Desde el SONAR con amor: crónica y fotografías

El ruido, que siempre está ahí, fuera, de alguna manera u otra. Primero siempre desconocido, inquietante, generador de atención. Después cómplice, explicable, generador de emoción. Exploramos y jugamos con el ruido porque el ruido nos despierta y vigoriza, nos incita a la búsqueda de esa melodía oculta y propia con la que todos vibramos. Ir descubriendo el ruido que conforma nuestra música para poder bailarlo es siempre un refugio de alegría y felicidad.

El SONAR es un mosaico particularmente amplio y sugestivo para perderse entre ruidos y quizá poder encontrarse. Os cuento, desde dentro, como ha sido la edición de este año, una edición marcada por la ola de calor que invadió Barcelona esos días y por algunas actuaciones excepcionales que todos disfrutamos con una buena lamina de sudor sobre la piel.

Pongo. Fotografía de Hugo González Granda

Después de dos años de ausencia había expectación. Ilusión. Nervios. Interrogantes. ¿Seguirían siendo los bajos del SONAR los que mejor te peinan del panorama mundial?¿La nueva electrónica post-pandemia sería más de luz o más de oscuridad?¿Más de baile o más de escape? ¿Seguiría reinando el amor en medio de las raves?¿Les tirarían tomates (o chupa chups) los puristas guardianes del techno a Nathy Peluso y a C. Tangana en su presumible actuación conjunta cantando “Ateo” o claudicarían rendidos ante la fuerza de la música popular?¿Acudiría la parroquia habitual a la llamada del latido o el mosaico intergeneracional de gentes que solía habitar el SONAR habría cambiado?¿Habría envejecido bien la última riñonera?

El misterio de la riñonera se resolvió rápido. La nueva, diseñada por Desigual especialmente para el evento, era grande como un saco de patatas. Lejos quedan las riñoneras que uno apenas notaba y se colgaba despreocupadamente de un hombro. Ahora parecen koalas cariñosos que uno tiene que llevar, con aparente dignidad, a cuestas por amor a la moda y a lo fancy. Porque sí, la de este año era verde psicodélico y muy fancy.

Amnesia Scanner. Fotografía de Hugo González Granda

El jueves tarde musicalmente se movió entre el beat angoleño y luminoso de Pongo y la performance audiovisual oscura y enigmática de Amnesia Scanner. Y entre medias, todo el universo de posibilidades. Desde el trap con vibes de house noventero de Chico Blanco (un horror, salvo ese temazo tan disfrutable que es WTF is in my cup) a la energia desbordante y festiva que transmite Jayda G a la pista de baile. Era el primer día y se notaba, el ambiente era tranquilo pero agradable, de jornada inagural de instituto, de reconocimiento ingenuo en busca de una cara complice.

Lo bueno de habitar los extremos es que uno siempre se ve desde otro sitio. El viernes por la tarde, los hermanos gemelos vigueses Héctor y Nico Iglesias, componentes de Yugen Kala, debutaban en el Sonar entre miradas cómplices y movimientos simétricos. La suya fue una sesión sombría, poderosa, vanguardista. Un despertar inquietante e introspectivo que poco después dejó paso al vibe colorido y embriagador de Polo & Pan. Es la suya una música liviana y optimista, difícilmente resistible, como el aleteo de mariposa. El contraste fue bello, brusco. Revelador.

Yugen Kala. Fotografía de Hugo González Granda

Por la noche, en la jornada grande, C.Tangana demostró que la sobremesa española no necesita subwoofer para hacer temblar la piel y unificar la voz. Nos reveló lo que ya intuíamos: (casi) todos los buscadores de latido también cantan, también tocan las palmas. “El Madrileño” es un proyecto cuidado, inapelable, integrador, intergeneracional, vivo. Había ciertas dudas de como encajaría en un festival como SONAR, pero ya desde el principio, con la extraordinaria puesta en escena y el cuidadísimo espectáculo audiovisual, se percibió que Tangana cerraría alguna de esas bocas criticas que ladraban y hacían aspavientos tachándole como “el anti-sonar”. Deshidratado y descamisado, el publico bailó y coreó a grito pelaó todas y cada una de las canciones de un disco que lo tiene todo para convertirse en memoria sentimental de estos tiempos. En un mundo en el que se reivindica el tupper y en el que parece que falta tiempo para comer en compañía, nunca dejaremos de agradecerle lo suficiente a Tangana su revolucionaria exaltación de una de nuestras joyas culturales más secretas: las sobremesas. Las comidas largas, la buena conversación, los amigos, los carajillos que evolucionan en gintonic o chupito de anís entre palmas y quejidos de amor y desamor. Las ojos y sonrisas cómplices, el guitarreo, los besos libres con aroma a ebriedad, el desorden, la siestecita a medio sol. La vida sin reloj. Uno miraba al escenario y le entraban ganas de vivir, ganas de pertenecer a esa familia que ha formado Tangana y que le acompaña en esta gira. La Hungara, el Niño de Elche, Anton Carmona… todos reían, sudaban, disfrutaban. Y sí, también se produjo el gran momento que todo el mundo esperaba. Nathy Peluso apareció con el pelo muy corto y un vestido azul clarito, largo, muy ceñido, que le realzaba sus poderosas curvas. El momento fue un tsunami, un terremoto sónico. Allí grito hasta el baffle. Luego cantaron “Ateo” aunque a cierta distancia carnal. Hubo algún paso de bachata y algún movimiento sensual pero el bochorno no permitió que hubiera mucho roce. Se lo perdonamos.

