El gaitero

Conocí al gaitero como a todos mis buenos amigos irlandeses: en la cola del restaurante de la universidad donde, bandeja en mano, te hacías cómplice de las conversaciones que te rodeaban. El me oyó hablar español con un querido colega- a la sazón ilustre catedrático de literatura española y personaje inefable- y acudió raudo al hechizo de mi lengua y mi país. “ Soy gaitero– me dijo– he tocado en Gijón con los mejores, puedes llamarme el gaiteru de Xixón.” Y era verdad: conocía Asturias como la palma de la mano y se codeaba con lo más selecto de la gaita asturiana. Recordaba chigres y había estado en los mejores conciertos y en los lugares más sagrados porque pertenecía a una tradición, la gaélica, donde solo la edad y la sabiduría te facilitan un lugar en el podio. Sabía de los lustros de aprendizaje que implica el sacerdocio de la música, de la soledad del noviciado previo. Cuando llegó a Asturias ya era un maestro y como tal fue admitido en la cofradía, sin examen ni prueba alguna. Llegó, tocó y venció. No podía ser de otra manera.

Fotografía Santi Clevel

Recuerdo su aspecto lobuno y su majestad aplastante cuando, tras  la primorosa preparación de cuerpo, gaita y manos , comenzaba a invadir el aire con jigs and reels. Era mágico. Miraba hacia abajo, indiferente, ajeno a la audiencia, ignorándolo todo con displicencia de dios. El solo se preocupaba de la gaita con la que mantenía una relación impudorosa, casi erótica, delante de decenas de ojos. Pero a él no le importaba nadie. Se recogía con ella en íntima complicidad y aunaba aire y destreza para recorrerla y arrancarle quejidos de placer, como si fuera una mujer. Recuerdo que cuando acababa de tocar estaba deseando irse, como aquel que acaba de conocer la mejor hembra y ansía la soledad para gozarla. 

Un día el gaitero desapareció y me dijeron que se había jubilado de su cátedra de ingeniería y que iba a dedicarse solo a la música. Por su parte mi otro amigo irlandés, el hispanista, también se jubiló, y alguien me contó que era un placer verlos pasar las tardes juntos deleitándose con la música y la palabra. En aquel tiempo llegaron a mí muchos de sus libros que hoy lucen en mis estanterías como un legado mágico.

Los dos pertenecían a un mundo en extinción y eran depositarios de la lengua y el orden gaélicos, albaceas de la música y la palabra como códigos de honor. Recuerdo las comidas en sus casas y el ritual que las precedía: el hispanista oficiaba la palabra al comienzo para bendecir la mesa y a los postres para celebrar la presencia de los invitados. El gaitero, por su parte, ya empezaba a desenfundar la gaita y acariciarla en pleno ágape: nunca olvidaré su nerviosismo apremiando a sus hijas a afinar sus instrumentos, a disponer sillas y atriles en el salón. Nada me ha maravillado tanto en Irlanda como esa costumbre de agasajar al huésped con la música y la palabra. Y no es de extrañar que John Huston hiciera de ello su testamento cinematográfico en Dublineses, la película que rodó poco antes de morir en silla de ruedas y con máscara de oxígeno. Antes que él, James Joyce ya había inmortalizado la misma ceremonia en Los Muertos, el sublime relato en el que se basó el cineasta.  

Recuerdo que una tarde, gracias al gaitero, entré en contacto con músicos de la zona y asistí a un concierto privado en nuestro honor. Pocas experiencias encienden la mecha de la vida como la proximidad física con el intérprete, esa impúdica transgresión de su intimidad, ese (casi) roce de cuerpos y almas muy superior al que puede darse en cualquier otro contexto. Para mí es fascinante la atracción del varón cuando toca un instrumento, sobre todo si confluye la mirada. Aquel día tocó un gaitero joven, heredero de un gran linaje de músicos irlandeses, acompañado por el bodhran. El sonido de la gaita taladraba el aire como si fuese una hoja afilada de cuchillo que, de repente, se convertía en caricias de plumas. El gaitero, muy cerca, me pedía con los ojos aire, más aire para el fuelle. Complicidad total, hechizo absoluto.Yo tenía centellas en las pupilas que pasaban a las suyas por canales invisibles, y él sentía cerca el ritmo y la energía de mi sangre que bullía con la música. Quizá por eso tenía las manos cada vez más hermosas cuando las desplegaba sobre el tronco de la gaita, combinando sonidos. Al mismo tiempo, el tío del bodhran tocaba con furia, la mirada al suelo, marcando el compás delirante con los pies en aquel alud de pasiones. Cuando acabaron hubo un silencio litúrgico en la sala, con el aire desprendiendo chispas. 

Ya no está el gaitero, y en Irlanda ahora suena para mí la música de la ausencia y la nostalgia, que también es bella si se sabe escucharla. Y es que allí poseen el secreto de la inmortalidad, porque no en vano el país tuvo nombre de diosa, Éire, y las mujeres nos llamamos Cathleen Ni Houlihan, como ese personaje  literario que recobra su juventud por amor a la tierra. Un milagro que también ocurre por amor a la música. Y sin duda por amor al gaitero. 

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