Tarda uno años en aprender a sostener la copa de sí mismo.
Los males sagrados, Francisco Umbral
Lo malo del documental que le han hecho a Pacumbral es que no lo ha escrito Pacumbral. No porque a él se le diesen bien esas cosas -a Paco Umbral no se le daba bien nada, excepto Paco Umbral, sin embargo veo que en Wikipedia le tiene etiquetado de “poeta”, cosa que le hubiera encantado…-, sino porque se hubiera dado perfecta cuenta del error de decoro que se comete en esta aspiración a película. Por “decoro” entendía Aristóteles unidad de tono, y no se puede, como aquí, ponerse tan solemne y hagiográfico durante hora y media para luego salpicar el metraje de las barbaridades orales del escritor. O una cosa u otra, o ponemos música clásica de fondo -a Umbral no le gustaba la música, y eso le pesaba-, o sacamos la palabra “cojones”, pero las dos cosas a la vez no. A causa de ello, el visionado de esta cosa resulta incongruente, como de bestiario medieval, un león con cuerpo de rana o una cabeza de rana con garras de león. Una señorita recita en voz en off los pasajes más ñoños de Umbral mientras nos enseñan estancias vacías e iluminadas para después recoger un cachito de entrevista en la que el homenajeado manda a tomar por culo algo o a alguien. Mal pensado, a mi juicio. Para colmo, se ponen muy pesados, en esta docupeli, con el viejo, viejísimo y un millón de veces utilizado plot de que nuestro querido protagonista se pasó la vida “construyendo su propio personaje” (es la palabra que más se repite en tooooda la película, personaje, personaje, personaje) feroz y castigador para ocultar la herida profunda del hijo muerto y de la propia prematura orfandad. Yo no me creo nada de eso, y explico por qué.
A Umbral la ausencia del padre le importaba un rábano, él ya tenía una madre a la que adoraba y de padre había escogido uno mucho más a su gusto, Charles Baudelaire. Toda la sorpresa e impacto que podía producir la personalidad pública de Pacumbral en España consistía en eso, en la salida a escena de un imitador de Baudelaire en un país cateto que nunca ha conocido la figura del poeta maldito –Panero era tan maldito que ni salía en televisión, y Valle-Inclán es mencionado muchas veces en el documental. Lo del hijo fallecido está también sobredimensionado. Claro que si a uno se le muere un hijo se le muere también el alma, pero Paco no era ese tipo de padre que limpia vómitos y cambia pañales. Era, me apuesto el cuello, ese tipo de padre que llega a última hora del día y le lee al niño Los pasos contados de Corpus Barga antes de dormir –me lo invento, pero conocí a un catedrático de filosofía que le contaba a su hija pequeña para dormirla la patrística cristiana. No dudo del dolor inconcebible de perder a un hijo, el más antinatural de los acontecimientos, pero al mismo tiempo soy incapaz de imaginarme a Umbral ejerciendo de padre de un adolescente. No: el eje vertebrador de la vida de Francisco Umbral no fue hacerse el malote y el impertinente para disimular las sendas llagas del padre y del hijo, el eje fue escribir, escribir y no dejar ni un instante de escribir. Pacumbral no es un personaje de los medios, o de la farándula, Pacumbral es un ser que hacía el payaso en público para que el planeta Tierra le sufragase otro día más de sentirse un genio frente a una máquina de escribir. A eso estaba abonado Umbral, ese era su único y verdadero amor, su opio de ingesta diaria: él, la máquina de escribir, la autoficción, la ambición de estar en todas las cabeceras y conseguir ser el Baudelaire espantamarujas de todas las españas. Todo lo demás era completamente accesorio para él, tragedias personales incluidas, y quien no lo vea así es que no lo ha leído –leído de verdad, quiero decir, no tres columnas sueltas y el inicio de Mortal y rosa…
Hoy Eduardo Inda titula a todo trapo en su libelo particular esta porquería: “LOS PRESUPUESTOS DE ETA”. Umbral lee una cosa así a primera hora de la mañana, se le ilumina la cara, tira el café a la piscina y corre a la Olivetti a darle caña. Umbral era lo que hoy conoceríamos como “izquierdita cobarde”, pese a su pasado de niño de derechas. Umbral fumaba rubio de joven, y hasta era rubio de joven, lo que pasa es que enseguida se dio cuenta de el pitillo le quitaba de teclear con dos deditos a toda velocidad, y encima te quita también tiempo de vida, o sea, de escritura. El Ballantynes con agua, en cambio, se agradecía al terminar el día y quedaba muy de escritor de la Generación Perdida. Umbral llegó a Madrid cuando no se llamaba Umbral (fue una genialidad el cambio de apellido, esa decisión hizo todo lo demás posible), y encontró que la caspa franquista podía ser también un festín para los advenedizos. Toda esa herrumbre española era a la vez un territorio por estrenar, lo que parece mentira hoy, que nos creemos que todo es nuevo y sin embargo todo tiene dueño, de manera que alguien con el hambre provinciana de Umbral se encontraría ahora todas las puertas cerradas. Vivimos en una época en la que el mundo parece reluciente, recién puesto, pero habitado por gente ahíta que ya no espera nada del futuro –a ver si la pandemia cambia al menos eso, en vez de acentuarlo.
