Aquellos que entienden que la Filosofía es algo así como la búsqueda desgarrada y personal (no individual, sino personal) de la Verdad y la Justicia encontrarán pocos ejemplos en la historia de la disciplina de ese tipo de autores que sin embargo no faltan entre los herejes de las religiones monoteístas o entre los revolucionarios políticos. Hay que tener mucho coraje para ser un hereje, o un misionero, o un revolucionario, o un paladín a lo Quijote, y eso, reconozcámoslo, encaja poco con esa suerte de hombre observador y lector que suele ser el filósofo, alguien que, como el propio Thomas Hobbes reconoció, a menudo tiene más arte y más miedo que Curro Romero. Sin embargo, hay al menos una excepción, radiante, profunda y que pasó por el campo minado del siglo XX como una gacela mística, breve y plena, echándole valor a la vida y sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera a sus propios contemporáneos filosofantes. Simone Weil, en efecto, que murió un agosto de hace ya ochenta años a bien temprana edad, hizo todo lo que esperamos que haga alguien que se compromete hasta el fondo con los desfavorecidos, con el dolor del mundo (Weltschmerz decía Schopenhauer), y con el sentido verdaderamente trágico de las existencias concretas, acertando después a poner en palabras sencillas, enteramente suyas y admirablemente condensadas ese tipo de reflexión que no debe nada al pasado filosófico y que es como una correspondencia íntima entre la pensadora y Dios. En carta a Maurice Schumann Weil expresó que “el sufrimiento en todo el mundo me obsesiona y oprime mis facultades y la única forma en la que puedo recuperarlas y sobreponerme a la obsesión es entregándome de alguna forma al peligro y a la adversidad”, y a consecuencia de ello asumió trabajar como una mula en una fábrica de Renault, participar en la Guerra Civil Española, diseñar un plan para lanzarse ella misma con un grupo de enfermeras en paracaídas en el frente de la Segunda Guerra Mundial y, en general, ganarse por parte del General De Gaulle el epíteto patriarcal de “loca”. Pero es que era totalmente cierto, estaba loca, al menos tan loca como Alonso Quijano, pero en la realidad, no en una novela. De hecho, un matrimonio que vivía en una granja y que aceptaron a Weil como ayudante durante unos meses, los Belleville, dijeron exactamente lo mismo, al ver que la fanática esa se implicaba en los trabajos del campo mucho más que ellos, además de querer saberlo todo y no parar de interrogarles. La pobre señora declaró, más tarde: “mi marido y yo pensábamos que se había vuelto loca de tanto estudiar”…
Weil fue toda su vida una amateur constante, un culo inquieto y una pasión sin anclaje. Si viviera hoy, en estos instantes estaría en Ucrania, en Siria o en un campo de refugiados, y si se le hubiera dado oportunidad, hubiera sido capaz de hacer lo que esa santa (¿Catalina de Siena?) que se dice que se acostaba con los leprosos para aliviarles en y de su condena. En sus Cuadernos Weil escribió que “El método filosófico consiste en abordar problemas irresolubles aceptando que no tienen solución y después limitarse a contemplarlos, fijamente y sin descanso, año tras año, sin esperanza, pacientemente”, y se debe reconocer que con las grandes preguntas no hay realmente otra cosa que hacer más que darle vueltas toda la vida sin esperanza de resolución alguna -no porque den lugar a posiciones antinómicas, como lo veía Kant, sino sencillamente porque nos superan por completo, porque el Universo, por así llamarlo, es todo él como un koan budista, pero en sí, y no sabemos si acaso también para sí… Tan lejos llegó Simone Weil que confeccionó la única Teodicea que yo conozca en el siglo XX, y que se puede resumir en este abracadabrante y duro pasaje, que por mi parte confieso no haber sopesado lo bastante aún (ni el libro al que pertenece, otros sí, y desde aquí los recomiendo todos sin ahorrarse esfuerzo):
La necesidad irredimible, la precariedad, el sufrimiento, el peso aplastante, la miseria y el agotamiento del trabajo, la crueldad, la tortura, la muerte violencia, el miedo, el terror, las enfermedades, todo eso es el amor divino. Es Dios quien se aparta de nosotros para que lo podamos amar, porque si estuviéramos expuestos a la radiación directa de su amor, sin la protección directa del espacio, el tiempo y la materia, nos evaporaríamos como el agua bajo el sol; no habría suficiente “yo” en nosotros como para entregar nuestro “yo” por amor. La necesidad es la barrera entre Dios y nosotros que nos permite ser. Nos corresponde atravesar esa barrera para dejar de ser.
