Todos quieren ser dermatólogos

Para Jose Manuel Morales, un medico admirable, con el que tengo la suerte de trabajar

Quizá haya que comenzar por el principio, hace unos 200.000 años según se cree por ahora. El hombre en medio de una naturaleza hostil tratando de sobrevivir. Y la enfermedad que siempre aparece. A veces con causas evidentes: una caída, la dentellada de un animal salvaje. A veces misteriosamente en forma de una fiebre, un dolor insoportable o la falta del aliento. ¿Por qué a mí?, ¿de donde viene?¿quien la ha mandado? ¿qué puedo hacer para que desaparezca? Preguntas que siempre llevan a los dioses, a sus castigos y a sus milagros. Pronto a los presuntos mediadores: los sacerdotes, que crearán las ceremonias a través de las cuales el enfermo pueda tener la esperanza de redimirse y quizá, después, curarse. Con el tiempo, de los sacerdotes se va escindiendo la figura del médico que, poco a poco, va excluyendo la enfermedad de la esfera sobrenatural y la va devolviendo al mundo de los fenómenos naturales, renunciando a cualquier actuación espiritual o mágica. La enfermedad, con el paso de los años, ya no sería algo que afectaría al hombre de forma integral sino solo a alguno de sus órganos o de sus células. En esto basa el diagnostico la medicina moderna que, sin embargo, coexiste y tiene tensiones con concepciones y supersticiones históricas muy antiguas. Todo lo que cuenta Stefan Zweig en el magnífico prólogo de “La curación por el espíritu” y que tan recomendable es leer para comprender algunas cosas esenciales.

Es decir, los médicos venimos de muy lejos, hemos trabajado en muchos escenarios, con más o menos conocimientos y recursos, pero siempre estando allí donde emerge el dolor y la muerte, a veces en las formas más terribles, viendo a las personas en sus momentos de mayor ansiedad y fragilidad, al borde de perder su dignidad entre vómitos y aullidos que a menudo no se podía ni soñar mitigar ni, desde luego, curar. Ha cambiado mucho la medicina moderna del mundo desarrollado pero no esa realidad de que nuestro trabajo consiste en estar muy cerca de donde Caronte aguarda, vislumbrando cada día cosas que nos interpelan personalmente, imágenes que se quedan en algún lugar de la memoria y nos envenenan algunas noches, teniendo que tomar decisiones trascendentales siempre con incertidumbre en cualquier hora del día o de la noche, más o menos cansados, con miedo al error, en el quirófano de un gran hospital o en cualquier pueblo perdido. Ser médico es un trabajo sumamente interesante y gratificante, pero también peligroso y siempre sacrificado, que precisa conocimiento pero también otras cualidades humanas: valentía, piedad, madurez, compromiso, integridad moral, experiencia vital, sabiduría sobre la condición humana, cultura humanística. En definitiva : vocación. El punto de partida para un oficio que puede aprenderse y que es transversal a cualquier especialidad. Una profesionalidad necesaria para relacionarse con los pacientes pero también para cuidarse y dar sentido a lo que hacemos. En “El siglo de los cirujanos” de Junger Thorwald puede leerse lo que era la medicina sobre 1850, antes de la anestesia y de los antibióticos.

En los últimos tiempos estudiar medicina se ha convertido en un reto para los mejores estudiantes. Hay que sacar casi diez en todas las asignaturas del bachillerato y también más de 12.5 (sobre 14) en la EBAU. Luego enfrentarse a una carrera cada vez más enfocada a sacar una buena nota en el examen MIR. Lo que quiere decir que las facultades se han convertido en academias de preparación al MIR parasitadas, además, por las academias privadas que captan ya a los estudiantes desde el tercer curso (cobrándoles, por supuesto) y los preparan para un examen bastante exótico y estrictamente técnico, quizá muy alejado de los fundamentos clínicos, el conocimiento interdisciplinar y el oficio médico que debería aprenderse con solidez en el pregrado. El resultado de todo eso es que son universitarios que ya no viven como universitarios (como jóvenes adultos con acceso a una vida cultural y una experiencial vital rica), que no pueden leer otra cosa que los apuntes con que los inundan cada día, en algunos casos en un ambiente de competitividad que los termina desbordando porque tampoco pueden acceder con facilidad a conocimientos que les aporten recursos personales para afrontar todo lo que están viviendo. El resultado a veces es la perturbación emocional y la enfermedad precisamente en los que deberían estar preparándose para tratarla.

