20/07/1969. 03:56h.: aquel gran salto para la humanidad

Vivían los abuelos en la parte de abajo de casa pero no sé si subieron aquella madrugada del verano de 1969. Mis padres me despertaron y nos sentamos frente al televisor, que de vez en cuando hacía interferencias, con la voz de Jesús Hermida sosteniendo la larga espera con un tono enfático como de retransmisión deportiva. Tenía 11 años aquel 26 de Julio y no recuerdo más que una vaga sensación de expectación y la imagen de  Armstrong poniendo, por fin, el pie en la luna, aunque eso puede no ser más que un recuerdo implantado mucho después y que ahora vuelvo a ver de forma idéntica a como entonces de supone que la vi. También un nombre, Robledo de Chavela, que se repetía de vez en cuando, tratando de subrayar que también España participaba de alguna manera en la gesta y ya era un país moderno.


Recordé esto muchos años después cuando estuve en el Starmus y pude ver de cerca a algunos astronautas reales que habían estado en el espacio. Seguían sintiéndose, los rusos y los americanos, muy orgullosos de haberlo sido y con gran nostalgia de otros tiempos más heroicos donde parecía haber motivos idealistas para jugarse la vida metiéndose en un cohete que, aunque sumamente sofisticado, era también una lata de sardinas donde les podía pasar cualquier cosa que ni siquiera sospechaban. Y a algunos les pasó. Sin embargo eran conscientes del riesgo y parecían asumirlo con gusto. “Si morimos, no guarden luto. Estamos embarcados en una empresa peligrosa y aceptamos los riesgos”, dijo Gus Grissom tres semanas antes de morir en el incendio del Apolo 1. Aún ahora a sus 87 años Walter Cunningham astronauta del Apolo 7 (que estuvo en aquel Starmus) declara, criticando la actual actitud de la NASA: Yo crecí admirando a Charles Lindberg, el pionero de la aviación. Él decía que si podía volar durante 10 años antes de estrellarse y morir, lo cambiaba gustoso por una larga vida. Nosotros teníamos lo mismo: confianza, iniciativa, independencia, espíritu competitivo y también ego. Entramos 14 en el programa. Poco después, cuatro estaban muertos. Pero el único miedo que recuerdo es al fracaso, a que mis pares me considerasen indigno. Hoy la NASA busca el riesgo cero, pero la exploración no tiene que eliminar el riesgo sino gestionarlo. Un explorador debe estar dispuesto a morir: si no, simplemente no hay nada que hacer”.

Pero no solo el impulso era el amor a la ciencia o al descubrimiento. Detrás estaba la realidad de la guerra fría y el pánico que les entró a los americanos  lo que supuso el lanzamiento de Spunik: ese cohete que había servido para conseguir que un satélite orbitara la tierra podía servir también para transportar cabezas nucleares a otro continente. Esa posibilidad de matar dos pájaros de un tiro que tenía la tecnología de cohetes (explorar el espacio y transportar misiles intercontinentales) que había intuido Serguéi Pávlovich Koroliov,  el Sr. X, el equivalente soviético a Wernher von Braun, una fuerza de la naturaleza que incluso sobrevivió al Gulag donde lo metieron una temporada sin que llegara a perder del todo su fe en Stalin. Hizo que los sovieticos llevaran la delantera en el programa espacial y eso se puso mucho más de manifiesto cuando pusieron al primer hombre (Yuri Gagarin, 1961) y a la primera mujer (Valentina Tereshkova,1963) en el espacio. Para entonces Kennedy ya había puesto en marcha el programa Apolo y había pronunciado el famoso discurso de la Rice University de Texas el 12 de Septiembre de 1962. Una decisión que supuso un gasto anual de cinco billones de dólares en los próximos diez años y la colaboración meritocrática de cuatrocientos mil cerebros altamente especializados. Y también la polémica no resuelta, según la perspectiva desde la que se mire, de si hubieran estado mejor gastados en otras cosas, en mejorar la pobreza del mundo, sobre todo.

 
La conquista del espacio supuso la necesidad de encontrar un tipo de hombre, el astronauta, que tuviera las características físicas y psicológicas que le permitieran sobrevivir en el espacio y también la formación para manejar máquinas complejas y hacer experimentos científicos. Curiosamente rusos y americanos terminaron coincidiendo en lo fundamental: jóvenes de no más de 40 años), con acreditada experiencia como pilotos de combate o de pruebas, no más de 1,80 de estatura y una titulación en ingeniería. También presuntamente seguros de sí mismos, tolerantes al estrés, con buen control de impulsos y con poco neuroticismo. Capaces de concentrarse en una tarea y aislarse de un entorno hostil que no se sabía cómo podría influirles y que los exigía continuamente hasta para las más elementales rutinas fisiológicas. 

Armstrong Collins y Aldrin

Pero, al final nadie es perfecto o, desde luego, no todo el tiempo. Y pasados los años se vio que la experiencia dejó huella en algunos, que no les fue fácil sobrellevar la fama, ni controlar el ego (Aldrich no se recuperó de haber sido el segundo hombre que pisó la luna), ni el atractivo que tuvieron para muchas mujeres, ni el vértigo existencial que llevó, por ejemplo, a James Irwin a posturas casi místicas. Lo que no hace sino resaltar la gesta. A la luna llegaron humanos reales con todas sus vulnerabilidades y también con todas sus fortalezas, con la asombrosa capacidad de colaboración que la especie es capaz de poner en marcha en algunas ocasiones. Lo que, a veces, produce gestas extraordinarias. Llegar a la luna con la tecnología actual sigue siendo algo muy complicado.

La llegada a la luna dos años después de aquel verano del amor, ese tiempo tan fotogénico donde parecía existir una energía nueva y pura que, como la música, lo inundaba todo y prometía una transformación del mundo. El hechizo dionisiaco de las nuevas utopías que prometían un nuevo humanismo, un cambio en la vida cotidiana que cautivó a tantos jóvenes que conformaron la contracultura. El anhelo de otras formas de vivir y de sentir. La Nueva izquierda, Woodstock, derechos civiles, amor libre, Thimoty Leary, Esalen, esoterismo, Allen Ginsberg, Paul Goodman, Bob Dylan, la New Age, Marcuse, los Beatles, la organización espontánea, muchos nombres ahora míticos. Una posibilidad sólo vivible en la misma sociedad abierta que combatía en Vietnam o acababa de tener la crisis de los misiles y desarrollaba el complejo militar industrial que tanto preocupó a Eisenhower. El resultado del baby-boom y del éxito económico de las clases medias, donde la brecha generacional entre padres e hijos fue tan amplia. La posibilidad histórica de abordar sin concesiones la auto realización de la que hablaba Maslow y que los padres no habían tenido. La Revolución Cultural China, la Primavera de Praga o el Gulag, al otro lado del telón de acero.

El despegue de un cohete a un mundo desconocido y anhelado. El hechizo de luna que puede llevarnos a ignorar su cara oculta. El riesgo de los sueños que hay que intentar para no morir de tedio, para sentirse vivos. Lo que se anticipó entonces y, ahora, cada generación, cada individuo, tiene que intentar de nuevo, a tientas, sin conocer apenas lo que ocurrió hace tan poco en la sociedad de consumo en la que vivimos, donde las palabras, los mass media, y las nuevas tecnologías pueden llevarnos a nuevos contextos tribales de donde no sea fácil escaparse. La necesidad del coraje y la energía para explorar una vida, la incierta sensación libertad y de gozo, que siempre será una conquista dionisiaca. El azar y la necesidad. Todos somos astronautas sin saberlo.

Aquel gran paso para la humanidad

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