C.Tangana. Fotografía de Hugo González Granda

Hablemos de Nathy Peluso. Nathy es todo fuerza, vigor, poderío, físico. Más allá de filias y fobias con respecto a su música, uno no puede dejar de admirar la fiereza y la energía que transmite en el escenario. Embutida en un vestido futurista azul, casi salido de Matrix, sus movimientos de mantis voluminosa imantaban e invocaban la luz de la liberación femenina. Tan poco le importo el calor y el sofocó que hasta se puso a saltar a la comba poco después de gesticular con brío uno de los himnos que la habían traído hasta aquí: “…una perra (mmm) sorprendente (uh), Curvilínea y elocuente, Magnificamente colosal, Extravagante y animal (ah)”. Pensé, justo antes de irme, poco antes del final, que su música urbana, de claro acento latino, ha venido para quedarse. La huida merecía la pena, coger sitio para mis platos fuertes de la noche: Moderat y The Blaze.

Qué Moderat haya vuelto es una noticia que muchos celebramos por todo lo alto. Que el último disco nos haya gustado pero no nos haya terminado de emocionar se dice y no pasa nada. Que es un autentico placer disfrutar de uno de sus directos es algo incuestionable. Fue aparecer Gernot Bronser & Sebastian Szary (Modeseletkor) y Sascha Ring (Apparat) y borrarse todo eco de música popular, allí estaba el SONAR de verdad, de nuevo, el del loop y no el de las guitarritas. Fue el suyo un espectáculo elegante, de desconexión, escapista, con el equilibrio justo entre el baile y la introspección. Uno miraba las luces y el lento mecer de cabezas que parecían medusas y no le quedaba otra que fundirse en himnos como Bad Kingdom e irse muy lejos. Abrazar a sus amigos. Repartir algún beso en la frente. Una maravilla. Vivan los sonidos berlineses y esa ciudad en continua transformación donde todos los latidos nacen y todos los latidos vuelven.

SONAR. Fotografía de Hugo González Granda

Parecía una fantasía que alguien hubiera programado a The Blaze poco después de Moderat y lo fue. He tenido que mirar, mientras escribo esto, cuanto duro el concierto de Guillaume y Jonathan Alric porque en mi mente fue un suspiro, un leve y extáltico salto temporal. Al parecer fue una hora y veinte, lo mismo que el resto. No para mi. Verdad es que los he escuchado mucho, que siempre me los pongo para el placer, para retocar fotos, para hacer el amor, para conversar con mis amigos cuando me llenan la casa de vida, pero hay algo en su música que te incita al vuelo, a buscar otra altura; emocional, personal, vital. Tiene su música la semilla de una extraña melancolía que apaga el ruido mental, un beat que conecta de forma misteriosa con un ser más pausado, más intimo, más libre. De pronto, en el SONAR, Territory, She, Eyes… hasta que, en un momento, sonó Heaven y mire a mis amigos pensando que la felicidad tenía que ser algo parecido a eso: estar allí, en algún sitio, con ellos, mirándonos a los ojos, cómplices y cercanos, sin otra razón más concreta que existir y bailar. Todo el fulgor de la vida a veces puede concentrarse en unos instantes.

¿Y después de The Blaze qué? Estuve un rato en la oscuridad techno, dura y algo lúgubre de Richie Hawtin, pero apetecía luz y danza. Suerte fue toparnos con Agoria en el escenario SonarPub by Thunder Bitch, cuyo sonido optimista y luminoso con reminiscencias French Touch y disco puso la nota hedonista a una jornada donde el amanecer nos sorprendió bailando, eufóricos, por fin, de poder hacerlo ahí.

(… continuará)

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