Y luego el examen MIR que parece que solo puede sacarse haciendo caso a todo lo que dicen las academias. No leerse el Harrison u otros buenos libros y aprender medicina sino memorizar los apuntes y las preguntas que proponen las academias basados en la experiencia de otros años o en nuevas premoniciones siempre con un sesgo exclusivamente técnico, raro y difícil. Los simulacros, el ritmo exacto, la culpa por claudicar algunas tardes, la comparación con los otros, el etiquetarse según un número de preguntas como médico y como persona, la sensación de fracaso según las expectativas. El azar de muchas formas. En las respuestas que fueron ciertas y pudieron ser erróneas (o al revés) pero también en las cualidades desde el punto de partida, en la memoria o el temperamento que algunos tienen de fábrica y que es difícil compensar solo por trabajo. Y, por fin, elegir la especialidad que se pueda, en la ciudad que se pueda y enfrentarse a lo que es, verdaderamente, el Servicio que se ha elegido con los ojos bastante tapados y la calidad de la formación, que quizá no sea como se había soñado. Y la dura vida de los residentes de muchas especialidades casi sin salir del hospital, entre guardias y otros quehaceres.

Leo en los últimos años entrevistas a los números uno del MIR que siempre resultan ser empollones y además quieren hacer Dermatología o Cirugía plástica. La primera, sobre todo, porque suponen que se vive sin grandes sobresaltos, se ven pocos enfermos (últimamente casi solo en fotos que les mandamos los médicos de familia), no se hacen guardias y está muy conectada con la estética que puede hacerse en la medicina privada y que está tan en auge y tan bien vista. Comprendo que cualquier médico aproveche al máximo su número en el examen MIR, que se busque lo mejor posible la vida, que tenga muy presentes sus intereses. Pero no deja de resultarme un poco desolador que los mejores del MIR no estén locos por pasarse horas en un quirófano, en una UCI o escuchando enfermos en cualquier consulta. Con los ojos limpios y críticos, con pasión, con un cuaderno de viaje para que no se olviden las experiencias extraordinarias que se observan cada día. Quizá lo curioso es que al final la verdadera medicina, la que también se hace en los hospitales provinciales o comarcales o en los centros de salud, la terminen haciendo los que sacaron números aparentemente mas mediocres pero que quizá tenían más vocación y no necesariamente menor sabiduría práctica. Como muchos de los que se quedaron fuera de la nota en la EBAU y no pudieron hacer la carrera porque esos años les pasó algo: perdidas o desamores o simplemente la desorientación de la adolescencia. O una familia que no pudo pagarles la universidad privada.

El MIR es un buen sistema meritocrático actualmente muy amenazado desde muchos frentes. Pero es importante que seleccione el perfil de los médicos teniendo en cuenta distintas dimensiones que también son importantes para ser un buen profesional. Médicos de verdad como los que se necesitaron en la epidemia de COVID donde no fueron precisamente los dermatólogos o los plásticos los que estuvieron en primera línea (ni los que murieron). Es curioso que esa chica tan empollona, siendo tan joven, no considere seguir el rastro de esos médicos que tuvieron jornadas infinitas, por ejemplo, en las UCIs o en las Urgencias de los hospitales mientras se les morían los pacientes a cientos. Y es que la medicina es dura pero hay gente a la que le gusta precisamente eso.

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