en 1967, algo que me pilló en Inglaterra intentando mejorar el idioma y que se me reveló como un excelente medio de aprendizaje. Era la primera vez que un disco de Los Beatles incluía la letra y la traducción de canciones como Lucy in the Sky with Diamonds o A Day in the Life -por poner algún ejemplo- me estimuló bastante más que los sonetos de Shakespeare, también hermosos pero mucho más lejanos. Confieso que desde entonces aprendí y canté la letra de cualquier canción que me embriagase, y tanto fue así que años después, convertida ya en profesora, animé a muchísimos alumnos a mejorar su inglés cantando los temas que más les gustaban. Cantando, he dicho, y no solo leyendo, porque cantando se asimila con naturalidad el léxico y la sintaxis, y sobre todo nos familiarizamos sin sufrir con la temible fonética inglesa. Claro está que todo esto se lo debemos a Juan Carrión, el admirable profesor que inspiró la película de David Trueba Vivir es fácil con los ojos cerrados. Porque fue él quien convenció al mismo John Lennon para que incluyeran la letra en los discos y poder así usarlas en sus clases. Todo un ejemplo de enseñanza pionera e imaginativa y de que la letra nunca debe entrar con sangre, como dice el refrán, sino con placer.

Fotografía Catalá-Roca

Cuento todo esto porque una de las aficiones que he recuperado en el confinamiento ha sido la de volver a cantar y repasar las letras de mis temas favoritos. Y he empezado por casa: Joaquin Sabina, por ejemplo. Estuve en su concierto del 11 de Febrero en Madrid, un día antes de que se cayera desde el escenario, y me llamó la atención la precisión con que cantaba el público el amplio repertorio desplegado por él y por Serrat. El de la butaca de al lado me miraba con cierta displicencia cuando yo vacilaba con la letra mientras él vociferaba sin un solo fallo. Confieso que me pareció humillante. Así que si vuelvo a un concierto después de la pandemia no me pillarán con la mente en blanco: muy por el contrario, he recuperado y repetido maravillas de estrofas- no solo de Sabina- en estas tardes largas que día tras día se suceden. Claro está que no soy yo sola la que canta ni en España ni en el mundo, porque son cientos las canciones y versiones que circulan por whatsapp y las redes mientras los grandes músicos nos brindan lo mejor de su talento. Pasará el coronavirus, aunque no sabemos cuándo, y dejará tras de sí una fértil cosecha musical que será la crónica de este tiempo. Incluso el huraño de Bob Dylan ha salido de su madriguera ( no creo que estos días pueda estar de gira) para regalarnos una canción cuya letra me tiene ocupada estos días. Precisamente fue Dylan el que consagró la categoría artística de una canción, no solo por su magistral aportación, sino, sobre todo, por recibir el Premio Nobel de Literatura. Todos recordamos la controversia que siguió a la concesión y cómo muchos intelectuales y artistas se rasgaron las vestiduras al ver que se equiparaba a Dylan con Camilo José Cela, por poner un ejemplo. Yo recuerdo que aplaudí y sigo aplaudiendo la decisión, no solo por la “nueva expresión poética”que ensalzaba la academia sueca en el cantautor, sino por su estatura de portavoz generacional, de cronista de un tiempo con muchos espacios y de excelso trovador que embelleció y aunó millones de voces en el mundo.

Fotografía Catalá-Roca

Así que cantad, querid@s lector@s, cantad solos o acompañados, en la ventana o en la ducha, pero cantad. Pocas actividades hay que generen tanta energía positiva y tan buen rollo, además de ayudarnos a ventilar y compartir nuestras emociones. En mi calle, después de los aplausos, hay un balcón que pone cada tarde una canción española, siempre de refinado gusto. Y los intentos de corearla decaen al minuto porque nadie recuerda la letra. Por ahora solo triunfa el grito de “Hola, Don Pepito!”, que enardece al instante las masas de los balcones contiguos con el “Hola, Don José!”…..Pero parece que el coronavirus nos va a entretener aún varias semanas; y eso me hace confiar en que estos tiempos, tan nefastos para la salud, pueden convertirse, tarde tras tarde y aplauso tras aplauso, en grandes tiempos para la lírica.

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4 Comentarios

  1. says: Oscar S.

    No desesperes: mi hijo mayor canturrea desde los cuatro años, y sigue haciéndolo hoy mientras petrifica los deberes. La felicidad, sin duda, ronronea en los humanos como un canturreo, yo hace mucho que no lo hago, pero imitar a Dylan mientras lo escucho sí….

    Gran texto, gracias.

  2. says: Elena

    Gracias Inés. Como siempre tocas los sentimientos más bonitos que tenemos escondidos en el alma. Para mi la música es el arte por excelencia, por todo lo que dices en tu magnífico articulo. Un abrazo.

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