Javier Marías: ¡God save this King!

Tenía una compañera de Lengua y Literatura en Algete que era mayor que yo, pero que, como una colegiala, llevaba a todas sus clases una carpeta en la que lucía por ambas caras la efigie de Javier Marías a todo color. Un día le pregunté, y en efecto su pasión era tanto intelectual como carnal, por decirlo así. Por eso a veces he pensado, de modo sin duda malvado, que Marías era un Benet para el público femenino, así como García Márquez era un Faulkner para lectoras. Matadme, si podéis, pero así es como lo veo. No obstante, me gustó Todas las almas, que leí en mocedades de facultad, y recuerdo perfectamente la bronca que implicó con Gracia Querejeta en las páginas de El País por su libre adaptación al cine. Yo estaba con Marías, claro, y aún lo estoy, con lo que, en terca consecuencia, jamás he visto la película. También me gustaron mucho, entonces, Literatura y fantasma y Vidas literarias, ensayos sobre los grandes -realmente los más grandes-, autores de la novela occidental a los que Marías repartía galardones y estopa por igual (era especialmente injusto con Thomas Mann, que sin duda es toda una cordillera literaria por sí mismo, pero es que le atraían más los anglosajones). No me sentí tentado por su traducción del Tristam Shandy, tan premiada -Marías era el escritor español anglófilo de los mil premios, pero se ha ido sin los más gordos-, pero mucho, y con harta gratitud, por la de El espejo del mar de Conrad. Fatigué también, como diría Borges, un volumen suyo de relatos, el primero de los cuales tenía lugar en la calle de mis suegros y trataba de la industria del cine porno. Pero ahí me quedé, pese a que simpatizaba mucho con su predilección por titular los libros con sintagmas líricos de Shakespeare. El último suyo, publicado el año pasado, tenía nombre de persona, algo que apenas se estila desde tiempos de, precisamente, Thomas Mann. A mí de Marías me gustaba sobre todo eso, su gusto por la novela clásica del XIX y principios del XX, o sea, por la literatura moderna realmente magnífica, monumental, pero con más de un toque de ironía british. Y la otra cosa que más me gustaba de él, aparte de que como conferenciante era bastante convencional, pero entretenido, era su faceta de rey. Porque, en efecto, Javier Marías era rey, rey de la islita despoblada de Redonda, cuya única existencia institucional eran los muchos ducados y baronías que él iba nombrando entre sus más conspicuos amigos y la editorial de cuidados clásicos de la rareza literaria que fundó con ese nombre (tengo un Thomas Browne único, con páginas repetidas hasta la saciedad).

Arturo Perez Reverte y Javier Marías

Parece que su muerte ha tenido que ver, según sospecho, con el tabaco. Pero es que viene todo junto: si eres un nostálgico de los tiempos en que regían los buenos modales, te gustan las mujeres con zapatos de tacón, eres amigo de Pérez Reverte y escribes en máquina de las de antes tienes que fumar como un carretero por deber. Se es o no se es. Cuando yo vivía en la calle Mayor de Madrid, a menudo me lo encontraba paseando por la calle Segovia, o de visita en Méndez, la librería de esa calle que le había consagrado dos estanterías completas a su obra. También se pasaba por allí Arturo Pérez Reverte, y a este sí que le abordé una mañana, porque le había oído decir en Méndez que a su hija le gustaba Jane Austen, de modo que le regalé un ejemplar de mi ensayo al respecto. Pero con Marías había que ser más respetuoso. Deambulaba por la calle como eso que soñaba ser, un gentlemen. Gabardina, pelo pá atrás y cigarrillo aristocrático. Su padre, Julián Marías, como me demostró en una ocasión Ramón González Correales, se enfrentó valientemente con el franquismo, pero digamos que como filósofo no pasó de ser el más leal de los discípulos, el Teofrasto de Don José Ortega y Gasset. No echaré mucho de menos la articulística en El País de este Marías Junior, a decir verdad, pero sí sin duda su apostura de hombre de letras que sabe muy bien a la sombra de qué muertos ilustres había que arrimarse, y cuyos devaneos políticos o personales siempre estuvieron muy por debajo para él del rigor con que concebía la empresa literaria. Como decía en su El demonio de la teoría Antoine Compagnon -en lo que temo que sea su tesis doctoral publicada como libro-, acerca del hábito crítico: Así que no he abogado por una teoría entre otras, ni por el sentido común, sino por la crítica de todas las teorías, incluida la crítica del sentido común. La perplejidad es la única moral literaria. (Acantilado, pág. 312). Ese era, me parece, el espíritu de Javier Marías en tanto escritor. En cuanto a su calidad de monarca, siempre esperé que algún día me nombrase secretario del Reino de Redonda, o Guardián del Santo Arbusto de Boj, o algo que sonase igual de británico, pero creo que llego un pelín tarde… Que la tierra, esa que media entre Oxford y Madrid, le sea leve.

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