“Necesidad” en el sentido terrible de pasar necesidades, como los protagonistas de Pobre Gente o Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoievsky. Hay mucho de Dostoievsky y algo de suicida en Simone Weil, fue ese tipo de persona que no puede sufrir que ya que hay tanta desgracia en el mundo (le malheur, término prácticamente intraducible, algo así como “aflicción incesante y opresiva”), ella misma quede al margen del horror, algo que por aquel entonces también sintieron hombres nobles como Stefan Zweig y Henri Bergson. Por eso digo que había algo de kamikaze en Simone Weil, como si hubiera deseado siempre “desfacer entuertos” o morir en el intento, a sabiendas de que lo segundo es enormemente más probable que lo primero. Sócrates, si se mira bien, también perteneció a esa cuerda de bichos raros a los que se les hace insufrible la injusticia en la tierra, y cuyos escrúpulos morales son tan agudos que uno detecta en ellos cierta pulsión tanática irreductible. Es como si supiesen que son una causa perdida, y por consiguiente que lo que más les conviene es quitarse de en medio, “dejar de ser”, como un gesto de protesta trascendente. Algo así como manifestar que “sabemos de sobra que le malheur no tiene remedio, pero ya que no lo tiene, que mi muerte sea testimonio de que eso no homologará jamás entre los hombres su normalización y validez morales”. Así, Weil escribió que “no me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha parecido más horrible de la guerra son los que se quedan en la retaguardia”, actitud que la llevó a tomar postura contra el estalinismo (“Descartes decía que un reloj averiado no es ajeno a las leyes de los relojes, sino un mecanismo diferente que obedece sus propias leyes; de igual forma, no debemos concebir el régimen estalinista como un Estado obrero averiado, sino como un mecanismo social diferente, definido por los engranajes que conforman y cuyo funcionamiento depende de esos mismos engranajes”), los nacionalismos (“La nación es un hecho, y un hecho nunca es un absoluto”), el capitalismo (“El dinero destruye las raíces en cualquier lugar en el que penetra y sustituye cualquier motivación por el deseo de ganar. Prevalece sin esfuerzo sobre el resto de motivaciones porque requiere un esfuerzo de atención mucho menor. Nada es más claro y más simple que una cifra”), e incluso el colonialismo de su propia patria (“No podemos decir ni pensar que hayamos recibido de lo alto la misión de enseñar a vivir al Universo”).
Un amigo me dijo una vez que no hay nada peor que haber nacido inteligente y sensible a la vez: los palos te van a caer por todas partes, y, si no, ya te los propinarás tú mismo. Simone Weil era uno o una de esos o esas, pero también era una excelente filósofa, que no escribía sobre nada que no hubiera experimentado personalmente y dotada de una empatía tan penetrante que se podría considerar contraria al más elemental sentido de la autoconservación. Ochenta años después de su muerte inevitablemente prematura, como una Juana de Arco de la Filosofía en lengua francesa, resuenan todavía palabras como las siguientes, ingenuas como entonces, furiosas como entonces…
La lucha de los que obedecen contra los que mandan, dado que la forma de mandar implica la destrucción de la dignidad humana de quienes están abajo, es la más legítima, justificada y valiosa que hay en el mundo.