Los cincuenta madrileños que recibieron a Umbral eran todo lo contrario: un escenario viejo y polvoriento pero lleno de promesas para los avispados. En literatura partía la pana el malnacido de Camilo José Cela, y parece que Paco supo darle coba a conciencia. Pero enseguida le dejó para ennoviarse con Delibes, que era mucho mejor persona y escritor. No obstante, Paco nunca ya abandonó el estilo trepa, machirulo y cínico de Cela, aunque en otro espectro político, afortunadamente. Cualquier cosa era válida con tal de olvidarse de sus orígenes de botones de hotel particularmente larguirucho y gafotas. Estuve hace poco con mi madre en el café Gijón y no vi a nadie a mi alrededor que escribiera mejor que yo, pero las tostas de solomillo con cebolla caramelizada las hacen riquísimas. De todas las entrevistas o performances (Baudelaire se perdió la posibilidad de las performances) de Umbral que hay en Youtube, yo creo que el momento clave tiene lugar en una en la que flirteaba con Lola Flores. En este docupeli o documbral no sale, pero hay allí una réplica en la que Umbral le dice a Lola -Lola fue lo mejor de la España franquista- con un cubata en la mano y desenfadadamente, que hace mucho que se dio cuenta de que a la gente no le interesa la verdad. Con esto debemos quedarnos. El Umbral público, el performer de televisión, fiestas de la jet y astracanadas varias no tiene nada que ver con lo que revela en sus libros. En sus libros, que nunca fueron novelas, estaba la ternura, la indefensión, pero esa a nadie le interesaba. Lo de montarle el pollo a la Milá, en cambio, sí fue de verdad, esa sí que era la otra vertiente del genuino Pacumbral, un tipo que ya había llegado tan alto que podía ya hacer lo que quisiera, en este caso emular otra vez la grosería petulante de Cela. Pero tenía razón, qué coño, él era un escritor, no un busto parlante. Aspirantes a busto parlante de la telemierda los hay por miles, pero ninguno te escribe un articulazo en cuarto de hora.
Pongamos un ejemplo. Su columna diaría -¡diaria!- en El Mundo (ese periódico de Pedro Jota Calvorota que mis amigos y yo comprábamos entre todos en la facultad sólo por leerle, y luego lo tirábamos), llamada Los placeres y los días por copiar a Proust, 29 de septiembre de 1995. El día anterior dos chicas se había suicidado en el viaducto porque su unión no era aceptada por sus respectivas familias. Esto no es ni crónica social, ni autoficción, ni crítica literaria ni latigazo al político, ni nada de eso: fue su desayuno.
Han volado desde el Viaducto al cielo ingenuo de las niñas sáficas. Se llamaban Cristina y Susana. Han dejado aquí, como ceniza de su amor, una carta de despedida ¿a quién? y fotografías de su vida. El Viaducto, alto nido de los viejos suicidas madrileños de antaño, ha sido ahora palomar de dos palomas adolescentes y pecadoras que mueren de no poder soportar la dulce culpa de quererse como se quieren los ángeles del tercer sexo, sin memoria, sin entendimiento, con voluntad.
