De la revolución permanente al revolcón permanente

Evocamos hoy una cifra cualquiera, 80, de los años que han transcurrido desde que un episodio en una lucha de titanes acabó con uno de ellos, conocido bajo el apodo de León Trotsky. No es que fueran otros tiempos, es que eran otras escalas. Uno lee la biografía de Trotsky y parece un relato mitológico, pero es que lees después la del tipo que le asesinó por encargo y tampoco es manca. Trotsky encabezó la Revolución Rusa junto con Lenin, consiguió sacar a su país de la Primera Guerra Mundial como su partido había prometido y poco más tarde organizó el Ejército Rojo que expulsó definitivamente el zarismo de la Madre Patria. En los descansos, escribía sobre Historia, Filosofía y Literatura (yo tuve en casa durante muchos años su Historia de la Revolución Rusa en dos gruesos volúmenes y no recuerdo ya quién fue el pobre desgraciado comelibros a quién se la regalé; era una prosa, la de Trotsky, matemática, desapasionada, apofántica, lo enteramente opuesto a la de Hitler, a quien le revisaban la redacción). Cuando el padrecito Stalin la tomó con él, como era de esperar -demasiados gallitos en el corral de George Orwell-, todavía tuvo tiempo, ánimos y vida para seguir teorizando, no únicamente de su campo, la Revolución Permanente y tal y cual, sino también el Tercer Manifiesto Surrealista y otros textos acerca de la misión redentora del Arte () junto con André Bretón y Diego Rivera, el célebre consorte de la pintora del unicejo –por cierto, pronto todos luciréis como Frida Kahlo, y lo haréis con buena conciencia y desembolsando un dinerillo, ya que personas humanas pertenecientes a nuestra decadente cultura del timo acaban de fraguar una campaña reivindicativa de las cejas sin solución de continuidad y airosamente circunflejas a lo gaviota del PP… 

A eso me refería. Señores como Trotsky o Lenin fueron sin duda tremendos asesinos, pero también tremendas personalidades y tremendos intelectuales. Stalin, sin embargo, empieza ya a marcar el declive de la curva de la humana grandeza: mayor asesino que ellos, su personalidad comenzó a ser errática tras el esfuerzo de la Segunda Guerra Mundial, y de intelectual le quedaba ya muy poco. El propio Ramón Mercader, el catalán que se hizo pasar por amigo de Trotsky en Méjico hasta que le clavó un piolet en la cabeza con certera puntería, fue un gigante también a su manera. Ha pasado merecidamente a la historia de la infamia, mientras que su víctima no, pero por lo menos realizó algunas hazañas de consideración. La primera, llegar hasta el abyecto desempeño a que llegó, a base de demostrar inquebrantable lealtad al sovietismo. La segunda, enamorar y preñar a Sarita Montiel, que algo le visitó en esos veinte años de cárcel de todo un mártir del sueño revolucionario, y en el transcurso de los cuales Mercader no soltó prenda como un campeón (recuerdo haber visto en el cine hace cuarto de siglo el documental Asaltar los cielos y, o bien tengo yo muy mala baba, o allí la Montiel declaraba algo así como “bueno, yo sabía que Ramón había matado a Trotsky, pero no que fuera un asesino…”). Y, tercera y última, salir de esa para recibir una medalla en la URSS y a continuación pasar sus últimos años veraneando en Cuba. Generalmente, es cierto que quien a hierro mata a hierro muere, y es hasta de una cierta justicia poética que se cumplió con Trotsky, pero este no, este lo pagó malamente en prisión y llegó a viejo. ¿No os parecen, desde un punto de vista puramente estético, vidas como para quitarse el sombrero, dignas del cine más exagerado o de la imaginación más desaforada? 

Por contraste, hoy la molicie se ha cebado sobre nosotros y toda la fuerza se nos va en suspirar porque a alguien le dé por inventarse la represión bicejonormativa inveterada sobre nuestra vellosidad facial, por tener algo que hacer y de lo que hablar. Ya estoy viendo el lema en los post de Facebook, minutos antes de que el algoritmo lo censure: “Si se afeita el entrecejo, no te lo folles”. O a la venta en los escaparates de las farmacias de abono para la occipital zona. Estoy en contra, como es natural, del piolet de Mercader, me aburre cantidad la discusión imaginaria o efectiva entre trotskistas, maoístas y Zizek -no tengo las circunflejas correspondientes-, que es un estalinista tonto del culo, pero Dios sabe que salir de la pandemia para recalar en el infierno de la no-depilación en ese fruncido clave que media entre ambas órbitas superciliares me mata definitivamente. Entre la revolución política permanente de los abuelos rojeras y el revolcón estético permanente de Alaska y Mario me quedo con la cachaza de Sarita Montiel, que no se enteraba de nada pero al menos vivió ofuscada entre ambos mundos, el revolucionario y el revolconario. Por cierto, León Trotsky, viejo chivo y con el cráneo abierto cual sandía, aún tuvo el coraje que morder la mano de Mercader. Espero que la marca le durase toda la vida.  

Documental: “Asaltar Los Cielos” 1996, José Luis López-Linares, Javier Rioyo

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