Aquel amor sáfico y niño ha subido al cielo rosa y pálido de la inocencia, pero las alas manchadas de Cristina y Susana han quedado en sendos nichos del cementerio de Carabanchel, ni siquiera un nicho para ambas. La muerte que une, a veces separa. Una cosa es la muerte lírica de dos amigas de corazón unánime y otra cosa el orden adusto y nicotinado de la Administración, de los funcionarios de la muerte.
Las dos eran morenas, pero una tenía ojos vivos de ardilla enamorada y la otra tenía los ojos largos y lánguidos de las princesas carabancheleras que todavía crecieron entre tranvías que a veces les cogían las alas. Ambas gastaban pendientes mínimos, brazaletes, sortijitas, un pequeño colgante al cuello, todos los atalajes mínimos y usitados de un amor púber, misterioso y como de barrio. Sonreían con una resignación previa al futuro que no tenían o que no querían. Al futuro que no podían.
-Nunca llegaremos a los diecisiete años- solían decir.
Ahora hay flores en el Viaducto, han crecido las flores de la amistad en el punto de donde partió el vuelo sin futuro, el vuelo sin aire de las dos criaturas. En las hermosas e indiferentes mañanas de este otoño madrileño, en las acuñadas y quietas tardes de este septiembre con fiebre humana de octubre, las flores por Cristina y Susana son como un sol caído y deshojado que tiene cierta grandeza griega y un rayo último de cobre y luz, que llega desde la mítica isla de Lesbos.
En un banco del parque, en la madera de tiempo y desvarío, sobre los tiernos y viejos nudos, están los nombres de Cristina y Susana, entre otros nombres jóvenes y perpetuos: la pandilla. Ya don Antonio Machado se emocionaba con estas cosas, las cantaba, y amó mucho a una niña como Cristina, como Susana. El amor, siempre adolescente, vive de unos ritos antiguos e ingenuos, primitivos y sagrados, perdurables y municipales.
El amor adolescente siempre es así. Chico/chica. Chico/chico. Chica/chica. El amor adolescente no tiene sexo y por eso a veces se confunde. O más bien es anterior al sexo y se resuelve, un minuto antes de la muerte, en el beso que no engendra. La juventud siempre cree estar renovando el mundo, pero es la antigüedad persa o griega de los limpísimos cuerpos, como almas, lo que habita su ademán de amor, su ademán de muerte. Siempre pasa.
Una ciudad como Madrid, sobrecrecida, sobreactuada, infartada de ruedas y políticos, recalentada de urgencia y de palabras, una ciudad de hierro y cristal, de acero y ejecutivos, de dinero crudo y violento, como munición del vivir, todavía puede dar una historia tan sencilla, tan griega (de una Grecia enferma de Persia), tan antigua y actualísima. Dos ninfas de Safo con pantalón vaquero componen un poema sáfico, justamente, que los barrenderos cruentos del cementerio han barrido como hojas manuscritas de este otoño, al pie del nicho. Es Madrid, o sea.
Lo que dice alguien en el documental: el Madrid actual se lo han inventado Santiago Bernabéu, Joaquín Sabina, y Francisco Umbral (bueno, lo de Bernabéu lo pongo yo porque no recuerdo al primer citado, ni a quién les cita). Vayan a verlo, que se lo han currado, y al carajo con el decoro, o sea.
Gran artículo. Gran homenaje. Enhorabuena.
Gracias, Marga.
Dicen que su viuda es otra España
que nunca nombra uno estando vivo,
con Paco se nos muere un adjetivo
tan posesivo que el umbral empaña.
Anti académico, anti telaraña,
anti talante, bota en el estribo,
bufanda en mi mayor, alto y altivo
como un emperador de Malasaña.
Tuvo su Magdalena y su Iscariote,
atado a la columna como un Cristo
bradomín que devuelve los azotes.
Su tinta era indeleble y caprichosa,
entre culos de vaso yo lo he visto
llorar por un Madrid mortal y rosa.
Joaquín Sabina,